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Cuando regresaba, tenía las manos manchadas de sangre. En el sol de otoño, relucían como piedras rojas.

Al entrar en el Castillo, oyó gran alborozo. Un emisario anunciaba la llegada de su padre, victorioso. Y supo que traía prisionera y humillada a la cruel Urdska, Reina de la Estepa. Y se decía por todo Olar que por mucho, mucho tiempo, las Hordas Feroces no sembrarían el pánico de sus tierras ni atravesarían los límites de su engrandecido Reino.

Pero Gudulín no sentía amor hacia Gudú; sólo un temblor convulso, que contagió a su corcel, y le avisó de un raro placer de antemano paladeado: Gudú era su enemigo, y como enemigo le miraría, y vencería.

4

Toda la ciudad se preparaba para recibir al Rey. Y se comentaba en todos los hogares aquello que cuidadosamente el Rey hizo propagar entre sus súbditos: «No hay misterios en la tierra, si Gudú se enfrenta a ellos». Según se decía, la temible Urdska llegaba encadenada, y en la contemplación real de su persona se desvanecía el viejo misterio de la estepa, el pavor de las gentes de Olar hacia las desconocidas llanuras sin fin. Ya les había advertido Gudú muchas veces, mostrando niños capturados a las Hordas a sus jóvenes guerreros: «He aquí lo que tenéis por diablos del fin del mundo. No son diablos, y el último precipicio de la tierra no ha sido aún avistado por mi ejército».

Por fin finalizaba aquella larga etapa de privaciones y austeridad para unos, de hambre y miseria para otros; por fin renacería la paz y la prosperidad para unos, y una existencia más llevadera para otros. Nadie sintió, sin embargo, como la Reina Gudulina una aguda y luminosa lanzada en pleno corazón: renacía su esperanza.

Gudulina revisó sus vestidos y se asomó al espejo tantas veces que llegó un momento en que no pudo ver su rostro. Y como antaño, la vez en que tan gloriosamente le recibió y amó, creía ahora que recuperaría lo que nadie ha podido jamás recuperar: el calor y la luz de un tiempo huido, el lugar del corazón donde el amor fue algo vivo y palpable, no un turbio sueño invadido de niebla, recorrido por lentos caracoles nocturnos. En su memoria renacían leyendas que de niña le contaba Arandana, esclava de piratas, de tez negra y rugosa, que destinó Leonia al cuidado de su infancia. Aquella vieja negra solía decirle, mientras peinaba sus rebeldes cabellos de niña: «Queridita, los hombres son perversos pero necesarios, y como todas las necesidades de este mundo, hay que gobernarlos». Y así, de labios de aquella cautiva, escuchó la historia de una Princesa hecha prisionera, salvada de la muerte por el Rey de los Nardiscos, y que, una vez liberada, sufrió tan peregrino y desdichado amor por su salvador -él no la amó jamás- que murió en plena hermosura y juventud maldiciendo el día de su liberación. «Pero aun así, queridita -decía Arandana, dando remate a sus trenzas con el cordel dorado que segaba limpiamente el cuchillo de sus dientes-, la pobre Princesa Cautiva pensó en el último instante de su vida -que es cuando la vida toda de los humanos se refleja en la mente, como los árboles en el agua- que bien valía el sufrimiento, con tal de haber sido besada por el Rey una sola vez.» Y esta historia que encendía de curiosidad y placentero espanto su corazón de niña, revivía ahora en su corazón de mujer ya agostada.

Había cumplido ya veintitrés años, y no había cuidado de sí misma, ni en lo físico ni en lo mental, como la Reina Ardid. Se decía ahora, que la esperanza en recuperar el amor era la única isla donde se refugian los náufragos de tan extraño sentimiento. Rememoraba playas de su infancia, rememoraba a su madre, rememoraba los rudos marinos y piratas de los arrecifes, y se encendía todo el sol de la Isla en su corazón; sin reparar en que los años, la enfermedad y el desvarío habían hecho estragos sin cuento en lo que fuera su espléndida figura y dulce piel de muchacha.

