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Cuando, al fin, los dos hermanos se hallaron a solas en la tienda de Gudú, éste le dijo:

– Príncipe, os veo algo extraño…

– No es nada importante -contestó Predilecto- ni debe preocuparos… Lo cierto es que algo se clavó en mi pecho, por accidente, y desde ese momento no veo cómo liberarme de un agudo dolor que me traspasa y al que no hallo remedio.

– Mostrádmelo. Y si algo se os clavó, ¿por qué no os lo arrancasteis?

– Porque no ha sido posible… Cuantas veces lo intenté, cuanto mayor era el dolor, cuanto más parecía adentrarse en mi carne, manaba de la pequeña herida tanta sangre, que así lo he dejado, por temor a desangrarme en el camino.

Y así diciendo, mostró su pecho a su hermano. Y Gudú observó la gran mancha oscura que cubría el cuero de su coraza. Entonces, se aprestó a decir:

– Habéis sido imprudente, hermano: no podéis permitiros perder fuerza ni vida, en un momento en que tanto preciso de vos. Pero aguardad, que Yahek, el antiguo Jefe de los Mercenarios, y ahora soldado de nuestro ejército, conoce remedios, practica tornillos y sabe detener la sangre de las heridas, ya que de su madre, que era ducha en estas cosas, lo aprendió… Ahora reparo en que el Maestro no os acompaña. ¿A qué es debido?

– Aquí os lo explica vuestra Señora Madre -dijo Predilecto. Pero su voz parecía debilitarse y, mientras tendía el pliego a su hermano, sintió cómo llegaba a su límite la fuerza que le acompañara hasta allí. Tan intenso era el dolor de su pecho, que su rostro palideció como el de un muerto. Tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para no desfallecer.

– ¿No me preguntáis por vuestra esposa, entonces.

– ¡Ah, sí, es cierto! -dijo Gudú, enfrascado enteramente en la lectura de la misiva. Y una vez hecho esto, comentó-: Me parece acertado lo que mi madre dice: si ese invento suyo tan prodigioso puede servirme desde allí, mejor será no tener que cargar con lastre tan incómodo como la persona de un viejo torpe y atolondrado. Y por cierto, mi esposa… ¿es tan bonita como su retrato? Porque en estas cosas, sabes que se exagera mucho. Espero no haber sido engañado, pues en tal caso, sabré corresponder con creces a su ultraje.

– Es mucho más bonita -dijo Predilecto, en tanto sus ojos se nublaban y el dolor le arrancaba un frío sudor, y sentía desvanecerse ante sus ojos cuanto le rodeaba-. Más bonita que mujer alguna…

– ¿Qué os pasa? -dijo Gudú, sujetándole por los codos. Y viendo que verdaderamente su hermano ofrecía un aspecto más de muerto que de vivo, llamó urgentemente a Yahek.

El hombre entró en la tienda, sin tardanza. Tendió a Predilecto sobre las pieles que servían de lecho al Rey, le despojó de la coraza, y quedó inmóvil ante la herida que descubrió en el pecho del Príncipe.

– ¿Qué ocurre? -se impacientó Gudú-. Daos prisa, Yahek. Hemos esperado demasiado su regreso, para retrasarnos ahora por un simple rasguño…

– No se trata de un rasguño, Señor-murmuró Yahek.

Y Gudú vio que el soldado palidecía: lo notó por el tono verdoso que súbitamente invadiera su rostro, por lo común tan oscuro como el de un sarraceno.

– Se trata de una grave herida -añadió el soldado-. Y perdonadme, si no puedo curarle.

– ¿Cómo que no puedes? -dijo Gudú, con tal brillo en los ojos, que no dejó lugar a dudas al soldado.

De modo que, aún con manos temblorosas, como quien se lanza a un precipicio, intentó extraer la piedra que tan malignamente se aferraba al pecho de Predilecto. Pero Yahek había olido ya un conocido perfume, del que su madre, siendo aún niño, le había advertido el peligro: las heridas que emanaban tal perfume, si bien eran de dulzura tal como sólo el más precioso jazmín podía exhalar, resultaban mortales. Y es más, nadie debía ni podía curarlas si, a su vez, no deseaba sucumbir del mismo mal. Por tanto, fingió hacer lo que en realidad no hacía, y con las manos manchadas de sangre se volvió a Gudú y murmuró:

– Cerca de aquí ronda, hace unos días, una anciana que se dedica a recoger raíces y hierbas misteriosas. Señor, por sus rasgos, he visto que pertenece a la raza de las estepas, aunque mezclada, como yo, seguramente superviviente de alguna aldea arrasada por vuestro padre. Si a bien lo tenéis, y animada a ello como yo sé hacer, creo que sabrá curar al Príncipe con más tino y delicadeza que yo; o, por lo menos, conocerá algún cocimiento o cosa parecida que le reanime.

– Pues tráela -dijo Gudú. Estaba profundamente disgustado por lo que tenía por un estúpido incidente-. No tardes en volver con ella lo justo, sino menos de lo justo.

