Tenía un ojo azul y otro amarillo. Estos ojos, dotados de un enorme poder de sugestión, le habían servido para evadirse de no pocas acechanzas y peligros. Cada vez que algún ingenuo osó acusarle de deshonestidades, malversaciones, usura, brujería o pactos con el Maligno, le bastaba mirar fijamente a su acusador, y en un breve pero sustancioso discurso, salían de sus labios tantos y tan sutiles argumentos de autodefensa como rayos de sus ojos. Hasta el punto de que, el acusador, se convertía lentamente en tembloroso acusado y, al fin, temblando como una hoja, o más mudo que un pedrusco, daba con sus huesos en la prisión o en la hoguera.
Estas particularidades habían conseguido hacer del Conde Tuso una figura muy poderosa. Y aunque muchos guardaban alguna ofensa o desdicha proveniente de su persona, y aun sintiendo repulsión por su figura, sus negros vestidos cubiertos de caspa, y el sudor que mantenía húmedas sus manos de uñas amarillas, no dejaban de sonreírle, adularle y colmarle de regalos, sabedores de que caer en su desgracia era caer en la desgracia total.
Durante los últimos años del reinado de Volodioso, el país pareció inmerso en una calma densa e insólita, apenas turbada por las rencillas suscitadas entre los propios nobles que, aburridos, se dedicaban de cuando en cuando a atacarse entre sí. «En verdad -se decían-, el Rey ha envejecido.» Por contra, Tuso había adquirido un poder casi absoluto y una gran seguridad en sí mismo. Vivía en el propio Castillo de Olar, donde se había instalado definitivamente la ruda y tosca Corte de Volodioso. Tuso no tenía mujer ni hijos, no se le conocía otra pasión que el poder, el oro y, de tarde en tarde, el viejo buen mosto del Sur, tan apreciado también por el Rey y todos los habitantes de Olar.
Entre los largos y helados pasillos del Castillo, donde en invierno resbalaba la humedad a lo largo de sus muros, en las estancias donde gruesos tapices y pieles intentaban abrigarles de las inclemencias de su región, comenzaron a circular rumores: decíase que el verdadero ascendiente de Tuso sobre el monarca no residía en su astucia y tino administrativo -cosas innegables-, ni en magia ni maleficio alguno, sino acaso en una verdad muy simple: debido a la particularidad de aquellos ojos suyos, cada vez que Tuso exponía ante el Rey alguna acusación, consejo o simple sugerencia, miraba al monarca de frente, y éste, indeciso ante el ojo amarillo y el ojo azul, intrigado por saber con cuál de ellos le miraba y, a su vez, a cuál de ellos dirigir la propia mirada, pasaba el tiempo en este dilema, desentendiéndose de todo lo demás. De este modo, sellaba y asentía a todo cuanto Tuso fingía consultarle, cuando, en verdad, sólo ordenaba a su propio Rey. Así las cosas, y ante la decadencia cada día más ostensible del monarca -pero de cuya apreciación guardábanse todos de manifestarse enterados-, los cortesanos se preguntaban, inquietos, quién sería, por fin, designado como sucesor del Gran Volodioso.
Empezó a correr el rumor, y al fin se comprobó, de que el Conde Tuso había elegido ya entre los hijos del Rey aquel que debería ser el heredero de la Corona. Todas las apariencias indicaban que su dedo largo y huesudo había señalado -aunque sin manifestarlo jamás con palabras- al primogénito del Rey, el mayor de los hermanos Soeces.
Estos hermanos, pelirrojos y de grandes dientes -aun con la boca cerrada sobresalían de sus labios-, eran fruto de los amores de Volodioso y una tal Condesa Soez, vieja amante del monarca. Se contaba que esta Condesa fue, en su momento, la tierna y dulce amante de Wersko y, según se rumoreaba, el motivo que unió, en aquellos días de traición y maquinaciones, los destinos de Tuso y el Rey de Olar. Cuando éste la conoció, la Condesa no rebasaba los trece años, pero tan bien desarrollada y hermosa aparecía, y tan resplandecientes eran sus rojos cabellos, que Volodioso al verla quedó mudo de admiración.
Tuso -entonces Consejero del infeliz y confiado Wersko- se apercibió en seguida de la impresión que la joven causaba en Volodioso. No tardó en favorecer aquellas inclinaciones, y se dedicó de lleno a hilar la sutil madeja de cuyo cabo se devanó más tarde la maraña de las traiciones y calumnias que hundieron para siempre al Rey Wersko. Malas lenguas aseguraron -aunque sólo tenían el valor de chismes susurrados por damas ociosas- que cuando Volodioso preguntó el nombre de la tierna y sugerente condesita, Tuso se apresuró a informarle que era la viuda de un tal Conde Soez, barón de grandes virtudes, pero que tuvo la mala ocurrencia de desposarse con tan apetitosa criatura estando ya, como vulgarmente se dice, con un pie en la sepultura. Sea por la emoción de semejante boda, sea porque ella misma diole el último empujoncito, al día siguiente a sus esponsales, el viejo Soez murió. Al oír estas cosas, Volodioso explayó sus sentimientos -nunca fue un hombre refinado- en grandes carcajadas.
– ¿Soez? -gritaba, alborozado-. ¿Cómo es posible que alguien se llame así?
El Conde Tuso respondió con gravedad:
– Ciertamente, Majestad: del noble tronco Soez, de la muy antigua rama de los Soeces.
