Y así, en la dulzura, intensidad y abundancia de aromáticas libaciones -ligeras como la luz, pero tan embriagadoras como el aire de la isla-, lo cierto es que la noche iba tornándose cada vez más perfumada, espesa y turbadora. Tan suave, ligera y graciosamente como todo lo demás, fueron apagándose las antorchas, las voces y revoloteos de los pájaros. Llegó un momento en que sólo silenciosos y aterciopelados esclavitos atendían acá o allá súbitas exigencias de todo tipo y especie.
Un vasto, hondo y antiguo aroma invadió a Ardid y a sus damas, y a cuantos allí se hallaban. La penumbra, el dulce abandono de la noche penetraba por piel, ojos, oídos, labios y deseos. «Quizás, ésta es la otra cara del amor, tal y como esta zona en que nos hallamos, es la otra cara de la Isla; esa que todos imaginan y nadie conoce…», se dijo Ardid. Amor: una palabra amarga y temida para Ardid. Un grande y muy ostensible amor -en su vertiente desconocida para ella- soplaba como brisa caliente y refrescante a un tiempo, y enardecía sentidos y corazones. Abandonóse al fin sin rebozo a las insinuaciones de aquella palabra. La sensación, no desprovista de melancolía, de que quizás estaba viviendo por última vez algo que, paradójicamente, no había gustado nunca antes. Y como desde hacía rato, o tal vez siglos -¿quién podía ni quería saberlo?-, sentíase poderosamente inclinada a corresponder las mil cortesías y atenciones exquisitas de un cierto Señor del Mar del Norte, de rubias trenzas y ojos azules -cuyo vigoroso aspecto dejaba tamañito al propio Volodioso-, despertó al tiempo que adormecía sobre un antiguo y recién revelado secreto, y accedió a seguirle por la frondosa senda que partía del diminuto jardín de los Banquetes hacia el lado más cálido y hermoso de la Isla de Leonia.
Abandonada en sus brazos, contempló el famoso, diminuto y fascinante archipiélago donde, según la inocente Dolinda, se llevaban a cabo los deshonestos comercios de la peligrosa Reina. Una vez allí, no tuvo el menor inconveniente en visitar el Flotante Palacio de tan atrayente como estremecedor Señor, ni en conocer su litera, amplia, mullida y tan mecida por el mar como por el vino y el amor.
Al borde del amanecer, en ornada y mullida barca repleta de cojines, se sintió portada no podía saber por quién, no sabía por qué ruta -si rodeando la Isla o volando sobre ella-; y tan discreta como delicadamente fue devuelta a su cámara, que cuando ya muy entrado el sol de la mañana se despertó, no sólo no sintió rubor, remordimiento, vergüenza, temor o cosa parecida, sino que, muy al contrario, saludó gozosamente al día. Comprobó las huellas que la noche y la hermosura de vivir habían dejado en sus ropas, cabellos y piel misma. Y no sólo no se lamentó de ello, sino que, aunque secretamente, deseó que la buena Leonia tuviera la ocurrencia de celebrar prontamente, antes de que se iniciase su regreso, otro ágape, en su honor o en el honor de quien mejor le pluguiese.
Como adivinando aquellos deseos, siguieron aún algunos días, con sus noches y sus ágapes, antes de que Ardid lograra explicar con detalle la misión que allí la llevara. Tratábase de que una vez concertada la boda, el Rey Gudú, rompiendo la costumbre de celebrar en Olar sus esponsales, acudiría a la Isla y en ella se celebraría la boda. Y una vez ésta consumada, con la nueva Reina regresarían todos al tan remoto como frío Olar.
Leonia no ocultó el alborozo y curiosidad que despertaban en ella conocer a tan famoso como joven Rey, y se aprestó a enviar emisarios y a su más lucida nave para que pudieran recibirle en el puerto, con el honor y boato que tan regio Señor merecía, portarle luego a la Isla y allí, con suntuosidad que prometía sobrepasar la más encendida imaginación, celebrar los esponsales. Y arrullada por la grata ilusión de prolongar, aunque fuere siquiera un poquitín más, la estancia en tan maravilloso lugar, Ardid, no obstante, no perdió el tino hasta el punto de olvidar el envío a su querido hijo, en sellado y cerrado pergamino, de advertirle no olvidara cambiar sus ropas de soldado por traje más digno, tomase un buen baño y acicalase sus bellos, rizosos, pero ásperos y aún menos perfumados cabellos.
El Rey no se hizo esperar. Rápido en sus decisiones como en el manejo de la espada, lo cierto es que pronto apareció en la Isla: brusco, contundente, atezado, dominante e imponente. La misma Leonia, al verle, pareció impresionada. Y dijo:
– Querida Ardid, tenéis un hijo de aspecto a todas luces prometedor. Y tendría gran interés en conocerle un poco antes de entregarle a mi hija, pues, como madre -suspiró tan falsa como delicadamente-, comprenderéis el interés que me guía: deseo cerciorarme personalmente de sus cualidades. Mi intuición y experiencia de vieja mujer y vieja Reina -y aquí nuevamente una encantadora sonrisa veló su voz- me inclinan a creerlo dueño de muchas virtudes.
– Así lo comunicaré a mi hijo -respondió Ardid, aunque diciéndose, para su capote, que esperaba que Gudú no defraudara tales esperanzas. Pues comprobó, con inquietud, que si bien éste se había bañado y peinado y vestido con bastante decencia, distaba mucho de albergar las exquisitas maneras y el aspecto usuales en la Corte de Leonia.