Llamó a Gudulín, y ordenó vestirlo y desvestirlo una y mil veces con varias prendas a cual más lujosa. Pero los trajes enviados por la cada vez más distante Leonia ya no servían al Príncipe. Ceñudo y demasiado alto para su edad, el Príncipe Gudulín, siempre sucio y sombrío, sólo relucía en su rostro pálido y ojeroso de pequeño beodo la belleza inquietante de sus enormes ojos de pirata. Pero Gudulina veía en él el fruto de un amor sin límites, y ninguna belleza podía compararse para ella a aquel rostro de correctas facciones, aunque de sañuda y ensimismada expresión. Y acariciando los suaves y brillantes cabellos negros, le decía:

– Gudulín, al fin vuelve el Rey a Olar…

Y Gudulín pensaba: «Al fin vuelve el enemigo, a quien destruiré. Porque el Rey soy yo». E ignoraba que, en muy lejano lugar, una niña poco mayor que él, delgada y nervada como un muchacho, montaba a horcajadas su caballo estepario, las desnudas piernas al viento de la estepa, golpeándole los ijares con un junco del río en la mano, y gritaba a su vez: «Soy el Rey».

Pero Gudulín no tenía madera de Rey, y Ardid, que contemplaba en silencio y a la vez los ajetreos de Gudulina intentando reducir su cintura demasiado ancha ya, y los sombríos ojos de su nieto, lo sabía. Y sabía que nunca llegaría a reinar, como intuía que Gudulín era sólo el Rey de los Sombríos Parajes y pasadizos donde agonizan los animales torturados; despedazados sapos y murciélagos, únicos testigos de la soledad de un niño que no quiere o no puede ser amigo de alguien, que se siente solo, quizás enemigo de sí mismo.

Ahora que una y otra vez, tarde tras tarde, había subido de la mano de Raigo, Raiga y Contrahecho los escalones gastados y cubiertos de musgo de la Torre Este, ahora, empezaba a descifrar un libro que no estaba escrito en ninguna parte: excepto, acaso, en la memoria de los gnomos, en la rápida decadencia de las amapolas, en la frágil llama que abrasa las mariposas nocturnas. Sí, a su muy madura edad -había ya cumplido cuarenta años- Ardid empezaba a comprender, o al menos intentarlo, la vieja y despreciada sabiduría de los desvanes, allí donde van a parar los juguetes rotos olvidados y descoloridos de los niños que crecieron y ya no están en ninguna parte. Porque los años habían conseguido que olvidase aquella ciudad llamada La Historia de Todos los Niños. Y así, el día en que preguntó a Raigo:

– ¿Quién os ha enseñado a venir a este lugar, quién os ha enseñado a jugar con estas cosas tan llenas de polvo y tiempo? Raigo y Raiga la miraron con irónico reproche, como si creyeran que estaba burlándose de ellos. Y al fin, el pequeño Contrahecho dijo:

– Oh, Señora, bien sabéis que sólo podemos jugar aquí porque sólo así nos lo enseñó aquella niña que murió.

– ¿Qué niña? -se inquietó Ardid.

– La niña Tontina.

– Ah, sí -se dolió Ardid ante los niños-. Murió cruelmente: pero no debéis hacerle caso, porque la quemó el Rey, por bruja.

– Abuela, qué tonterías dices -se impacientó entonces Raiga-. Murió porque recibió un primer beso de amor.

Y quedó así tan muda y perpleja, sin saber qué contestar, hasta que el sol se despidió sobre el ala polvorienta del Árbol, y se entretuvo en una hoja de oro. Entonces dijo:

– Niños míos, decidme si algo tuvo que ver en esta historia el Príncipe Predilecto.

