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También Volodioso experimentaba un aborrecimiento: el viejo Castillo donde había nacido y donde vio morir a su madre. Mandó construir otro, más hacia el Oeste, precisamente junto al gran Lago de las Desapariciones, donde un día flotaron los cadáveres del Herrero y su joven esposa. Volodioso no prestaba atención a estas historias, en cambio, le gustaban los abedules, los arces y los hermosos bosques que lo rodeaban.

El nuevo Castillo creció como su poder, y en sus vertientes nació la ciudad que llevó el nombre de Olar y fue capital del Reino. A lo lejos, el viejo Castillo de Sikrosio recortábase oscuramente en el atardecer, tras el incendio de que fue pasto. Y nunca llegó a desaparecer el negro hollín de sus piedras, ni siquiera cuando, años más tarde, fue restaurado con gran generosidad por Volodioso, y donado, junto con sus tierras y nutrida guardia, a su medio-hermano Almíbar. Desde el día en que murió Sikrosio, todos en Olar -incluido el Rey- le llamaron el Castillo Negro.

Tras varios años de reinado, y precisamente cuando su popularidad decaía -la mano de hierro de Volodioso hizo añorar a más de un resentido o estúpido los tiempos del Margrave Sikrosio-, irrumpieron en Olar las Hordas Feroces sembrando el pánico e invadiendo, con ánimo poco amistoso, las aldeas de las praderas.

Volodioso acudió prestamente con sus huestes. Combatió, arrojó y persiguió a los Diablos Negros con tal ímpetu, astucia y valentía, que nuevamente ganó la incondicional lealtad de sus súbditos. Creció así la admiración y el respetuoso temor hacia un hombre que, por vez primera, trajo a Olar, clavadas en lanzas, las cabezas de dos jefes esteparios: el temible Krejko y el sanguinario Hukjo. Y aún hizo más: las decrépitas fortificaciones del Este, que con tanto esfuerzo levantó el Conde Olar y con gran desidia abandonó Sikrosio, fueron rehechas y avanzaron hasta las mismas estepas. Reconstruidas y reforzadas, ondearon en ellas las enseñas del Reino, sobre el horizonte del miedo.

Estaba aún fresca la gloria de esta victoria, cuando el vecino País de los Weringios fue sacudido por una invasión inesperada: del Sureste, por aquel mismo camino que a través de las Lisias abrieron al comercio, cayó sobre ellos la piratería sureña. Sarracenos, mercenarios de la estepa -restos de antiguas tribus, olvidados reyes nómadas- sorprendieron a los pacíficos y confiados weringios. Desolado, el Rey Wersko pidió ayuda a su vecino, el fuerte y poderoso Volodioso.

Pactaron sensatas condiciones, y concertaron el matrimonio de Volodioso con la hija de Wersko -aunque ésta, a la sazón, contaba seis meses de edad-. No obstante, el matrimonio se efectuó por poderes -era la clave de importantes acuerdos para Volodioso-, y sólo entonces avanzó, con su poderoso ejército, hacia los invasores. Arrojó del país a piratas y mercenarios e hizo numerosos prisioneros. Aún más: empujado por su irreprimible curiosidad, avanzó por la estrecha cinta que atravesaba las Lisias y pisó, por primera vez, el legendario Sur.

Nunca antes había visto el mar, y se mantuvo largo rato en silencio ante él. Luego atacó, venció, sometió y anexionó aquellas tierras a sus dominios. Se enamoró de los viñedos, del sol, de las costumbres de aquellas gentes. Probó por vez primera el vino -que tuvo gran importancia en su vida y en esta historia- y, desde aquel momento, apartó la cerveza de su mesa. Se apropió de todos los viñedos y despojó sin miramientos a sus dueños y cultivadores. Año tras año, en largas caravanas, mandó transportar el vino del Sur hasta su Castillo de Olar, junto al Lago. Pero nadie supo jamás el sobrecogimiento, la timidez, que aquel mundo le inspirara: hasta el punto de que fue más cruel con los que allí le ofrecieron resistencia que con cualquier otro. El mar también le dio miedo.

La conquista y sometimiento del Sur no fue en verdad empresa fácil. Hubo de batallar duramente y mucho tiempo, y escarmentar sin piedad a los innumerables príncipes, margraves, señores y villanos que se resistieron a su brutal avance. Los menos se rindieron sin lucha.

Una vez dominado el Sur, instaló allí gobernadores y dignatarios; pero toda su tierra era él. Luego, de regreso a Olar, traicionó al Rey de los Weringios, que durante todas las campañas había sido sólo un pálido figurón a su lado. Con el pretexto de que la Princesa -su esposa de seis meses- había muerto en circunstancias extrañas, acusó a Wersko de incumplir sus pactos y promesas. Lo mandó encarcelar, y luego se proclamó Rey de los Weringios. Su país pasó a ser territorio de Olar, de forma que su Reino se ensanchó al Sureste, avanzó a través de las Lisias, atravesó el Sur y se detuvo en el mar. Es verdad que, el resto de su vida, tanto weringios como meridionales, revuelta tras revuelta, no le dieron reposo. Pero acabó agotándoles, y lo cierto es que los exprimió como a un limón.

Mantuvo durante toda su vida continuas luchas con los jinetes de la estepa, y al fin de sus días, estos Diablos Negros se convirtieron en su obsesión. No logró acabar con ellos, pero las fortificaciones del Este no retrocedieron. Lo cual, dado el tipo de gentes con que trataba, era mucho.