No obstante, la Reina pasó con Gudú dos días y dos noches, en profundo coloquio y a no dudar minuciosas recomendaciones. Pasados los cuales, devolvió al joven Rey a su madre, con la siguiente observación:
– En verdad os digo, Ardid, que vuestro hijo Gudú ha satisfecho ampliamente mis esperanzas, y tal como presumí en un principio, reúne la arrogante y soberbia severidad del soldado con las cualidades del más experimentado y sabio varón. Oh, Ardid -añadió en tono más bajo y confidencial, súbitamente desprovisto de toda ceremonia o falsedad-, ¡quién fuera Gudulina!
Ardid quedó muy halagada, si bien un tanto sorprendida del grado de inteligencia y habilidad diplomática de su desconcertante retoño. Pero quedó aún más sorprendida y desconcertada, si cabe, cuando, a su vez, preguntó a Gudú sobre la impresión que le había producido la Corte, las gentes y la Reina misma. En la breve entrevista que tuvo con la Princesa Gudulina, en la que ésta se mostró candorosa pero no estúpida, inocente pero no ignorante, delicada pero no melindrosa, Gudú había asentido con aprobación. Pero en respuesta a su otra pregunta, le confió:
– Gente rica, suntuosa y efímera; durarán poco.
Con lo que nada de extraño tuvo la prisa con que dio remate a una ceremonia nupcial esplendorosa, y tras la que se inició el regreso a Olar.
En su última noche en la Isla, Ardid despertó de madrugada, en un gran silencio. Con súbita decisión, empujada por una curiosidad irreprimible, saltó del lecho y salió de su cámara. Atravesó estancias, descendió escaleras, como si una voz inaudible la condujera. Parecía que el Palacio entero, y la Isla misma, estuvieran deshabitados, no en aquel momento, sino a través de tiempo y tiempo.
Ardid se estremeció, pero su curiosidad fue siempre más grande que sus temores, y, resueltamente, aunque con el corazón palpitante, se dirigió hacia la parte oculta de la Isla: aquélla donde se desplegaba la sensualidad, la dulzura de la vida y todo el placer que ella había conocido. «Sólo a partir de la medianoche se penetra en el archipiélago secreto; sólo a partir de la medianoche, hasta el alba… y yo sé que es el tiempo exacto de los prodigios, de la magia y de los sueños», se dijo. Porque así la había instruido su amado Hechicero, y así lo había confirmado su amado Almíbar, y así lo había reafirmado su amado Trasgo.
Salió al fin, hacia el sol que brotaba lentamente tras los arrecifes, más allá del embarcadero de los Reyes del Mar. Y cuando, por fin, con sus pies descalzos, pisó los guijarros y la arena, el sol asomó enteramente sobre el agua. Entonces, Ardid se detuvo, asombrada, ante un paisaje desconocido. Allí no había ancladas naves, suntuosas y doradas, ni vestigios de fiestas ni placer. Un espectáculo desolado, desierto y reseco se ofrecía a sus ojos. Y el sol naciente únicamente arrancaba destellos a un suelo rocoso, sembrado de cascotes; trozos de loza o mosaicos que algún día fueron hermosos; trozos de espejo roto, que a los primeros rayos del día semejaban estrellas efímeras, fugaces.
«Dios mío -se dijo Ardid-. Todo era un sueño, o un recuerdo… Todo esto son los restos de los sueños, de los piratas que el mar devuelve a la tierra, por inútiles…» Y corrió, corrió, sin sentir el dolor de las heridas que abrían cascotes y rocas en sus pies descalzos, a sumergirse de nuevo en el lecho de su cámara: con los ojos cerrados, y diciéndose que todo aquello no había sucedido, que sólo era el sueño de un sueño, o de miles de sueños…
Le pareció a Ardid que en un soplo había pasado su tiempo cuando, consumada la boda y precedidos por la Nave Nupcial, alejábase con su pequeña escolta de damas, llorosas y suspirantes, de aquel lugar. Junto al último resplandor del sol se borró, tras suave y dorada bruma, la Isla de Leonia. Un frío conocido, pero infinitamente más triste que nunca le pareciera antes, la obligó, tanto a ella como a sus damas, a envolverse en chales. Y, mordiendo el largo lamento que huía de su garganta, se dijo que, por vez primera, entendía las ya lejanas palabras de Volodioso, cuando dijo que la Princesa Salvaje no era una mujer ni un amor. En el cada vez más difuso contorno de la Isla de Leonia, Ardid supo que se despedía para siempre del último jirón de su, tal vez, desaprovechada juventud.
XVII. LA IRA Y UN CORAZÓN CON LEYENDA
Contrariamente a lo ocurrido con Tontina, el Rey Gudú pareció muy satisfactorio y agradable a la Princesa Gudulina -ya Reina de Olar-. Desde su primera noche en la Nave Nupcial, mostróse hacia su esposo tan bien dispuesta y placentera, como arisca y altanera su antecesora. Y tranquilizado al respecto, Gudú pasó con ella muy agradables días y noches; y en todo lo que duró el viaje, no dudó en felicitarse y felicitar mentalmente a su madre por elección tan conveniente. Pues si Gudulina era poseedora de auténtica doncellez -cualidad que Leonia estaba no sólo lejos de poseer, sino tan siquiera de recordar-, de su madre había heredado el fogoso temperamento que un joven Rey de la catadura de Gudú había menester. Y así, no sólo halló en él simple atractivo -algo que poseía desde niño, pese a no poder considerársele bello en el estricto sentido de la palabra-, sino algún encanto rudo, pero muy intenso, despertaba desde muy tierna edad y se hacía evidente a gran parte del sexo femenino. Prueba de ello fue que la propia Leonia no fue ajena a él, sino muy al contrario, como se apresuró a dar a entender al propio interesado.