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«Y no humanas… ¡Santo cielo, qué bien lo pasaría aquí el Trasgo!», pensó Ardid. Un traguito capaz de volver lúcida la más empedernida y espesa lengua la reconfortó.

– Bien decís -manifestó Ardid, secando delicadamente sus labios con el diminuto lienzo bordado que, con campechana actitud, le ofrecía Leonia-. Es exquisito.

– Exquisito y añejo -sentenció Leonia chascando la lengua, si bien tan ligeramente que sólo oídos de ardilla como los de Ardid podían captarlo-. Lo uno reviste de mayor gloria a lo otro.

Sorbo va, sorbo viene, gloria ensalzada, gloria paladeada, lo cierto es que aún no se había mediado la deliciosa garrafita, cuando Leonia, desprendiéndose no sólo de todo protocolo, sino de la más elemental corrección, dijo:

– Lanzándonos al asunto: exponed esa cosilla que anunciabais en vuestra misiva.

– ¿Cosilla? -se desorientó Ardid.

– Está bien -añadió Leonia-, resolvamos esto cuanto antes y dediquémonos a temas más placenteros.

– Bien, si así lo estimáis… Repito mi propuesta de matrimonio entre vuestra hermosa hija y mi (no es momento para disimulos vanos) apuesto y nada despreciable hijo, cuyo brillante porvenir no habrá pasado inadvertido a tan sagaz soberana como vos…

– Porvenir espléndido, si las cosas van como hasta ahora -aseveró Leonia, y llenó nuevamente las copas-. Lo que inició el gran Volodioso, parece que vuestro hijo lo supera con creces…

– Mucho me place lo hayáis apreciado así -respondió Ardid, llevándose la copa a los labios con evidente placer-. Es grato conversar con mujer tan sagaz como vos.

– Os creo: máxime cuando, como supongo, debéis a menudo tratar con varones de mollera espesa y entendimiento tan enmohecido como sus arterias. A lo que oí, en la Corte de Olar os rodeáis más de embotados vejestorios que de gallardas y despiertas mentes.

– No debemos exagerar -sonrió Ardid, levemente mortificada-; ya sabéis lo que las malas lenguas resentidas pueden propagar.

Y añadió, sin saber muy bien por qué:

– Lenguas son sólo lenguas…

– Indudable, lenguas son sólo lenguas -asintió Leonia, con escaso entusiasmo-. Y volviendo a lo nuestro, creo que, si llegamos a un acuerdo, debemos tratar ahora las mutuas condiciones…

Como mujeres que eran de talento en tocante a cálculos, regateo, sagacidad comercial y finura en detalles, estuvieron un rato en lo que la Reina Leonia llamaría el tira y afloja de los negocios. Y aún no declinaba el sol cuando escanciaron nuevas copas y brindaron otra vez con mejillas impregnadas de atardecer, y ojos que aún retenían su resplandeciente despedida. El feliz acuerdo de aquel matrimonio había sido llevado a cabo.

– Ahora -dijo Ardid, tras una ligera vacilación-, quisiera conocer a vuestra hija. Pues aunque no dudo será mejor aún de lo mucho bueno que sé de ella, la promesa hecha a mi hijo (cuyo anterior matrimonio no dio el resultado que esperábamos) me obliga a llevar a cabo este requisito.

– Naturalmente -dijo Leonia. Y le propinó un inesperado palmetazo en la rodilla; cosa que llenó a Ardid de confusión, pese a que el vino, poco a poco, la había aclimatado ya a las familiares formas de la Reina isleña-. ¡Es algo muy comprensible!

Tomó del carrito una campanilla de oro -que encantó a Ardid como el más precioso juguete podría encantar a la más pobre de las niñas- y la hizo tintinear alegremente sobre su cabeza: de forma que todas las aves se soliviantaron en guirigay ensordecedor. El imponente Guardián del Jardín Privado asomó prestamente rostro y orejas para acatar con respetuosa reverencia la orden de que la Princesa fuese conducida a su presencia.

Poco tardó en hacerlo la Princesa. Tan poco, que Ardid, ducha en estas cosas, la adivinó escondida tras la puerta del jardín. A poco, vio avanzar a su encuentro una doncella bonita y graciosa. Sus largos cabellos aparecían caprichosamente enlazados y, a la vez, sueltos con descuido. Sonriente, hizo una ligera reverencia y dijo:

– Mucho me honra, Señora, tengáis a bien recibirme.

– Acércate, hijita, y besa a la Reina Ardid, tu futura suegra. Así lo hizo la muchacha y, al inclinarse sobre Ardid, ésta comprobó la frescura de sus doradas mejillas, la suavidad de sus cabellos de color caoba y la tierna mirada de gacela de sus ojos castaños, bordeados de largas pestañas. «Será gorda si no se cuida -pensó, no obstante, ante la prominencia de sus pequeños pero rotundos senos, y la curva de sus caderas-. Aunque ahora está lo que se llama en buen punto.» Y la besó entonces, tan tiernamente como supo, y sabía mucho.