– Ah… -dijo Volodioso, un tanto arrepentido de su ignorante explosión. Y no volvió a mofarse de aquel nombre.
Por su parte, ella le dio seis hijos, de los que vivían cuatro. Se había convertido en mujer muy gorda, dedicada a comer en abundancia, dado que la gracilidad de su talle ya no debía seducir a nadie. Vivía en el Sur, en un pequeño castillo donado por el Rey. Sus hijos permanecieron con ella mientras fueron muy niños, pero a partir de cierto incidente, en la actualidad habitaban en la Torre Sur del Castillo de Olar.
Los muchachos eran sucios y groseros. Vivían hacinados junto a sus perros y criados, y jamás se quitaban -ni para dormir ni en el cambio de las estaciones- sus jubones de cuero mugriento, dentro de los cuales tiritaban en invierno y cocíanse en sus propios jugos en verano. Tan estúpidos y brutales se mostraban en todo instante, y sus risas -absolutamente desprovistas de matiz humano- resonaban hasta tan altas horas de la madrugada, que viéndoles y oyéndoles su padre no podía evitar el revivir, en ellos, la aborrecida imagen del Margrave Sikrosio. Rodeados de sus lebreles y halcones, de sus sirvientes -tan groseros y sucios como ellos, y por añadidura ladrones-, eran aborrecidos por todo el mundo.
Una puerta medio oculta de su torre llevaba, a través de la muralla, al Pasadizo de las Liviandades. Por él traían a su guarida, cuando tal les apetecía, algunas mujeres -generalmente a la fuerza, ya que eran comúnmente robadas por sus criados en las alquerías y burgos vecinales-. Como su abuelo, se dedicaban al bandidaje y a cometer toda clase de abusos y tropelías. Pasaban el tiempo en estas cosas y jugando a los dados con los soldados, o ejercitándose en las armas. Sólo el menor de ellos, que era aún muy niño, aunque tan ruin y brutal como sus hermanos, había heredado, en cambio, la gran belleza de su madre y una grande y solapada picardía.
En pago a sus buenos rendimientos, Volodioso casó a la Condesa Soez con un antiguo y pobre vasallo que había ascendido en la Corte gracias a sus notables conocimientos en música y poesía. En la rudeza de aquel ambiente, sus buenos modales y su encanto natural le hicieron casi imprescindible en cualquier reunión donde hubiese damas. En ocasiones, él había amenizado los festines con la cítara y el laúd. Incluso había compuesto alguna cancioncilla, y el Rey, que secretamente admiraba estos dones, fue generoso con él. Todos le llamaban Caralinda, pues tenía, ciertamente, una linda carita de niña. Pero era desmedrado y, a pesar de que intentaba disimular la imperfección de su cuerpo rellenando sus trajes de crin y lana en bruto, no lo conseguía. Con los años, y dada su afición a comer -pasó hambre en la infancia-, se volvió tan mofletudo, que apenas se veían bellos sus ojos bordeados de largas pestañas.
Pero como la Condesa Soez era, en honor a la verdad, estúpida y holgazana al máximo, y se aburría en sus solitarias tierras dedicada a la gula y la pereza, había abrumado con mensajes y súplicas al Rey hasta que consiguió que la casara con Caralinda. Tras la ceremonia en Olar, la Soez regresó al Sur con su marido, algunos regalillos y un fraile para la capilla. También les adjudicó una pequeña propiedad, y procuró olvidarles.
Pero no había transcurrido mucho tiempo, cuando Volodioso recibió otro mensaje de la Condesa: ésta le comunicaba que, aunque había resuelto que a Caralinda no le placían en absoluto las mujeres sino lo contrario, el hecho no revestía gravedad para ella: sus propios apetitos carnales, decía la carta, hallábanse a la sazón muy amortiguados. Por contra, mucho se reía y divertía con las ocurrencias y amoríos del pobre Caralinda, viéndole correr tras villanos y pajes, y alguna que otra vez le conmovió con sus desgarradoras baladas de amor imposible. En lo tocante a sus hijos -y éste era el verdadero motivo de su carta-, estaba, como vulgarmente se dice, harta de ellos. Cierto día, sin ir más lejos, habían colgado a Caralinda por los pies de una higuera, y si no fuera porque tuvo a tiempo noticia de ello, hubieran acabado con la vida del infeliz. De modo que, junto al mensaje, la Condesa devolvía al Rey a los muchachos, «por si -la carta estaba redactada en muy buenos términos por el fraile- el Rey veía alguna cosa buena en que ocuparles tal como el oficio de las armas. O si, por contra, tenía a bien desterrarles o deshacerse de ellos, puesto que sus hijos eran».
El Rey no se sintió en absoluto complacido con aquel envío. Desde un principio experimentó una irreprimible repugnancia por tan sucios y obtusos vástagos. Pero apenas comprobó que eran fuertes y muy bien dispuestos para el manejo de las armas, los entregó a su Maestro en tal menester. Pronto se confirmó que aprendían bien y rápido, y que el mayor daba incluso pruebas, si no de verdadera inteligencia, sí de una taimería pérfida y poco común que le valió el sobrenombre de El Zorro. Entonces los admitió y reconoció como sus hijos y, aunque en espera de alguna decisión más categórica sobre su futuro, los alojó en la herrumbrosa y húmeda Torre del Sur.