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Más tarde, el barón comentó con sus íntimos -nobles compungidos y estrujados como él- que ojalá, en vez del torpe Sirko, hubiera un primogénito en la familia del Margrave como el joven Volodioso. De pronto, el más apagado, magullado y temeroso de aquellos dignos y ultrajados señores, que a la chita callando se reunían de cuando en cuando en el Castillo de Arniswalgo -ya que no a otra empresa más enérgica, al menos a poner de vuelta y media al Margrave y sus allegados-, dijo: «Volodioso es el único de esa familia con piernas que lo parecen: no un par de pezuñas a los costados».

Y esta afirmación, al parecer banal, reafirmó en todos la naciente confianza que habíales inspirado Volodioso. «Así es de curiosa la humana naturaleza», pensó Volodioso, que espiaba escondido tras una barrica de manteca.

Y no dejó apagar aquel tímido pero cálido rescoldo de interés y confianza hacia su persona. Se las apañó para frecuentar la compañía de los nobles estrujados y, poco a poco -ellos no hubieran podido decir cómo llegaron a reunir semejante valor- acabaron haciéndole el tesorero de sus muchas quejas y amarguras.

– La justicia y la paz se impondrán en Olar -juró al fin Volodioso, solemnemente, besando la cruz de su aún muy nueva espada. Y aunque esta promesa era tan vaga como hermosa, todos los ofendidos y despojados sintieron renacer su marchita esperanza.

En cuanto a los hijos de Arniswalgo, tres muchachos de naturaleza leal y valerosa, tan poco recelosos como su padre, desde entonces fueron los camaradas entrañables del joven segundón. De tal forma se exhibió ante ellos Volodioso, aunque mucha violencia costaba a su ruda naturaleza, que largo hablaron luego los jóvenes de su inteligencia, valor y espíritu justiciero. Entre jarra va jarra viene de dorada y espumosa cerveza, suspiraban porque no les hubiera tocado en suerte un Margrave como Volodioso, y no el energúmeno desastrado de su padre. Pero no hacían nada para conseguirlo.

Estaba ya en puertas el otoño, pero el verano mostrábase rezagado. Y como suele ocurrir en estas ocasiones, el fuego del estío se arrastraba de forma lenta, sinuosa y muy desazonadora: buen clima para revueltas, ira, amor o locura. El fino olfato de Volodioso así lo percibió en el aire de aquel amanecer en que, por fin, llamó aparte a su hermano Sirko. Eligiendo una estancia un tanto lóbrega que daba sobre las mazmorras, pero que, por ello, parecía más fresca que las demás, mandó traer cervezas y jarras. Al fin a solas, dijo a su hermano:

– He meditado mucho sobre nuestra vida y la de nuestro padre. He pensado que tú debías tomar su puesto, ya que él es indigno, hermano.

Sirko quedó estupefacto. Si algo temía en este mundo era a la muerte, al diablo, a la excomunión y a su padre.

Sin darle tiempo a reflexionar sobre tan imprudentes palabras, Volodioso le ofreció cerveza. Y más y más cerveza, hasta que rodó por el suelo y hubieron de conducirle como un saco hasta su lecho.

Entonces, Volodioso llamó al pequeño Almíbar. Hízole escribir una carta dirigida al Abad Abundio: en ella exponía su descontento y el de su hermano hacia su padre y, ofreciéndole su apoyo, asegurábale que si se rebelaba contra Sikrosio -el Abad disponía de soldados y él no-, muchos nobles, aún indecisos, seguirían su ejemplo. Hablóle también de un rey, de un reino: pero en términos tan ambiguos, que cualquiera -incluso el propio Abad- podría sentirse aludido.

A la primera tarde, cuando Sirko despertó de sus vapores, le envió al Monasterio con la carta, en compañía de Roedisio, con quien había mantenido antes secretas conversaciones, mientras éste reía sin cesar, asintiendo con la cabeza. Con mirada soñadora, Volodioso vio partir a sus hermanos hacia el Monasterio. Entonces, quedóse él junto a su padre, manteniendo a su lado al pequeño Almíbar.

Luego, al anochecer, partió secretamente a los castillos y mansiones de aquellos nobles feudales y caballeros que no gozaban del favor de Sikrosio; y aún más, envió emisarios a las partidas de bandoleros que actuaban al margen de las de su padre, ofreciéndoles perdón y un futuro halagüeño en la milicia.

El fruto de sus actividades superó sus esperanzas: bandas de forajidos y proscritos, aventureros sin ley ni techo, al enterarse de sus propuestas, abandonaron a Sikrosio y se unieron al joven segundón. Así pudo comprobar hasta qué punto era aborrecido el Margrave.

Hechas estas cosas, la revuelta del Abad se tornó en guerra encarnizada. Y las huestes de Abundio y Sirko hallaron aun dentro del propio Castillo de Sikrosio sus mejores aliados: Volodioso y sus hombres desde el interior. Fácil es comprender quiénes vencieron.

Pero no es tan fácil averiguar cómo murió Sirko. Acaso Volodioso, en sus secretas conversaciones, instó al imbécil Roedisio a eliminarlo, con la sibilina esperanza de sustituirle en el trono prometido: «Yo seré tu Consejero, tú reinarás en Olar, y yo gobernaré contigo». ¿Por eso se reía Roedisio tanto, cuando llevaban la carta al Abad?…, quién lo sabe. Lo único cierto es que, finalizada la lucha, Roedisio atravesó a Sirko con la espada, junto al foso. Y esto le produjo gozo tal, que revolcábase de risa, entre la sangre.