En cuanto al País de los Desfiladeros, permaneció a lo largo de estos acontecimientos inmutable y cerrado como un gigantesco molusco. Y con buen olfato, Volodioso no molestó jamás a Tersgarino, ni Tersgarino le molestó a él.

En rigor, el reinado de Volodioso fue una sucesión de guerras cruentas y gloriosos triunfos. Sometió y expolió de tal modo a nobles, señores y vasallos, que éstos apenas osaban mover los párpados en su presencia. Creó un ejército fuerte y poderoso, y su leyenda creció junto a su poder. Al fin de sus días es posible que dominara más por su prestigio que por su verdadero valor: pero, en puridad, lo uno no hubiera llegado sin lo otro. Amargó la vida a muchos, satisfizo a unos pocos, engrandeció a alguno. Construyó bastante y destruyó a mansalva. En general, fue más temido que amado, mas no debió existir otro mejor ni más fuerte que él, puesto que nadie le arrojó del trono ni le despojó de su Reino.

Bajo su mando nacieron ciudades, pueblos, villas, monasterios, abadías e iglesias. Roturó parte de los bosques y la selva, y ensanchó la zona Norte con tierras de cultivo. Permitió y protegió caravanas de mercaderes hacia el Sur, que importaron tejidos y especies, y trajeron el papel a Olar. En las calles de las ciudades y villas abriéronse por primera vez talleres artesanos y, aunque tímidamente, comenzaron a florecer pequeñas industrias: tintoreros, alfareros, tejedores y artesanos de varios tipos llegaron de otras tierras y se instalaron allí donde, poco antes, tan sólo circulaban carretas, campesinos, leñadores, gallinas y perros famélicos. Amuralló las ciudades y villas y, aunque redujo al mínimo el poder y privilegio de los Abundios, enriqueció sus monasterios con sabias y oportunas donaciones.

Hasta el final de sus días fue rudo, ignorante, valiente, astuto y desconfiado. Implacable con quien lo creyó oportuno y magnánimo con quien le convino. Pero fue un gran Rey y, sin él, Olar jamás hubiera soñado con llegar adonde llegó.

Hasta que, una mañana de otoño, arribó para Volodioso, como para otro cualquiera, la oscura nave que remolca el último día de la vida.

III. LOS BASTARDOS

El Conde Tuso era un hombre alto y enjuto, de rostro muy pálido. Usaba largas ropas negras y un gorro de fieltro, también negro, rodeado de pieles de castor. En Olar nadie osaba oponérsele, pues de su afilada lengua y retorcida astucia provenían muchas muertes y calamidades, tanto a nobles como a villanos. Su ambición era desmedida, y como, a partir de los últimos años en que Volodioso se tornó más lento y pesado, él era en quien descansaba y de él dependía la suerte de cuantos componían aquella Corte, y aun el país, no podría extrañar a nadie que Tuso fuera a partes iguales adulado y aborrecido. Pero no sólo era su siniestro prestigio lo que influía en el temor que inspiraba, sino también -y era famosa la tendencia visionaria y supersticiosa de los olarenses- su vidrioso origen.

Hacía ya de esto muchos años, cuando la gloriosa -aunque no muy honesta- anexión del País de los Weringios; el Rey, entonces, lo trajo consigo a Olar. Lo presentó como hombre sabio y prudente en extremo, cosa que era cierta, aunque no pudo alabar jamás su lealtad sin despertar sospechas, ya que hasta aquel momento el Conde Tuso había desempeñado el cargo de Consejero en la Corte de Wersko, lo que no impidió que conspirara contra su Rey en favor del más fuerte. Además de saber leer y escribir a la perfección, era muy entendido en matemáticas y alguna ciencia más, no confesada, pues Volodioso -que no desmentía así su origen olarense-, no vacilaba en enviar a la hoguera a quien en tales cosas se propasaba. Su gran eficacia como administrador y su gran astucia le elevaron, en la poderosa pero ignorante y confusa Corte de Volodioso, al codiciado puesto de Consejero. Envidiado y execrado a partes iguales por cuantos componían aquella Corte y sus variados escalones, últimamente este hombre era quien manejaba el país, pues sólo Volodioso no sabía que se estaba haciendo viejo.

Aunque le sobraban artes y poder de manipulación para ello, el Conde Tuso no deseaba en modo alguno alcanzar una corona. En repetidas ocasiones lo demostró. El oficio de Rey no le agradaba en absoluto, antes bien, lo consideraba molesto. Una corona era excesivamente pesada para ser portada, según sus propias palabras, «por hombres de cuerpo débil y mente poderosa». Prefería, según se deducía, gobernar agazapado tras un trono, no encaramado a él. Más fácil resultaba así zafarse de los errores y aprovecharse de los aciertos, cosa en la que demostraba la máxima habilidad. Su lengua y argumentaciones eran tan afiladas como sagaces: bastaba recordar cómo, gracias a la acertada manera de utilizarla, supo librarse no sólo de la horca o el descuartizamiento -fin al que estaban destinados la mayoría de los weringios, tanto si apoyaron a Volodioso como si se le opusieron-, sino que además había hecho muy buena fortuna junto al que exterminó a sus hermanos de raza y a su propio Rey, a quien hasta entonces sirvió como ahora a Volodioso.

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