Así lo hizo Yahek. La encontró junto a la espesura. Como solía, se hallaba platicando, en suave murmullo, con una muchacha que recientemente acompañaba al Rey y que éste llamaba Lontananza. Ambas enmudecieron al verle acercarse, con lo que Yahek, que tenía mucho olfato para estas cosas, y hacía tiempo le había sorprendido la profusión de hermosas criaturas que rondaban la tienda de Gudú -aparecían y desaparecían de forma harto frecuente-, intuyó cierta oscura relación entre ambas. Aquella vieja, además, le inspiraba ciertas sospechas de brujería. Se dijo -conocedor, por su madre, de algunos aspectos de estas criaturas- que, si como parecía, más bien se mostraba benévola, tal vez podría aprovecharse de ello.

– Buena anciana -dijo con la mejor de sus voces-, si me seguís a donde os conduzca, y obedecéis al Rey, no tendréis motivo para (según vengo observando, sois bruja) morir en la hoguera como está mandado. -Así consideraba Yahek revestidas sus palabras del mayor tacto y delicadeza posibles.

La anciana le miró largamente con sus ojos negros y brillantes, en los que parecía anidar todo el odio de la tierra. Y al sentir aquella mirada, el rudo Yahek notó cómo su piel se erizaba.

– Lindo soldadito -dijo la anciana suavemente, aunque no podría hallarse en el mundo ser más ajeno a tal epíteto-, el hijo de tu madre, de feliz memoria para mí, no debería decir tales cosas. Pero, puesto que, si no acudo a su tienda, el Rey te desollaría antes de quemarme, te acompaño gustosa si con ello he de evitar dos contratiempos tan poco halagüeños.

– ¿Y acaso sabéis vos, asquerosa carroña -dijo Yahek, ya en su forma natural de expresarse y, a pesar suyo, preso de terror-, quién fue la madre que me trajo a esta cochina tierra?

– En verdad que os expresáis con finura -sonrió la anciana. Con tal dulzura que ni el día ni la noche juntos, ni el mar ni la estepa unidos, ni el cielo ni el infierno en amoroso abrazo hubieran resultado más dispares que aquella sonrisa y la expresión de sus ojos-. En gracia a vuestra gentileza, os diré que sí la conocí, y muy bien: y más de una vez, siendo muy niña, fue su único sustento la leche de una cabra que yo tenía… Y que así, junto a mí vivió lo suficiente para engendrar en su vientre y alegrar el mundo, arrojándole una criatura tan deliciosa como Yahek, el antiguo mercenario y hoy soldado del asesino de su padre.

– Cierra el pico, pellejo, y trae toda suerte de hierbajos -le cortó Yahek, que sentía un frío siniestro calándole los huesos-. Porque presumo que tendréis que cuidar una herida de las que no querría abierta en mi carne.

Entonces, Lontananza, que había permanecido en silencio, palmoteó con inoportunidad sin igual y gritó alegremente:

– ¿Puedo verlo? Tal vez sea útil a la anciana, pues aprendí a restañar heridas y a curar desgarrones… -No dijo que tales heridas y tales desgarrones hubieran sido igualmente consolados sin su mimo, ya que pertenecían a criaturas de antemano ahogadas. Pero Ondina, que había tomado la forma de una hermosa mujer de ojos y trenzas negros como las nativas de aquellos parajes, hallaba en cualquier cosa motivo de gran diversión.

– El Rey dirá si es oportuna vuestra presencia -dijo Yahek-. Si os exponéis a tal posibilidad -aunque no os lo aconsejo-, acompañadme.

Emprendieron los tres el camino hacia la tienda real, pero Lontananza, como más joven y ligera, llegó primero. No necesitaba presentación alguna, puesto que su naturaleza le permitía salvar todos los obstáculos materiales que se alzaran a su paso. Haciendo una graciosa inclinación ante el Rey, indagó con vocecita que recordaba el viento entre las dunas de la estepa:

– Oh, Señor, ¿puedo ayudaros? Tengo alguna experiencia en estos trances. ¿Dónde está la herida que os inquieta?

El Rey la miró con desconfianza, pero al fin sonrió complacido y, señalando el lecho de Predilecto, dijo:

– Ve y afánate; y si consigues arrancar una piedra que lleva clavada en el pecho, te recompensaré con creces.

En aquel momento, Yahek y la vieja entraban tumultuosamente en la tienda. Pero cuando la anciana se aproximó al lecho del Príncipe, quedó tan muda de terror y tan pálida como antes le ocurriera a Yahek. Y ambos vieron y oyeron cómo, lanzando una risa tan dulce y huera como no era capaz de lanzar criatura alguna, Lontananza decía, mientras hundía sus delicados y largos dedos en la herida:

– ¡Oh, qué cosa más sencilla! ¡Señor, os juro que ninguna otra herida es más fácil de curar que ésta!

Y con un gracioso movimiento mostró en su mano la aguda, horadada y partida piedra azul. Entonces, la sangre de Predilecto salpicó su pecho. Con un grito desgarrador, Ondina soltó la piedra, que rodó bajo las pieles donde el Príncipe languidecía. Y llevándose las dos manos al corazón, gimió:

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