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– ¡Señor, he sentido como si una espada me atravesase el corazón!

– ¡Insensata! -murmuró la vieja en un susurro-. Nunca debiste hacer eso… -Y acercándose a Predilecto, que abría los ojos con expresión de asombro, le aplicó un misterioso ungüento que extrajo de entre los pliegues de su capa. Le cubrió luego con hierbas de color azul, y dijo-: La piedra está ya fuera de él. Pero cuidad la herida, pues podría aún sangrar tanto que llegara a morir.

Así diciendo, dejó a su lado la cajita que contenía el ungüento, y las hierbas azules. Y luego pidió permiso para retirarse. -Adiós en buena hora -dijo el Rey, a quien la presencia de los ancianos, en general, no agradaba, y la de aquélla, en particular, repugnaba mucho-. Si no tenéis adónde ir, podéis permanecer entre mis gentes y participar de nuestros alimentos, y beber de nuestra agua y vino. Pero si me llega noticia de brujería alguna por vuestra causa, tened por seguro que arderéis como resina…

– Muy grande y generoso sois, Señor -dijo la anciana, cuyos párpados velaban el fuego de odio de sus ojos-. No tendréis motivo para lamentar vuestra generosidad con una pobre e inofensiva anciana.

Dicho lo cual, salió rápidamente de la tienda, seguida de Yahek. Únicamente Lontananza permanecía de rodillas en el suelo, junto al lecho de Predilecto, apretándose el pecho con ambas manos y gimiendo suavemente.

– ¿Qué pasa ahora? -se impacientó el Rey, cansado ya de aquella confusa historia-. ¡Teneos con más dignidad, y no me importunéis con llanto, que aborrezco! Sabéis que no soporto las lágrimas ni los lamentos: antes prefiero sentir sobre mi piel el roce de un reptil venenoso, que esas ridículas debilidades.

– No lloro, Señor -dijo Lontananza, con voz desfallecida-. Sólo ocurre que he sentido un gran dolor. Pero, ved, ya ha pasado.

Y apartando las manos, pudo verse que sólo unas gotas de sangre rompían la tersura de su hermosa piel, puesto que en apariencia no había herida alguna, ni señal de que espina o aguja se hubieran clavado en ella.

– Sois demasiado sensible a la vista de la sangre -dijo el Rey, con fría sospecha-. Especialmente tratándose de mujer tan habituada a curar heridas…

– No me impresionan ni la sangre ni las heridas -dijo Lontananza, sonriendo de nuevo. E incorporándose, añadió-: No sé qué ha podido ocurrir. Tal vez algún mal aire me dio esta mañana, cuando me bañaba y peinaba en el manantial…

Pero como de nuevo el delicado rosa volvía a sus mejillas, y lucía su sonrisa, Gudú la sujetó alegremente por las trenzas y dijo:

– Idos ahora, y ya os llamaré cuando desee vuestra compañía. Graves cosas he de tratar con mi hermano.

Lontananza abandonó la tienda, y el Rey contempló a Predilecto.

– En verdad -dijo, pausadamente- que os hallaba extraño. Pero más extraña es, a mi ver, la causa de vuestra herida…

– Tampoco yo puedo explicármelo -dijo Predilecto, que, al parecer, había recobrado súbitamente fuerzas y color. Y se afanó en buscar la piedra, ahora desprendida de su cadena.

– Si lo que buscáis es tan precioso para vos -dijo Gudú-, os diré que está entre los pliegues de la piel que os cubre. Pero no entiendo cómo puede interesaros recuperar lo que tanto daño os causó…

– Es una preciosa joya que me dio vuestra madre hace años -dijo él. La encontró, con alivio, donde Gudú indicaba y, ante el estupor del Rey, volvió a ensartarla en la cadena, en torno a su cuello.

– Pese a lo que haya sucedido, sea o no culpa suya, lo cierto es que por nada del mundo querría perderla. Con ella, por vez primera, vuestra madre me dedicó las palabras de una madre. Y esas palabras permanecen para mí tan grabadas en la piedra como en mi corazón.

– Pues no veo joya alguna -dijo Gudú, molesto-. Es una vulgar piedra, y rota, por añadidura. Pero si os gusta, nada tengo que oponer. Veamos ahora, hermano: ¿os sentís fuerte para acompañarme en lo que me propongo?

Apenas Predilecto se había puesto en pie, volvió a sangrar de tal manera, que de nuevo el color huyó de sus mejillas. Al advertirlo, el Rey añadió:

– Permaneced acostado, hasta que esa herida cicatrice. Si la vieja no ha mentido, esas porquerías que ha dejado ahí contribuirán a curaros. Y si ha mentido, la desollaré viva y poco a poco, hasta que halle remedio más eficaz.

Y con muy mal talante, mandó que trasladaran a su hermano a su tienda. Montó en su caballo y se lanzó a recorrer los contornos, para aplacar la irritación que le inspiraban y retenían tan increíbles y ridículas cosas. Al pasar junto al manantial, vio sentada en él, en actitud extrañamente melancólica, a la siempre alegre Lontananza. Detuvo su montura, y le dijo:

– Id a la tienda de mi hermano, muchacha. No os separéis de su lado y cuidad su herida con el mayor esmero, pues preciso de él más que de nadie en el mundo.

