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– Dejadle hacer: sólo él puede salvarle. Y de todos modos, sin esta única esperanza, Gudulín morirá. Este joven Físico -de pronto, como poseída de alguna misteriosa revelación, así lo nombró- es la Esperanza.

Y Gudulín no murió. La sangre nueva fluyó hasta sus mejillas y sus labios y, tras quedar profundamente dormido, permaneció en este estado durante tres días y tres noches. Y ni un solo momento el joven Físico se apartó de él: espiando el menor de sus movimientos y rozándole suavemente manos y frente con sus dedos largos, firmes y suaves. Al fin, al sol del cuarto día, Gudulín abrió los ojos. Estuvo aún postrado durante un tiempo, hasta que, una tarde, pudo incorporarse. Sólo entonces, el joven guardó todos los misteriosos artilugios en el cofre, y pidió permiso para retirarse a su aldea. Estaba Ardid con Gudulina, el Trasgo y la primera de sus doncellas, y viéndole dispuesto a marchar, despidió a todos, excepto al Trasgo, y le dijo:

– Ni siquiera sabemos el nombre. Dinos qué deseas, y te juro que tus deseos serán cumplidos.

– Señora, sé de vos y vuestra sabiduría desde muchos años atrás. Y así, únicamente podréis entender vos lo que os digo: mi mejor recompensa ha sido comprobar la certeza de cuanto he estudiado tan afanosamente durante los treinta años de mi vida.

– ¿Treinta? -se asombró Ardid. Pues parecía un muchacho de apenas veinte.

– Treinta míos, y doscientos heredados -dijo él-. Señora, os lo ruego, dejadme partir, pues si no lo hacéis, un gran peligro nos acecha a ambos.

– No lo entiendo -respondió Ardid. Temblaba por una desconocida emoción que le llenaba de luminoso a la vez que oscuro presentimiento.

En vista de que el joven callaba, se sintió repentinamente intimidada ante la mirada de aquellos claros y profundos ojos. Dijo entonces:

– Partid, en buena hora. Pero, al menos, decidme vuestro nombre.

– No tengo nombre, Señora -respondió él.

Y partió con tan fría y enigmática sonrisa que dejó confusa a Ardid. En tanto, Gudulina se entregaba a besar, llenar de dulces nombres y caricias al arisco Gudulín, cuyas primeras palabras fueron para reclamar su carcaj, flechas y daga.

– Trasgo, querido mío -dijo Ardid, apartándolo a la fuerza de Gudulín-. Dime quién es este joven…

– Ah, niña, los años espesan tu mente -dijo él, distraídamente-. No entiendo cómo puedes preguntarme algo tan evidente y simple.

Y como el Trasgo ahora sólo prestaba atención a su gran amor, tras verse rechazado por él, se dedicó a libar sin rebozo, hasta caer totalmente embriagado en las brasas. Ardid quedó perpleja y desazonada.

Gudulín regresó a la vida. En vano Ardid intentó reanudar las interrumpidas lecciones. Entre otras cosas, Gudulina, irritada, se lo impidió, diciendo que su hijo no precisaba de tales estupideces, siendo como era una criatura tan maravillosamente dotada por la naturaleza. Y así, halagándole y mimándole, pasó su convalecencia.

Ya finalizaba el verano cuando el Trasgo acudió una noche al encuentro del niño, para llevarle en busca de las viñas del Sur. Gudulín se levantó con aire distraído y soñoliento, y al fin dijo:

– No puedo, Trasgo, he crecido demasiado, no hay sitio para mí, en esos laberintos… -Y empezó a reírse. Y su risa se parecía a la risa de Gudú, breve y seca. Y riendo, extendió la mano, arrancó otro grano del pecho de Trasgo y lo mordió. Tal fue el dolor del Trasgo, que, con un lamento que toda la ciudad oyó, creyeron era el largo aullido del lobo, cosa insólita dado que en aquella estación no era posible. Estuvo algún tiempo escondido en lo más profundo de las raíces del bosque, llorando, hasta que sus lágrimas hicieron brotar un manantial bajo los abedules blancos.

3

Entretanto, y ante la imposibilidad de educar a su gusto a Gudulín, la Reina se dedicó más a los dos pequeños, Raiga y Raigo, sin olvidarse nunca de Contrahecho. Éste era tan raquítico y menudo que nadie le hubiera dado más de ocho años, y pasó a ser, de bufón-víctima de Gudulín -que, afortunadamente, lo había olvidado- a compañero de juegos de Raigo y Raiga.

Estos niños gemelos eran lindísimos. Tan rubios como el sol, y de porte tan gentil, que sólo las amargas circunstancias que el país atravesaba podían explicar el olvido en que eran tenidos. Contaban casi cinco años, pero ya se mostraban encantadores. Ardid se dijo que era hora de hacerles aprender a leer. Y aunque no destinados a heredar el trono, el carácter de Gudulín -tan temerario como inútil- podía hacer considerar que, acaso, algún día Raigo pudiera ser el único heredero. Por lo que, apresuróse a poner en práctica su idea, y con alegre sorpresa advirtió la despierta inteligencia del niño.

Los hermanos eran muy parecidos en su aspecto físico, pero de muy distinto temperamento. Raigo era apasionado y lleno de curiosidad por todo, como lo fuera su abuela a su edad. Pero Raiga, aunque era dulce y encantadora, no parecía interesarse más que por corretear, de la mano de Contrahecho, bajo el Árbol de los Juegos. Y aunque Ardid, absorta en su entusiasmo por educar a Raigo, no se apercibía de ello, Raiga y el pobre ex bufón, trepaban a sus ramas, arrancaban hojas y, entre los dos -que jamás habían aprendido a leer-, leían en ellas la clave de innumerables canciones, y el aprendizaje de un sinfín de juegos que se apresuraban a poner en práctica.