– Sí -dijo Raigo-, el Príncipe Predilecto fue el causante. Pero no importa; gracias a todo eso, Once nos pudo devolver los cofres que habíamos perdido.

– ¿Cuándo, niños míos, perdisteis antes de que nacierais?

– Oh, abuela, qué cosas tan tontas dices: de sobra sabes que mucho antes de asomar por aquí, estos cofres eran nuestros.

Y nada más preguntó Ardid: pues el lenguaje de los niños que aún no tienen uso de razón -y que, menos ella ahora, todos tomaban por ininteligible media lengua- era muy similar al lenguaje Ningún. No estaba ya capacitada para descifrarlo en su totalidad. Así, su profunda melancolía se tradujo en una sonrisa que la rejuvenecía notoriamente y el fuego de la Reina ambiciosa, de la Reina indomable, de la Ardid astuta y certera, brotó y prendió nuevamente, para decirse: «Yo forjaré al nuevo Rey de Olar: pues sólo Raigo llegará a suceder a su padre, mi querido hijo Gudú». Y aunque ensombreció su entusiasmo la idea de que para nada hubiera necesitado Gudú ser objeto de aquella lejana e insensata extirpación-pues empezaba a creer que ya, desde su nacimiento, estaba naturalmente incapacitado para el amor-, se prometió a sí misma, y muy firmemente, que, muriera o no muriera Gudulín, Raigo y ningún otro de sus nietos sería el verdadero heredero al Trono de Olar. Esperaba vivir lo suficiente como para asistir a su coronación y verle Rey. Y así olvidaba que para que esto sucediera Gudú debía morir, y que Gudú había sido -hasta el momento al menos- el gran deseo, la esperanza y la gloria de su corazón.

Sólo cuando los emisarios anunciaron que la comitiva real se avistaba tras las aguas del Lago, una rara angustia pareció aprisionar su pecho, y llevándose la mano a la garganta sintió el latido de su corazón, y pensó que, acaso, el gran error de su vida no era únicamente haber privado de amor a Gudú -hasta el punto de impedirle amarla a ella-, sino que, ella misma, había efectuado una monstruosa extirpación en lo más hondo de sus sentimientos: pues había mirado siempre a Gudú como Rey, antes que como hijo.

estos cofres, si existieron Pero cuando descendía, ligera y revestida de solemnidad a un tiempo, las escaleras del Castillo de Olar, también sabía -como sabía que las gotas de arena dorada resbalaban sin cesar en la copa de cristal azul, sobre la cornisa de su chimenea- que Olar únicamente había tenido una sola Reina: y ésa era precisamente aquella que descendía, lenta, majestuosa, la escalera: la única, verdadera e incomparable Reina Ardid.

5

Como ejemplo inolvidable para sus gentes, Gudú había ordenado de antemano levantar en la Plaza del Mercado una tarima semejante a las que se fabricaban cuando debía hacerse un ejemplar castigo. Pero esta vez no estaba destinada a ejecución alguna -al menos en su aspecto físico-, pues la única ejecución que se proponía llevar a cabo era en verdad mucho más sutil y profunda: el destierro -que esperaba fuera definitivo- del terror que las Hordas Feroces ejercían sobre su pueblo. Así pues, llegado el momento, se mostró ante todos sin solemnidad alguna, sin manto ni corona reales, tan sólo con sus polvorientas ropas de soldado. Desenvainó su espada -que despidió destellos negros-, mostró sus cicatrices, y ordenó hicieran lo mismo sus soldados. Mandó hincar allí mismo las cinco picas que mantenían aún -si bien en hediondo y malparado estado- las cinco cabezas de los cinco jefes esteparios, a quienes con tanto esfuerzo, arrojo y tesón había derrotado. Y una vez las mostró al pueblo, con su potente voz, que en el silencio de la tarde septembrina se dejó oír de piedra en piedra, de conciencia en conciencia, como un oscuro y violento vendaval, dijo:

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