– Así lo haré -respondió la muchacha, con súbito brillo en los ojos-. Perded cuidado, que le atenderé como si de vos mismo se tratara.

2

Se cumplía el tercer día de su forma nueva, y mientras se dirigía a la tienda donde yacía Predilecto, Lontananza se dijo, con rara y desazonada alegría, que jamás había experimentado antes en ninguna de sus correrías de tienda en tienda una sensación tan profunda que parecía sacudir todo su ser como un relámpago: «Es muy hermoso pensar que dispongo de siete días para permanecer junto al hermano del Rey. Y que jamás, ni aquí ni en parte alguna, vi criatura más hermosa que él. Poco valdré yo si, a su lado, no consigo los más placenteros momentos de mi existencia».

Así, con el ánimo tan lleno de ilusiones, entró en la tienda de Predilecto y, viéndole dormido, se sentó en el suelo, junto a él, y contempló su rostro. Tenía los ojos cerrados, y tan brillantes cabellos, de un castaño suave y dorado, y tan hermosas facciones como nunca otro le había parecido. Tomó su cabeza entre las manos y besó sus labios. Pero estaban casi tan yertos como los de aquellos muchachos que reposaban en el fondo de su jardín. Le besó repetidas veces, y notó con gran decepción que sus besos no eran correspondidos. La inundó un sentimiento jamás conocido antes: una larga y honda sensación de abandono, una inmensa soledad, un interminable y difuso ahogo subía desde su corazón hasta sus ojos. Parecía que un árbol misterioso le hubiera crecido dentro y extendiera en ella sus ramas, y clavara en todo su ser hondas raíces. Súbitamente, creyó oír el viento, y llegaba hasta ella de tal forma, que parecía una advertencia. Y se cubrió el rostro con las manos. Entonces, descubrió algo raro en ellas: al igual que sangre, una sustancia tibia y mojada las llenaba. Pero no era roja, ni de color alguno. Asombrada, se dijo: «Acaso, esto es el llanto. Acaso, esto es la tristeza». Y miró nuevamente al hermano del Rey, y comprendió que, si él no respondía a sus besos ni a su amor, desde aquel instante el mundo y cuantos seres lo habitaran -por hermosos y divertidos y curiosos que fueran- ya nada podrían significar para ella.

Sumamente confusa, y anegada en una oscura zona que, hasta entonces, jamás pudo suponer existiera, se dijo: «¿Por qué éste y no otro cualquiera? ¿Por qué éste y ninguno más que éste? Pues, si me parece más bello que ninguno, lo cierto es que, para mí, la belleza ya no es tan importante como antaño, ya que entre los hombres aprendí a apreciar otras cualidades, tanto o más placenteras que la hermosura. Y muchas veces abandoné a uno joven y bello, por otro más viejo y rudo porque poseía la estrella en la frente que nos es negada a las criaturas del agua. No es el color de su piel, ni el de sus cabellos, ni la gracia y fuerza de su cuerpo, ni la juventud, ni siquiera la luz que tengan esos ojos que aún no he contemplado. ¿Por qué, pues, éste y no otro?». Y así pasó toda la noche junto a él, arropándole con toda la dulzura de que era capaz y acariciando su cabello, y besando sus cerrados labios y cerrados ojos. Y no hallaba respuesta a aquellas preguntas, ni explicación a aquellos sentimientos.

Así, cuando rayaba el alba y Predilecto despertó, quedó muy sorprendido de ver a su lado una muchacha tan linda y frágil como, lógicamente, no esperaba encontrar en el campamento.

– ¿Quién eres? -preguntó asombrado.

Al oír su voz, Ondina sintió que su ser se estremecía hasta lo más hondo. Tomó la mano de Predilecto entre las suyas y dijo:

– Querido Príncipe, soy Lontananza, y el Rey me ha ordenado que os cuide hasta que vuestra herida esté cicatrizada.

– En verdad -dijo él, tratando de incorporarse- que estoy avergonzado: pero quiero que sepáis que antes de ahora jamás estuve realmente enfermo, y si alguna vez recibí una herida, no tuvo importancia y en seguida cicatrizó. Por tanto, no comprendo lo que ahora me ocurre.

– Es culpa de una piedra tan sólo, que yo misma extraje de vuestro pecho -dijo ella. Apoyó sus manos en los hombros de Predilecto y le volvió a tender sobre su lecho. Y con una exaltación de todo punto nueva y desconocida, inclinó hacia él su rostro y le besó con pasión como jamás antes sintiera. Pero Predilecto la apartó con dureza:

– ¿Qué hacéis? Si pertenecéis al Rey, sabed que esto puede costaros la vida, y tal vez la mía.

– No pertenezco al Rey -dijo ella, inmersa ya en la terrible y extraña embriaguez que la llenaba-. Tan sólo soy vuestra, pues así lo dijo vuestro hermano.

– Aguardad -dijo él-. Sólo si oigo de sus labios semejantes palabras, os creeré. Y aun- así, sabed (pues bien lo veis) que estoy muy débil y, por ahora, sin ganas de otra cosa más que de dormir.,.

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