Tras las lecciones con su abuela, Raigo se les unía: y llegaron a construir entre los tres una pequeña cabaña en las ramas del Árbol, y allí solían pasar gran parte de su tiempo.

Así, ocurrió que un día Raigo no acudió a su lección. Ardid lo buscó en vano. Hasta que al fin, tuvo un presentimiento. Diriglose, sola, hacia la Torre que tan bien conocía y tantos recuerdos guardaba para ella. Estaba muy abandonada, maltrecha, y medio se derrumbaban las piedras de los muros, en tanto que la maleza, ortigas y yedra lo cubrían todo. Ascendió por los musgosos escalones y su corazón latía, sin querer indagar la razón. Y así, alcanzó el abuhardillado lugar bajo la cúpula azul. Levantó la mohosa trampa, y un enjambre de oro, parecido a polvo de sol, la cegó. Sacudiéndose los hombros, y el cabello, y tosiendo, penetró en aquel lugar.

A través de las rendijas de los postigos, quemados por el viento, la nieve y la lluvia, entraba la luz. Y Ardid iba distinguiendo poco a poco, y uno a uno, los viejos cofres que fueron de Tontina, cuando oyó unas voces quedas, y sofocadas risas infantiles. Se acercó de puntillas, y en la penumbra descubrió a sus nietos y a Contrahecho jugando con los viejos tesoros de la Princesa muerta. Sintió desfallecer su corazón, hasta el punto de que tuvo que sentarse sobre una de aquellas polvorientas arcas.

– ¿Qué hacéis aquí?, y ¿quién os ha dicho…? -empezó a decir. Pero al observar con qué naturalidad ellos la miraban, sonreían y proseguían en sus juegos, desistió de preguntarles nada.

Estuvo un rato allí, sentada, observando lo que hacían los niños. Y, recordó que ella jamás había jugado ni había sido verdaderamente niña. Entonces, tomó entre las manos un muñeco y, escudriñando en sus ojillos de vidrio algo, algo que se le escapaba, permaneció mucho rato.

Al fin, cuando la tarde declinó, los niños, que tenían el cabello lleno de polvo dorado, de pétalos marchitos, y las mejillas rosadas, empezaron a bajar la escalera, en busca de la cena y el sueño. Entonces ella ordenó los esparcidos tesoros, y tras cerrar la trampa, con gran cuidado, les llamó y dijo:

– Escuchadme, niños: nunca digáis que aquí habéis estado ni reveléis este lugar a nadie. Pues sólo aquí vendremos nosotros cuatro, y nadie debe interrumpir con su presencia nuestros juegos.

Los niños asintieron con gravedad. Y mientras regresaban a la Torre Sur, donde habitaban, el cielo se llenaba de estrellas, y la Reina Ardid lloraba silenciosamente.

Desde aquel día, tras la lección de Raigo, allí acudían los cuatro. Y la lección era doble, y mucho más rica, puesto que con ellos, la Reina aprendió a jugar, por primera y última vez en su vida.

Gudulín se iba convirtiendo en un muchacho alto, robusto, de manos grandes y generalmente sucias. Un día pidió a Gudulina un caballo, y ésta ordenó inmediatamente que se cumpliera tal deseo.

– Es muy niño aún -dijo el Barón Silu-, debe antes tomar lecciones del Maestro de Armas.

Así lo ordenaron al viejo Randal que, relegado de la Corte Negra, regresó a su oficio con celo e ilusionado afán. Empezó por enseñarle los lances de espada y daga, pero Gudulín se mofaba de él: le tiraba de las barbas, se reía de sus piernas combadas de antiguo jinete y decía:

– Viejo estúpido, yo sé luchar con otras y mejores armas.

Y le mostraba los arteros conocimientos adquiridos del viejo y desdichado Astrágalo.

– No es noble ese juego, ni esa manera de luchar -decía el viejo dominando su ira. Pero por toda respuesta recibía una flecha, que a duras penas podía esquivar.

Gudulina consiguió para su hijo un caballo joven, negro, de crin blanca y ojos de color miel. Gudulín, al verlo, palideció. En aquel instante su corazón sufrió un brusco estremecimiento: el amor lo llenó, y casi afloraron a sus grandes ojos de pirata niño y borracho, lágrimas tan puras como el primer rocío. Corrió hacia él, y colgándose de su cuello permaneció así, sin hacer caso del susto del corcel, que no le correspondía. Su rosado belfo temblaba y sus ojos del color de un dulce licor conventual, se inundaron de terror. Tal vez regresaban a él viejas historias de sapos, ranas, murciélagos y escarabajos mutilados y, al sentir en su cuello las grandes y sucias manos del Príncipe, se sintió sacudido por tal temblor, que Gudulín creyó navegar sobre un mar de espuma aterrorizada, como sangre inocente. Y como había heredado el don de su abuela en el centro más hondo de sus pupilas -fieros ojos relucen en la noche como dos gotas de metal fundido y abrasan a quien mira a través de ellos, y sumen en la más atribulada sed la vida que se debe arrastrar-, sabía que el corcel le temía. Así, tembloroso él también, murmuraba en su oreja de terciopelo: «Caballito, caballito mío». Pero el corcel no le entendía, sólo temblaba. Y Gudulín se sintió rodeado por la neblina del Lago, y la antigua Ondina se adueñó de su corazón solitario y feroz. Y así, ablandado al fin como bajo musgo viscoso y tardío, Gudulín sollozó sin lágrimas, diciendo: «Caballito, amigo, amigo mío». Y nadie era amigo de Gudulín, y nadie podría jamás ser amigo suyo. Excepto un pobre trasgo, que él despreciaba.

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