Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Así me lo parece -dijo Ardid, alcanzada por una súbita aunque dulce envidia-. Así me lo parece: rebosáis felicidad y gozo de vivir.

– Y no sólo eso -dijo Leonia, con la súbita seriedad, perfumada de vides, que acompaña las libaciones-. Y de oro, y de riquezas, y de la mejor flota que pueda haber.

– Sabía que erais acaudalada -comentó Ardid-. Y oí decir que poseíais una flota mayor que la de tres Reyes del Mar juntos…

– Así es. ¿Reyes del Mar? Reyezuelos ambiciosos, estúpidos y ebrios como odres. ¡Bah! Palidecen de envidia al contar mis naves, o la parte de mis naves que permito asomen hasta sus feas narices. Y además, creedme, el comercio, además de remunerativo, es hermoso. He de admitirlo: soy Reina, soy poderosa, soy rica…, y soy, además, aventurera. Aventurera, querida Ardid, hasta el meollo de mis huesos. Esta Isla es, en realidad, un antiguo corazón, una antigua luz, un antiguo amor, una antigua vida…, aunque, tristemente, pronta a desaparecer. El día en que yo muera (y no lo olvidéis, Ardid querida), la Isla partirá conmigo, y jamás regresará -Leonia suspiró-. Tal vez podrán recordarnos, imitarnos, desearnos, difamarnos o condenarnos; pero nunca, nunca más volveremos. Y nuestra desaparición (como todas las desapariciones, tenedlo por seguro) abrirá un gran vacío… en el mundo. Un gran vacío… -su voz se volvió entonces tan débil como el eco de un suspiro.

El sol se ocultó, definitivamente, y la hierba despidió su aroma con tal pujanza, que infinidad de murmullos brotaron por doquier: ligeros, leves cánticos de seres nocturnos y luminosos, verdeantes chispazos bajo el gran cielo que resplandecía aún en el recuerdo del día recién desaparecido.

La voz de Leonia adquirió de pronto un tono bajo y tan profundo que diríase surgido del oscuro vientre del mundo:

– Todo termina, querida. Y no os oculto que quizá yo soy la última Reina, y que ésta es la última Isla.

– ¿Qué queréis decir?…

– Algo muy sencillo y complicado a un tiempo, pero que vos entenderéis bien, no sólo por sagaz, sino por las gotas de luna que os fueron concedidas al fondo de los ojos. Esto no es el Sur: esto sólo es el Sur del Norte. El verdadero Sur está, estaba, estará más allá…

– ¿Más allá…?

– Sí, más allá: más al Norte, al Este, al Oeste y al Sur. Aquí queda sólo el mundo de Leonia, y Leonia ha sido la última Reina y la última Isla, porque estamos condenadas a desaparecer. Somos el último reducto de una muy antigua, muy sabia, muy hermosa y desaparecida vida…

– Pues, ¿y el verdadero Sur?

– Del verdadero Sur queda ya poco. Por ahí andan, enredándose en el mismo ovillo, unas veces al derecho, otras veces al revés, hombres sin tino, navegantes, poetas y derrotados.

Y añadió, con un suspiro tan fuerte que enmudeció a los grillos, y cerraron sus alas las mariposas de luz, y ocultaron su verde resplandor todas las luciérnagas:

– Sí, querida, somos el último reducto de los sueños.

Y así diciendo, se levantó, no muy ágilmente, y ordenó:

– Traed luces, escanciad más vino y servidnos una abundante cena, pues estamos fatigadas de ser reinas y madres. Ea, seamos nuevamente mujeres.

Recuperó su risa, y tomando a Ardid por la cintura, pasearon lentamente de un lado para otro, ligeramente vacilantes, mientras decía:

– Querida Ardid, concededme el honor de asistir al banquete que dispuse en vuestro obsequio. Así, espero no me defraudéis, y obsequiad con vuestra presencia nuestra cena de medianoche; vos y vuestras hermosas Damas Acompañantes.

– ¿Medianoche… banquete…? -murmuró Ardid. Por primera vez creía que el suelo se desvanecía impalpablemente bajo sus plantas.

– Así lo espero, con verdadero deleite. Estará ahí lo más florido y encantador de mi Corte.

– Con placer -dijo Ardid.

Ya en su cámara, Dolinda la recibió un tanto inquieta. Y mientras la ayudaba a desvestirse, se tendió sobre un lecho materialmente inundado de cojines de pluma, y cuyo dosel estaba rodeado de cortinas transparentes que flotaban graciosamente al menor soplo. Por las ventanas entraba el perfume de la noche, tan fresco y delicioso que Ardid cerró los ojos, presa de una alarmante voluptuosidad.

– Señora -murmuró Dolinda-. Os ruego no os durmáis… Desearía comentaros algunas cosas que me tienen desazonada…

– Hablad, hablad sin rebozo -dijo Ardid con insospechado brío-. Os escucho.

– Pues… Oí muchas cosas…

– No perdisteis el tiempo, cosa que me alegra. Pero abreviad en lo posible, querida, pues tanto vos como yo debemos reposar ahora para mostrarnos frescas y fragantes en el banquete de medianoche.

