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– Hermano -murmuró Almíbar, arrodillándose ante él-, los pájaros dicen que tú serás el Rey de Olar.

Aquellas palabras conmocionaron al segundón, que no pudo replicarle. Suavemente, le tomó de las manos, izándole del suelo, y, en silencio, regresaron al Castillo.

Prodigiosamente, desde aquel momento, los pájaros casi nunca le abandonaban: venían a su encuentro y le saludaban con gritos que, aunque él no entendía, creía interpretar. Eran siempre los mismos, pájaros humildes, de los que no tienen nombre. Lleno de curiosidad, tomó de la mano a su medio-hermano, paje y escudero. Con él subió a la Torre, y desde allí contempló el horizonte, la inmensa lejanía de donde se avistaba la aparición de enemigos. Hasta allí subieron también los Pájaros Sin Nombre de Volodioso, y escucharon al joven Almíbar -un niño todavía- revelar ingenuamente, sin el menor atisbo de suficiencia o de misterio, como cosas para él cotidianas, sus relaciones con el único mundo que le amaba.

Oyéndole, Volodioso reflexionó y comprendió que si Almíbar fue arrojado de los humanos, sólo los animales y las plantas, el viento y la lluvia, el manantial y el Lago, le acogían en un entendimiento que para él estaba repleto de misteriosos e incomprensibles significados. Así, se enteró también de que Almíbar era instruido a escondidas por el capellán del Castillo. Era éste un monje atribulado, de origen humilde, a quien Sikrosio maltrataba como al más bajo siervo, pero al que necesitaba para que le absolviera cuando, aullando, despertaba sobrecogido por los terrores del infierno. Y ocultaba a todos, pero enseñaba al niño un libro donde estaba escrita la historia de un Gran Rey y un Gran Guerrero.

Hizo Volodioso que Almíbar recitara una y otra vez aquellas historias: hasta el punto de que llegó a aprenderlas casi de memoria. Y tanto pensó y meditó las historias leídas por Almíbar -y otras muchas que ellas hicieron brotar en lo más profundo de su caletre-, que al fin, cierta madrugada, saltó de su lecho y subió a la Torre en busca de su medio-hermano. Había dado al fin con algo que desde hacía mucho tiempo barruntaba y no acertaba a aclarar. Aunque era inteligente, por no tener ocasión de ejercitar este atributo de su naturaleza, sus pensamientos se producían en un curso despacioso, casi tardo. Aunque sagaz, sus conclusiones eran trabajosas y de lenta elaboración.

– Almíbar, hermano mío -llamó quedamente.

El niño oyó la palabra hermano por vez primera, y le dejó transido de admiración, amor y respeto.

– Tengo que hacerte algunas revelaciones.

Dijo revelaciones, en vez de maquinaciones, porque sabía que aquél, y no éste, era el lenguaje que debía emplear en adelante. A seguido, habló abundantemente a su medio-hermano de los pájaros. Y según podía desprenderse de sus palabras -al menos así lo entendía alborozadamente el corazón del inocente niño-Vigía-, aquellas aves le habían encargado la confección de una corona; pero ésta debía ser enterrada en un lugar tan sólo conocido por ellos dos, Almíbar y Volodioso. Luego, el segundón pidió al niño -tan ducho en estas cosas- que confeccionara la tal corona y que amaestrara debidamente dos halcones capaces de transportarla entre sus garras. «Pues, llegado el momento oportuno, les ordenarás que la coloquen en mis sienes.»

El niño, muy alborozado, asintió a todo: no sólo por el gran afecto -aun veneración- que sentía por su poco ruboroso hermano, sino, además, porque estas cosas eran las únicas que sabía y le placía hacer -y para las únicas que, de algún modo, fue útil en este mundo.

– Una vez hecha la corona, la entierras allí donde yo te indicaré y sólo nosotros dos sepamos.

Ocurrieron estas cosas poco antes de que Volodioso cumpliera dieciséis años. Y como poseía méritos suficientes para ello -y tratábase de una de las pocas cosas en que su padre se mostraba justo-, fue investido caballero por el propio Sikrosio.

Con la espada para siempre al cinto, y su vigorosa, ágil y despierta naturaleza aguzada en mil proyectos, comprendió que su momento había llegado. Pudo tomar parte en los encuentros, justas y lides, y procuró en ellos llamar la atención de los más notables señores y caballeros vecinos. Especialmente eligió como blanco de sus exhibiciones -mejor dicho, como principal peón de ellas- a un noble y justo barón, padre de tres hijos (tan justos y nobles como él). Llamábase Arniswalgo, y Volodioso -que no abandonó jamás la vieja costumbre infantil de escuchar bajo las escaleras, o en cualquier lugar que a tal efecto conviniese: tanto si se trataba del barril de un cervecero, como de un montón de heno- sabía que él y sus hijos eran los más disgustados por la tiranía y los excesos paternos. Sabía, también, quiénes se mostraban menos escrupulosos en unirse al mejor postor, y quiénes, entre todos los señores de la Marca, eran los más ruines, mentecatos o simplemente inocentes.

