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La ceremonia se llevó a cabo con la mayor pompa conocida -al menos en aquellos lugares-, y en el momento en que el Abad Abundio bendijo la unión, cincuenta palomas traídas ex profeso del Sur volaron sobre los presentes; las campanas anunciaron el gran acontecimiento y trescientas rosas blancas fueron deshojadas -con mejor o peor fortuna- sobre las cabezas, por pajes ocultos en el coro. Cosa que, a decir verdad, les regocijó mucho más que a los destinatarios de tan fragante lluvia.

Nadie reparó, sin embargo, en que el representante del Rey y la joven Princesa jamás se miraron durante la ceremonia; y que, no sólo una mirada, ni tan siquiera una palabra se cambió entre ellos: sólo los fríos anillos, tan fríos y tan brillantes que ambos a su vez se estremecieron al recibirlos y ensartarlos en sus dedos. Y únicamente el Abad, al unir sus manos, pensó que jamás había tocado otras tan heladas.

Apenas concluido el banquete, Predilecto se despidió de la Reina, y tras su distinguida reverencia, dijo:

– Señora, mucho me agradaría acompañaros en esta fiesta. Pero estimo que mi presencia es más útil junto al Rey que aquí.

– En verdad -dijo Ardid-, que me gustaría que os quedaseis. Pero comprendo que ya os he retenido demasiado. Y también os digo que mi corazón late de inquietud sabiendo a mi hijo privado de vuestra lealtad y vuestra protección. Partid, hijo mío, y decid a Gudú con cuánta ansia y gozo le esperamos.

Así diciendo, y prescindiendo de todo protocolo, le besó en la frente. Luego, mandó al Hechicero le entregara un pliego donde le explicaban la razón de que éste no le acompañara. Casi bruscamente, sin esperar a más, Predilecto se alejó. Y de nuevo revestido con sus ropas de soldado, reunió nuevamente a sus hombres, dispuesto a partir.

Iba a cruzar el patio, cuando vio sentados en las escaleras al séquito de la Princesa, con el Príncipe Once a la cabeza. Permanecían en silencio, con triste expresión, insólito en ellos. Y con ellos permanecían en el entorno cuantos animalillos y criaturas les acompañaban. Todos revelaban el mismo ánimo decaído y melancólico.

Al verle, dio Once un pequeño grito y se lanzó tras él, y con él todos los demás. Con estupor, Predilecto vio cómo le rodeaban, y lloraban, y entre aquel raro coro de voces que tanto le turbaba, le decían:

– No te vayas, Predilecto, por favor, no te vayas: ha llegado el otoño.

– ¿Qué otoño? Estamos en verano…

En vano les instaba a alejarse. Le rodeaban, y sin temor a ser pisoteados por los caballos, uno se asía de un pie y otro de la espada y otro de la capa. Y así estaba de acosado, cuando les gritó:

– ¡Soltadme, si no queréis que os aplaste!

Entonces todos volvieron la cabeza, y se apartaron de Predilecto. Y a su vez, éste la volvió también, invadido de un terror grande e inexplicable. Y vio a Tontina que corría desesperadamente hacia él, y le gritaba que no se fuera, que no les abandonara. Como de costumbre, había perdido un zapato.

Detrás de Tontina llegaba Ardid, transfigurada de indignación. Al verla, la Princesa dejó caer los brazos con inmensa desolación. Y mirándole de forma que pareció atravesarle, se calló. Cuando la Reina estuvo a su lado, Tontina bajó la cabeza y dijo:

– Perdón, Señora, os lo ruego.

– Está bien -dijo Ardid, jadeante y sofocada-. Espero que ésta sea vuestra última extravagancia.

– La última, Señora -dijo Tontina-. Os lo juro.

Y las vio regresar hacia la puerta, que las devoró, aunque tuvo tiempo de ver cómo Tontina recogía su zapato, y cómo la Reina le ayudaba a calzárselo, y luego arreglaba los pliegues de su vestido, como una madre cualquiera. Y así, las dos desaparecieron dentro de la oscuridad.

Sólo entonces, algo como un viento abrasado le llegó, invadiéndole de una furia salvaje y desconocida. Espoleó su caballo y se lanzó con tal violencia, que sintió que nuevamente se dirigía hacia la nada. Y notaba cómo se clavaba en su pecho -esta vez de forma que su dolor se hacía intolerable- la aguda piedrecilla azul: mitad exacta de la que ahora lucía en su pecho, como joya secreta y muy preciada, la Princesa Tontina.

XIII. ALGO NACE, ALGO MUERE

Gudú empezaba a impacientarse por la tardanza de Predilecto. Según sus cálculos, si él y el Hechicero no habían perecido en el camino, ya debían estar de vuelta al campamento. Tenía a Predilecto por un ser poco menos que inmortal. Estaba tan acostumbrado a su servicio incondicional, y siempre eficaz, que no concebía pudieran apartarle de él, ni tan sólo por algo tan cotidiano y corriente como la muerte. Y de tal forma crecían su impaciencia y su indignación. Todos los días enviaba un grupo de soldados a otear el horizonte por donde suponía debía llegar su hermano. Y todos los días, las constantes negativas le sumían en una sorda, aunque contenida cólera, pues no era dado a hacer ostentación de sus sentimientos, y desde muy niño sabía que mejor era ser él su único conocedor.

