Saltó sobre su caballo y se abrazó a su cuello, pero el corcel se desató, rompió el dogal y huyó con él a lomos, saltando las barreras, hasta alcanzar el corazón del bosque. Allí, junto al manantial del Trasgo, se detuvo.
Era un verano caluroso, y en las praderas la hierba se agostaba, pero no allí, que casi parecía negra, de tan húmeda y hermosa. Gudulín sentía bajo sus rodillas el corazón del corcel, y dijo:
– Amigo, amigo, te amaré mientras viva.
Y después, lloró, y regresó; y aquella noche, en su lecho, volvió a llorar. Cuando el Trasgo asomó por la chimenea y vio a Gudulín tan anegado en tristeza, fue a acariciarle la negra y suave cabellera y, besándole en los ojos y labios y orejas, intentó consolarle como mejor podía. Pero Gudulín no le escuchaba, ni sentía sus inútiles besos. Y desde aquella noche, todas las noches de su vida -en verdad corta- lloró, dormido, o medio dormido, en la frontera de la vida y la muerte que, tan sedienta y paciente esperaba bajo su lecho.
Declinaba ya aquel tórrido verano en que los niños lloraban de noche. Pues no sólo Gudulín lloraba ocultamente bajo sus cobertores; había una niña, menuda y hermosa, que igualmente sollozaba en la oscuridad y el olvido del enorme Castillo de Olar. Y era Raiga, la primera y más dulce y gentil Princesa de aquel Reino. La habían alojado en una pequeña cámara -antiguo dormitorio de Dolinda- y dormía muy cerca de su abuela. Y en otro lecho idéntico, a su lado, dormía Raigo, el gemelo. Pues por ser tan niños, los tenían siempre juntos, sin distinguir apenas sexo y carácter, tan parecidos eran. Si el cabello dorado de Raiga rozaba sus hombros, nadie pensó tampoco en cortárselo a Raigo. Y dormidos, hubiera sido difícil distinguir entre ambas cabecitas, si se trataba de niño o niña. Tan delicadas eran sus facciones, tan dulce y profundo su sueño. Nadie les hubiera podido diferenciar, excepto Contrahecho. Cuando todos dormían, él salía del pequeño recinto que antaño fuera cubil del amado y llorado Hechicero. Despertaba y salía en la noche, porque venían enjambres de silfos a morderle las orejas y decirle: «Raiga llora». Y entonces, de puntillas, vestido con su larga camisa -despojado al fin de los humillantes cascabeles de oro-, se acercaba de puntillas al lecho de los niños, y a los pies de Raiga, lloraba también sin lágrimas. Aunque sólo los trasgos y los ancianos gnomos del Subsuelo, y los pájaros que asesinaba Gudulín, y las inocentes culebras del fondo del río, que, sin veneno, sufrían la maldición de las serpientes malignas, la podían ver. Y decíase: «Raiga querida, Raigo querido, a nadie amaré en el mundo, excepto a vosotros dos. Y como no podré desposaros cuando sea hombre, mi vida será negra y triste». Y la neblina del Lago ascendía, ascendía.
En verdad que Olar era una ciudad triste, y el Castillo del Rey, un tenebroso recinto de piedras musgosas donde los niños lloraban por la noche. Y únicamente la lechuza, vieja y sabia -había conocido a Predilecto, a Tontina, incluso a las ardillas de aquel desaparecido séquito, cándidas criaturas que en el mundo vagan soñando en la bondad y en la libertad de la inocencia-, sabía que Raiga lloraba porque Contrahecho era feo, bufón, jorobado y dulce como un panal de miel.
Entró por fin el otoño, tan rojo y perfumado, que el Trasgo olía vino en los rincones más inesperados del Castillo. Fue por Gudulín y le dijo:
– Niño amado, ven, te llevaré conmigo al Sur y regresaremos en una sola noche.
– Iré montado en mi corcel -dijo Gudulín, sentándose en el lecho y frotándose los ojos.
– En tu corcel, querido, y en el viento -dijo el Trasgo-. Sólo te pido un poco de amor, aunque con él se desprendan todos los granos de mi cruel racimo.
Y fueron a la viña, y hallaron allí a la gente en los lagares, y compartieron su alegría y sus vinos.
Gudulín fingía ser un niño perdido, y por lo sucio y desgarrado de su atuendo y su misma persona, nadie lo ponía en duda. Y el corcel les aguardaba, oculto entre la floresta.
Regresaron al amanecer, borrachos y cantarines, y el corcel de Gudulín corría, corría como el propio viento, a impulsos del grandísimo deseo del Trasgo.
Al día siguiente, Ardid llamó al Trasgo, que dormitaba en las brasas de la chimenea.
– Trasgo, querido, dime cómo se llama y adónde fue el hombre que salvó la vida de Gudulín.
El Trasgo se desperezó. Su nariz aparecía ahora tan roja como las hojas del bosque, como su rizada melena.
– Clarividente amor, clarividente hombre -dijo agobiado por las preguntas de Ardid-. Ah, niña, niña, estás tan vieja que me causas pena.
– Pero dime, ¿qué ha sido de él? Envié secretamente mensajes y hombres en su busca y nadie me da razón de esa extraordinaria criatura.