A los encuentros de caballeros que con regularidad impropia a su habitual desorden organizaba el Margrave Sikrosio, acudían la mayor parte de los señores y caballeros: ora por gusto, ora forzados por las circunstancias. En tales ocasiones, Volodioso afinó y aguzó cuanto pudo el dardo de sus ambiciones. Y así, tras muchas noches en vela, le sorprendía el alba entre la algarabía de sus inseparables pájaros. La luz de un nuevo sol le recordaba que había cesado la hora de los sueños y comenzaba la de la realidad.

Distinguióse pronto en los juegos guerreros, no sólo por su bravura, la fuerza de su brazo y el ímpetu de su poderosa naturaleza, y aun arrogancia, sino también por la templanza de su porte -aunque mucho costara a su violento temperamento-, y por la -muy meditada, en verdad- nobleza y aun generosidad de que hizo gala en ellos, sobre todo cuando vencía al contrario -virtudes desusadas en aquella familia-. Sorprendió por todo ello, en verdad, pero aún más por el contraste que ofrecía con el tropel de desaforados que rodeaban su vida.

Tanto el noble Arniswalgo y sus hijos, como otros muchos casi tan nobles y casi tan dignos, aunque amedrentados por el desenfreno de quien debió ser, según pensaban, ejemplo de sus vidas, fijaron por primera vez su atención en aquel joven alto y fornido -más alto y fornido de lo que correspondía a su edad-, que se mostraba tan insólitamente caballeroso, mesurado y digno, tanto en su porte como en sus acciones. A no ser por la intachable virtud y honestidad que distinguió siempre a la Margravina Volinka, muchos hubieran dudado fuese hijo de tal padre.

Aunque Sirko era tan valiente y buen guerrero como Volodioso -o quizá más-, llevaba la imprenta paterna grabada en su torpeza, mala intención y brutalidad. En cuanto a Roedisio, ni que decir tiene que su fuerza -aunque siniestramente efectiva sólo servía para lanzar jarras de cerveza al aire, sin atinar siquiera con el desdichado a quien elegía como blanco de sus necios y ruidosos alborozos. Y aunque hubiera estado en edad de ser armado, ni el propio Sikrosio hubiera osado poner una lanza en sus cortas y pesadas manos; y si alguna vez logró encaramarse a lomos de cualquier bestia -aunque fuera un perro-, sin remedio daba en el suelo con sus huesos: así que su cabeza, naturalmente deforme, la había conseguido adornar, por cuenta propia, con toda clase de bandullones y piqueras. No es raro que Volodioso se despegara del conjunto ofrecido por padre, hermanos y favorecidos.

Cierto día se libró un encuentro a muerte. En rigor, esto había sido prohibido en tiempos del Margrave Olar, pero Sikrosio prescindió de tal cosa -como de tantas otras- y reverdecieron con singular contento, al menos una vez por año, los duelos mortales. Precisamente elegía para ello Pentecostés, con la excusa de que el descalabrado, sin duda alguna, era víctima de la cólera divina, a causa de algún pecado, conocido o secreto.

Llegaron a Volodioso el turno y la ocasión de participar. Y tras vencer a su oponente, ocurrió algo tan inaudito entre semejantes energúmenos -los dignos barones se abstenían de tales empresas y limitábanse a contemplarlas, ahogando sus amarguras y marchitos anhelos de justicia en jarras de cerveza-, que nadie creía ver lo que veía. Cuando todos esperaban que Volodioso atravesara con su lanza al oponente derribado, le perdonó la vida. Muy oportunamente había tomado por contrincante a un pequeño feudal, pobre, marrullero y traidor por naturaleza, que había hecho su fortuna capitaneando una banda de salteadores al cobijo de Sikrosio, pero cuyas indudables dotes guerreras no eran en absoluto despreciables. Con gallardía e incluso gentileza, reconociendo públicamente que así lo hacía por estimar que su oponente había peleado con valor -cosa cierta- y nobleza singulares -cosa del todo falsa-, Volodioso añadió luego, con sagacidad, que no quería privar a su pueblo de un guerrero tan digno y estimable, dado el caso de tener que enfrentarse, un día, con los muchos enemigos que acechaban a Olar.

Tan pundonorosas palabras estuvieron a punto de segar, de puro estupor, la vida del magullado feudal-bandido, llamado Arán. Confusamente oyó las escuetas y muy precisas palabras de su vencedor y, cuando sus escuderos le arrastraban por los sobacos y arrojaban cerveza por la cara -lo único capaz de regresarle al mundo de los vivos-, creyó hallarse manipulado por los ayudantes de Satanás en el aderezo que, según imaginaba, debía preceder a sus eternas torturas.

Una vez terminada la sangrienta fiesta, ya todos embriagados, y antes de dar cuenta del primer asado de los muchos que componían el ágape con que solía rematar Sikrosio estas jornadas, Arniswalgo se aproximó a Volodioso y, en tono moderado -no se fiaba demasiado de aquella familia-, le hizo notar su agrado -y también su extrañeza- por el gesto presenciado. Volodioso compuso entonces su más noble continente -mucho lo ensayó antes, a ejemplo de los caballerosos héroes que, extraídos de su libro, solía hablarle Almíbar-. No comprendía, manifestó, que alguien pudiera sorprenderse ante aquella actitud, pues según su entender, así debía portarse todo caballero bien nacido. Y de este modo se inició una plática -al principio recelosa, luego más suelta- entre Arniswalgo y el segundón, al fin de la cual el anciano quedó muy maravillado.

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