La vida en el campamento, aunque en lo que a disciplina militar se trataba estaba sujeta a muy grande y estricta severidad, no se regía por las mismas formas de la que podía llamarse vida privada de los soldados y del mismo Rey. Gudú había reflexionado sobre la conveniencia de que sus hombres tuvieran en gran estima servirle no sólo por la fuerza de los beneficios obtenidos, sino porque, aun sabiendo que las empresas que se proponía llevar a cabo serían duras y temerarias, tal y como las presentaba a quienes le seguían, igual de grande era su magnanimidad en todo lo demás, y difícilmente aquellas gentes le hubieran defraudado o abandonado.

La mayor prueba la tuvo cuando, tras el botín y victoria sobre el País de los Desfiladeros, el propio Yahek y sus hombres solicitaron formar parte de su aún escaso y no bien armado ejército. Gudú sabía que para alcanzar cuanto se proponía, debía incrementar este ejército como jamás otro Rey ni señor alguno hubiera sospechado. Consideraba que la política que hacia ellos practicaba era mucho más convincente que el terror, el sentido del deber -muy escaso, ciertamente- o el hambre misma: tres cosas de las que, únicamente, se sirvió su valeroso e indudablemente emprendedor padre. Pero él era, a su vez, hijo de Ardid, y la astucia de la madre había arraigado en su ser con la misma pujanza que la ambición y el espíritu combativo, dominador y poderoso de su padre y madre unidos.

A menudo, larvaban y maduraban en su mente proyectos que no necesitaba anotar, pues se grababan en su memoria de tal forma que nadie los hubiera podido arrancar de allí donde brotaban. Y no era extraño que, en la noche, apagadas casi la totalidad de las hogueras -excepto las que mantenía la Guardia-, Gudú abandonara la tienda y se acercara a la linde de las estepas. Contemplaba allí, al resplandor de la luna, cómo ante su mirada se extendía el extenso y desconocido mundo que tan ardientemente deseaba conquistar y desentrañar. «No me detendré jamás, mientras me quede vida -se decía, contemplando aquella vasta tierra despoblada y espantosamente solitaria-, hasta que ni un palmo de tierra quede oculta a mis ojos y hollada por mi pie. No puedo soportar la sensación de ignorancia. Destriparé el mundo y contemplaré sus despojos; y lo que de él me plazca, o sirva, lo guardaré; y lo que considere superfluo, o dañino, lo destruiré. Y mis hijos continuarán mi labor, y mi Reino no tendrá fin por los siglos de los siglos: pues el mundo, de generación en generación, sabrá del Rey Gudú, de su poder y su gloria, de su inteligencia y su valor, y mi nombre se prolongará de boca en boca y de memoria en memoria, y reinaré (más que mi padre) después de muerto.» Esta ambición le inspiraba una codicia infinitamente mayor a todos los tesoros de la tierra.

En verdad que era austero en su persona -excepto en lo que a las mujeres, el vino y la sensualidad se refiriese- y no tenía ningún apego ni al oro, ni a la riqueza en sí misma, como albergaba su madre, y albergó su padre, y albergaban cuantos -excepto Predilecto- le rodeaban. Había contemplado, con frío y desapasionado asombro, la embriaguez de los hombres que se repartían el botín, y le parecía que en comparación a lo que él soñaba y deseaba -y no había aún alcanzado-, aquello era tan banal como los juegos de un niño que se cree soldado con una espada de madera. Lo mismo sentía respecto a los demás bienes que, según observaba, tan encarnizadamente perseguían todos los hombres: tanto nobles como villanos. Se sentía naturalmente atraído por el sexo opuesto, y gustaba del vino, y era de apetito que correspondía a su naturaleza extraordinariamente vigorosa, pero ninguna de estas cosas le hacían esclavo de ellas y, de todas y cada una de ellas, si el caso convenía, podía prescindir. Sólo se sabía prisionero de aquel íntimo deseo, de aquel sueño, de aquella fiebre de la que a nadie hacía partícipe. Pues esta sed era mayor que todas las sedes, y esta hambre, mayor que hambre alguna.

Al contacto con la agreste y dura naturaleza que muchos días conoció, el Rey Gudú pareció crecer y endurecerse aún más, de suerte que, si ya se acercaba a los dieciséis años de edad, se le hubiera podido tomar por un hombre de veinte. Y cuando al fin, un día, los vigías anunciaron que en la lejanía se divisaba el polvo levantado por una pequeña comitiva, y que ésta era la de su hermano Predilecto, impaciente y ansioso montó en su caballo y él solo galopó para adelantarse a su escolta y recibirle. Cuando vio a Predilecto, halló en él algo extraño que le instó a agudizar su prudencia. Aún no podía calibrar si aquel cambio era bueno o malo, cuando a su vez, también Predilecto le halló distinto: pues había crecido, y atezado su piel, y sus brazos y piernas se habían hecho más robustos, como los de un soldado muy curtido. En su mentón había nacido una suave pelambre de color negro cobrizo, como su cabello. De pronto, se parecía más a su padre. Este parecido impresionó tanto a Predilecto, que el afecto que Gudú le inspirara siempre, se acrecentó junto al afecto que guardaba hacia su padre. Mirándole, se dijo que, pasara lo que pasara -y aunque sus encontrados sentimientos le habían abierto los ojos hacia el mundo y los hombres, y aun hallándose muy lejos de sentir las mismas inquietudes del Rey-, seguiría fiel, dispuesto a defenderle y ayudarle, tal y como había prometido a la Reina. Y que su lealtad no sería jamás empañada por sentimiento personal alguno. A decir verdad, la clase de sentimiento que pudiera tentarle a semejante cosa, se hallaba muy lejos de su mente: tan sólo se trataba de un vago y estremecido aleteo.

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