– No sé dónde habitará; en cualquier parte, tal vez. Y me digo que acaso sólo Once debe saberlo. Pero tampoco sé dónde andará Once, ahora…
– Decían que era el novio de una muchacha de las cocinas. Pero esa muchacha llora día y noche su desaparición. Trasgo amado, dime, ¿dónde está el hombre que salvó de la muerte a mi nieto?
– Bien, lo indagaré en recuerdo de aquellos días cuando podías deambular por mis caminos subterráneos… Niña, dime, ¿adónde fuiste?, ¿dónde estás? Te busco muchas veces por el subterráneo y no doy contigo…
– Los niños que no mueren son tan misteriosos como la propia tristeza -dijo Ardid, con ojos pensativos-. No sé adónde fui, querido Trasgo. No sé dónde, ni por dónde vagará aquella niña…
– No estás en la Historia de Todos los Niños: jamás pudiste entrar allí.
– No, bien lo sé.
Desde que cada tarde subía a la buhardilla de la vieja Torre y allí permanecía largo rato con sus nietos y Contrahecho, Ardid había recuperado cierta sabiduría que creía desaparecida de su memoria.
– Te prometo que en cuanto halle aquella niña, te avisaré… Pero entretanto, ve en busca del hombre Clarividente, pues su ciencia me es necesaria como el aire que respiro. Soy mujer estudiosa, querido, y mi afán por conocer es tan grande como el de mi hijo, aunque de diferente manera.
– Lo sé -el Trasgo estiró sus piernas, cada vez más parecidas a delgadas cepas-. Lo sé. No necesitas decir algo que conozco aun más que tú misma.
Y buscó al hombre Clarividente, y al fin lo halló. Vivía en la otra orilla del Lago, precisamente en aquella cabaña de pescadores donde antaño se ocultaran la niña Ardid, el Hechicero y él mismo. junto a su abuelo, el anciano que guardaba su cofre, el joven Clarividente dedicábase sin reposo al estudio e investigaciones. Pero no olía allí dentro a Raíces del Sueño, ni a semillas de mostaza, ni a caminos horadados en el suelo o el firmamento. No olía sino a hombre clarividente, raramente sensato, cuerdo, prudente… e inocente. De suerte que ni aun a pesar de la grave contaminación que le aquejaba, no parecía posible que el hombre pudiera verle. Porque Clarividente carecía totalmente de imaginación sobrenatural -dedujo el Trasgo porque lo humanamente natural era sólo el fruto de sus investigaciones. «Hermoso incontaminable -sollozó el Trasgo, súbitamente apercibido de su miserable estado-. Hermoso y puro en su especie… ¿Por qué somos tan raros, ya se trate de seres humanos como de otras especies? No es la pureza la que rige el mundo donde nos ha tocado vivir.» Y levantando la cabeza hacia el cielo, pensó que tal vez allí lejos, donde las estrellas alcanzaban el punto justo de luz y de negrura, existiría una condición de vida más completa, más feliz. Pero estas cosas -acaso- sólo podía saberlas la Dama del Lago, y sus relaciones con ella no eran en modo alguno cordiales.
Así, en la oscuridad del sueño vio al fin los ojos de Clarividente, tanto como para percibir ciertas partículas doradas y caprichosas que le condujeron a una total comprensión. O así lo creía.
Regresó al Castillo y despertó a la Reina:
– Querida -dijo-, él vive allí donde tú morabas con el Hechicero y conmigo mismo. Y he de decirte que sueña contigo todas las noches.
Ardid notó cómo se encendían sus mejillas. -No es posible -murmuró.
– Lo es, y lo sabes muy bien. No es raro: os une el afán de conocimiento. Como a Gudú. Como a otros muchos, aunque se revista de diversas formas…
– Si es tan joven aún… y yo tan vieja.
– Yo no entiendo vuestras edades -dijo el Trasgo, fatigado-. No sé qué quieres decirme. De todas formas, su edad y la tuya se reúnen de cuando en cuando en la conjunción de la última estrella con el sol.
– ¡Habla como nosotros!… -suplicó Ardid.
Pero, aunque intentaba retenerle por las piernas y el cabello, como no podía palparlo, él regresó a la oscuridad del túnel, y fue nuevamente en pos de Gudulín.
– Gudulín, te llevaré al Sur -susurraba en su oído.
Pero ahora no pudieron arrastrar al corcel, y sin el corcel no había viaje y el sueño se hacía imposible. De todos modos, intentaron penetrar en el túnel subterráneo. Pero Gudulín no cabía. Se llenaba la boca, y los ojos, de tierra roja y humedad; las raíces del mundo se introducían en sus oídos. Ya estaba crecido, crecido, irremisiblemente crecido. Y Gudulín, al notarlo, lloró en silencio, amparado por la oscuridad.
– Nunca volveré a ver el Sur -dijo, quedamente-. Nunca tendré amigos.
Y no sentía las lágrimas ni los besos del Trasgo. Retornó al lecho, y se durmió sollozando. Al día siguiente montó en su corcel, le castigó duramente con los talones, y lo llevó al bosque. Allí, penetró en la cueva de los murciélagos, atrapó cuantos pudo e hizo con ellos un escarmiento memorable para aquella sufrida raza.