Sikrosio fue degollado en su propio lecho, donde le sorprendió el asalto, completamente beodo. Malas lenguas dijeron -años más tarde- que fue la mano de Volodioso quien cometió el parricidio. Otros, en cambio, aseguraban haberle visto en aquellos momentos batiéndose en las murallas. El caso es que Sikrosio murió a manos de no se sabe quién. Lo que nadie pudo dudar es que Volodioso fue quien lo hizo colgar -aun degollado-, junto a sus pocos leales, de las horcas que ornaban la Torre Vigía -aquella donde otrora se balanceaban cuerpos de delincuentes o supuestos traidores al Margrave; aquella donde un bello aprendiz de Vigía, desterrado de todo amor entre los hombres, escuchaba el lenguaje de los árboles y de las aves.

Entonces, Volodioso besó la cruz de su espada y, alzándola después a un cielo que, de improviso, se llenó de bandadas de pájaros, gritó; gritó de tal forma, que sofocó todos los ruidos, todos los lamentos y alaridos de victoria que poblaban el aire. Y en aquel grito se abría paso la voz de un niño que decía: «Madre, ya estás vengada».

Después el silencio aún fue mayor, casi irreal. Era un silencio audible, casi podía verse y tocarse. Como bajo una orden encantada, todas las cabezas y ojos aún vivos se alzaron hacia la Torre Vigía, donde había aparecido un raro resplandor. De entre las almenas surgió la silueta de un niño. Era el pequeño Almíbar, y portaba en cada puño un halcón. Dio un pequeño grito, que sonó como el viento entre los álamos, y los dos halcones se lanzaron al vuelo.

Inmediatamente regresaron, llevando entre sus garras una sencilla corona. Con vuelo lento, casi respetuoso, descendieron hasta la cabeza de Volodioso y la colocaron en ella. Luego, remontaron el vuelo y desaparecieron. Y nunca los volvieron a ver.

La institución del Reino y la coronación de Volodioso fueron cosas en verdad tan sencillas como raudas. Volodioso y sus fieles ex bandoleros, pequeños feudales y barones ultrajados redujeron las pretensiones del Abad de forma harto expeditiva: confinado en su Monasterio, despojado de casi todo poder, hubo de contemplar con sordo furor cómo Volodioso subió al trono, Rey y Señor absoluto del recién nacido Reino de Olar.

Poco después de la coronación, Roedisio murió misteriosamente. El viejo Abad, desde su obligado retiro, no se calló, y atemorizó al mismo Volodioso, advirtiéndole que el verdadero Gran Rey de Occidente vendría a deponerle y arrasaría su naciente e ilegal Reino como castigo a sus desacatos.

Al frente de sus mejores hombres, Volodioso se encaminó a las altas mesetas, en cuyas cimas se extendía la tundra que jamás, desde que él vivía, había filtrado ser humano alguno hacia Olar. Allí esperó en vano al Gran Rey que debía castigar su osadía: tres días y tres noches acampó, con sus hombres, mientras el viento batía los árboles y el silencio se hacía extrañamente mineral.

Al atardecer del tercer día, la rara iluminación que durante sus libaciones transfiguraba el rostro de Sikrosio, pareció revivir ante él. Creyó oír en el viento restos de presagios, ecos de alguna incomprensible devastación y, al fin, la voz de su padre: «Y de Occidente, hijo mío… el olvido». Volodioso se estremeció hasta los huesos. Volvió grupas y ordenó la retirada. De aquel Gran Rey amenazante, jamás se supo en Olar.

El Abad Abundio murió de despecho, pero a seguido tomó su cargo el oscuro monje que enseñó a leer a Almíbar. Sorprende considerar la extrañeza que en algunos causaron estas cosas -especialmente cuando, poco a poco, la nobleza fue despojada de sus privilegios, supeditándola en vida y hacienda a la única y total soberanía: el Rey Volodioso-, si hubieran considerado que las manos que ahora regían sus derechos y obligaciones eran las mismas que colgaron el cadáver de su propio padre de la Torre Vigía.

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Volodioso había eliminado de sus planes a sus hermanos legítimos, pero al bastardo Almíbar lo conservó siempre a su lado. Y lo cierto es que el poder de Volodioso creció, y se pegó al trono como un molusco a la roca.

Almíbar, fiel escudero, le seguía a todas partes: incluso le servía el vino, la comida, y velaba su sueño. Pero ni los años ni los cargos más altos cambiaron su naturaleza: seguía inmerso en un mundo inexpugnable de inocencia y sabiduría mezcladas; un mundo donde platicaba con los arroyos y las hojas, con el viento, la hierba y la tempestad. Si había que batirse, seguía de cerca el caballo del Rey -y en cierta ocasión le salvó la vida-, pero aunque conocía el manejo de las armas, y su brazo era fuerte y su naturaleza robusta -aunque espigado y bello-, tomaba con más placer el libro que la espada. Absorto en un ensimismado reino de palabras y ecos, ingenuo y grave a un tiempo, Almíbar aborrecía la sangre.

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