– Oh Señora…, ¿en verdad pensáis asistir a tal banquete?

– ¿Y por qué no?

– Pues…, si resumo en breves palabras lo que he visto y oído, debo advertiros de que la noble Leonia no frecuenta compañías honorables… Sí, así es: sus mejores amigos no son otros que ciertos lobos y bandidos que surcan los mares robando joyas, barcos, doncellas y cuanto atinan a echar mano… Y no sólo son amigos suyos, sino que, a su vez, ella les protege; y al otro lado de la Isla (el que desde nuestras costas no podemos apercibir), no solamente el terreno se transforma y muestra, en lugar de feroces e inexpugnables acantilados, suaves playas y ribazos de dulzura sin igual… bordeadas de islotes igualmente bellos, aunque utilizados por ella de modo poco digno, pues allí suele refugiarse toda la piratería que asalta el ancho mar, y allí conciertan y negocian sus deshonestos tráficos y mercaderías y toda la inmoralidad que en el mundo cabe ni nosotras podemos imaginar; ésa es la fuente de todas sus riquezas. Y habéis de saber, Señora, que tan amable y placentera, tan fastuosa y pródiga Reina, es cruel como el más cruel de los guerreros de la estepa, pues la falta más nimia la castiga con el potro, y la falta mediana, con torturas sin límite, y la falta grave… ¿qué os puedo decir? Tan refinada es en sus torturas como en aplazar y prolongar agonías, al igual que es refinada amante y sabia en prolongar sus placeres más íntimos y secretos. Creedme, Señora: Leonia es una criatura peligrosa, y si no desecháis mi consejo, humilde, pero no falto de amor y solicitud, creo que, si habéis ultimado con ella los detalles del negocio que aquí os trajo, lo más conveniente sería regresar prestamente a nuestra tierra.

Aunque sumida en los espumeantes vapores que la mecían, Ardid no dejó de enterarse punto por punto de cuanto su fiel y atemorizada camarera le decía. Así que, una vez oídas estas lamentaciones y recelos, le dijo:

– Querida Dolinda, sois algo tarda en entendimiento. En definitiva, los negocios son los negocios, y éstos no se rematan a la ligera, como si se tratase de un burdo cosido. Dejadme hacer, que yo sé bien lo que hago y pruebas tenéis de ello. Prestaos, en cambio, a acicalarme y acicalaros como, llegado el momento, conviene para asistir a tan importante banquete.

– Pero, Señora… ¿Vamos a cenar, en verdad, con truhanes?

– Truhanes o no truhanes -respondió Ardid, bostezando-, los negocios son los negocios.

Y sumiéndose en placentero sueño, puso punto final a la discusión.

3

Truhanes o no truhanes lo que allí encontraron, lo cierto es que la entrada de Ardid y sus damas en el jardín de los Banquetes fue para ellas un espectáculo que jamás olvidarían, y serviría de conversación, y aun germen de leyendas, en los espesos inviernos de Olar.

Bajo las grandes y rojizas estrellas, antorchas y lámparas de mil especies brillaban en profusión; finos pebeteros esparcían mil perfumes y aromas; mesas largas y tan bajas que permitían sentarse a ellas sobre mullidos cojines de seda multicolor, aparecían esparcidas sobre la cuidada hierba y ofrecían el espectáculo más fastuoso que en comida, bebida, ornato, luz y música contemplaran sus encandilados ojos.

La misma Reina Leonia presentó a la Reina Ardid, con la arabescada fraseología de la Isla, a los carísimos y dilectos amigos de su corazón. Y, al parecer, tenía preferencia en rango y ascendencia a un cierto Príncipe de Escorpio, que ostentaba la estatura de tres hombres corrientes superpuestos, y cuyos largos cabellos negros se enredaban a ambos lados de sus mejillas en sartas de pedrería. Vestía un complicado jubón, donde compadreaban dragones marinos, pájaros azules y enigmáticas estrellas. En su partida oreja izquierda brillaba la amatista más grande que ojos humanos podrían contemplar -ni aun imaginar-. Y tras este imponente Príncipe de Escorpio, de cuyo cinto pendía la espada más curva de cuantas curvadas y escalofriantes espadas podía hallarse, había otros cuyos títulos y méritos sonaban tan suntuosos como sus dueños. Todos tenían en común la imponente musculatura y la desaparición, si no total, de algún apéndice físico: tal como una oreja, lóbulo, ojo, mano, pie o incluso nariz -como aquel que cubría su deficiencia con un curioso capirote de seda bordado en zafiros-. Habíalos para todos los gustos o disgustos, preferencias o caprichos, pues podía atisbarse entre ellos algún delgado y flexible Príncipe, Rey o Emperador -que por títulos no parecía andaran faltos-, de piel dorada y barbas amarillas, cuidadosamente dispuestas en bucles ungidos por alguna olorosa y brillante sustancia que se repartía entre maraubina o aroma de jazmín, sin olvidar remotas vaharadas, ora de sándalo, ora de ajenjo. Lo cierto es que muy alto era el grado de alegría que les inundaba a todos.

97
{"b":"87706","o":1}