La Princesa tomó asiento a su lado, en un mullido cojín sobre la alfombra, con envidiable agilidad, superior a la de su madre. Mordisqueó una nuez con dientes blancos, sanos y agudos. «Será buena madre», se dijo Ardid, complacida, comprobando la turgencia de sus desnudos brazos y la lozanía que dejaba al descubierto su amplio escote. «No tiene el encanto ni el resplandor que rodeaba a Tontina -pensó-. Pero es mil veces más conveniente, y además muy bella.» Dando fin a su minucioso aunque disimulado repaso, manifestó a Leonia:

– No podía soñar para Reina de Olar criatura más indicada que vuestra hija.

– Así lo espero -respondió Leonia-. Y ahora, querida hija, termina tu nuez y vete, que la Reina Ardid y yo hemos de tratar aún ciertos asuntos en privado. ¡Ah, juventud! -añadió inesperadamente, con los ojos alzados al incógnito del gran cielo-. ¡Juventud… qué lejos estás, y qué fugaz es tu esplendor!

Con evidentes muestras de contrariedad, que se manifestaron con un ligero puntapié al gato persa de Leonia -súbitamente aparecido bajo las amplias faldas de su madre-, la Princesa se levantó, y dijo:

– No lo dudo, Señoras: vuestros graves asuntos no son aptos para los oídos de una doncella tan ignorante como yo.

Madre e hija se miraron entonces a los ojos: y ambas ofrecían tan idéntico relampagueo, que Ardid no dudó del viejo dicho: «De tal palo, tal astilla». Para romper el tenso silencio que acompañó ambas miradas, preguntó:

– Y, decidme…, ¿cuál es vuestro nombre? Pues ahora caigo en que no me ha sido comunicado.

Leonia murmuró cantarinamente:

– Es cierto, no os lo había dicho… Pues bien, mi hija se llama Gudulina.

– ¡Oh, qué encantadora coincidencia! -respondió Ardid, al tiempo que pensaba: «Ah, pajaronas, ahora veo que llegó a vuestros oídos la poca gracia que hizo a Gudú el nombre de la pobre Tontina… Bien, te llames como te llames, su mujer serás; y, tenlo por cierto, cachorrilla de raposa, le darás tantos hijos como seas capaz».

La Princesa Gudulina -o como quiera que hasta entonces se llamara- desapareció tan graciosa y aterciopeladamente como llegara.

– Linda, fresca y lozana -comentó Ardid apenas la muchacha desapareció-. Creo que tanto debo felicitaros como felicitar a mi hijo, y a mí misma, por unir en lazos de matrimonio a tan deliciosa criatura con el Rey de Olar.

Leonia sonrió con expresión halagada, y de nuevo se precipitó a escanciar vino en la copa. Ambas lo paladearon en menudos tragos y embelesada expresión:

– De mujer a mujer-manifestó al fin Leonia con mirada soñadora-. Os voy a confesar una cosa.

– ¿Qué es ello, Leonia? -se interesó Ardid, llena de curiosidad.

– Pues os confieso, que el verdadero motivo por el que vuestro difunto esposo, mi querido y buen viejo Volodioso -y Ardid no se sintió ofendida por tales expresiones de familiaridad, antes bien, las consideró con cierto regocijo-, no se zampó de un trago mi Reino, es por el profundo convencimiento que tenía, como astuto que era, de que si intentaba tal cosa, yo le echaría toda la piratería encima.

Las dos mujeres no sólo habían dejado la corona en la hierba, sino todo protocolo real, y sus risas se mezclaron durante un buen rato.

– Así pues -inquirió Ardid, aguijoneada por la curiosidad-, ¿es cierto lo que…, en fin, lo que se dice de que tenéis dominados (naturalmente, por vuestro poder y majestad, además de sabiduría) a esos feroces depredadores del mar?

– ¿Qué decís, querida? ¿Sabiduría, majestad?… ¡Oh, Ardid, Ardid! -y le guiñó un ojo, al tiempo que volvía a golpearle la rodilla en expresivo palmetazo-. ¡Oh, Ardid, Ardid!…

Y sus risas subieron de tono, como el vino subía una y otra vez al borde de sus copas.

De improviso, todos los sueños de una niña, o tal vez de muchas niñas, se alzaron suavemente ante y entre ellas dos: una Isla, donde ocurría todo lo que las niñas deseaban o no deseaban. El encuentro y desencuentro de los sueños: la Isla de Leonia, y el mar, que todo lo acepta y todo lo devuelve a la arena. Algo agonizaba y a la vez nacía en el corazón de la Reina de Olar: aquella que fue la pequeña Ardid de ojos de ardilla, la que pudo ver al Trasgo del Sur gracias al Goteo de Luna que anidaba al fondo de su mirada, y la desengañada Ardid, que amó y no fue amada. A veces, el dolor y la alegría se aúnan como viejos y secretos cómplices.

Poco más tarde, se descalzaron y desciñeron los apretados corpiños.

– Ah, qué placer de vida, Ardid -dijo Leonia, ya sin rebozo alguno-. ¡Qué placer de vida, en verdad!… ¡Mil vidas que tuviera, mil veces elegiría esta vida mía!

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