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Se trataba de unos bosques muy oscuros, donde las gentes vivían llenas de temor: circulaban historias sobre apariciones y brujerías, gnomos y trasgos de enemistad evidente hacia la humana naturaleza. Y era por ello que las aldeas de aquella región aparecían muy esparcidas y escasas, y sus habitantes eran gentes salvajes y muy silenciosas, que odiaban tanto al Rey Volodioso -de su hijo Gudú no tenían noticias- como a los piratas del Norte que, en ocasiones, les invadían, robaban e incendiaban. Estos piratas, rubios y de largas trenzas, tenían sobrecogida la zona, de suerte que, en tiempos lejanos, el Rey Volodioso había instalado allí una guarnición pequeña, al mando del Duque Simonork. Este hombre, de aspecto poco pacífico y costumbres más que rudas, mantenía en una paz sustentada en el terror aquella orilla del río que, en definitiva, señalaba el confín del Reino por su zona Norte.

Simonork, por cuestiones geográficas, fue el encargado de recibir a la Princesa: en tanto divisara la nave, tenía ordenado ayudarla a desembarcar, con todo honor, de forma que nada faltase a ella ni a su comitiva. Luego, debía acompañarla hasta la ciudad y el Castillo donde el Reino de Olar tenía su sede. De esta forma estaban dadas las órdenes, cuando un emisario del Duque Simonork llegó con una extraña noticia que dejó perpleja a la Reina Ardid: en efecto, la nave de la Princesa Tontina había arribado a través del Río Azul, y Simonork se había aprestado a cumplir las órdenes. Lo cierto es que la nave se hallaba anclada en la linde del país, pero sus componentes -Princesa incluida no parecían dispuestos a pisar tierra. Como muy bien entendía Simonork, sus usuales maneras de insistir en los reacios a cumplir sus mandatos -en este caso, simple ruego- no eran oportunas ni adecuadas en el caso presente. Y como la Reina tenía buena noticia de este hombre, mucho había insistido sobre el particular, además de haberle rogado que procurase presentar un aspecto menos feroz y desaseado que de costumbre.

– Pues, ¿cuál es la razón de esta negativa? -preguntó la Reina al fatigado emisario. Había galopado sin tregua, puesto que bien conocía las reacciones que la poca diligencia despertaban en su Señor.

– En verdad, Señora, no existe una negativa -dijo el emisario-. Pues la Princesa y sus gentes -que os confieso, son curiosas de veras- no se niegan a desembarcar. Lo único que ocurre es que no lo hacen.

– ¿Y qué arguyen, para ello? -se impacientó la Reina-. Supongo que Simonork les invita de la mejor manera.

– No lo dudéis, Señora -dijo el emisario-, y a fe mía que todos estamos muy admirados de la gracia y dulzura con que lo hace. Pero tanto la Princesa como su gente se ríen, y no desembarcan.

– ¿Se ríen? -se extrañó Ardid-. Explicadme mejor eso.

– No puedo explicar más -dijo el hombre-. Porque no ocurre otra cosa: cuando mi Señor, con muy cumplidas razones, les insiste en el hecho, la Princesa (que es muy bella y joven) y sus acompañantes se asoman a la borda, nos tiran objetos muy raros y, como digo, se ríen. Sólo en una ocasión la Princesa (que Dios, por otra parte, guarde muchos años) ha dicho: «Bueno, hay tiempo, algún día bajaremos». Y desde entonces han transcurrido muchos días, mi Señora.

– ¿Qué objetos os arrojan? -dijo la Reina, sin entender ni una palabra de todo aquel incidente.

– Pues, algo así como pedazos de pastel, semillas de melocotón, y alguna que otra bolita de vidrio como ésta.

Y sacándose del bolsillo una pequeña esfera de color azul, la depositó en la mano de la desconcertada Ardid.

– Creo -dijo ésta al fin- que debo ir yo misma a su encuentro. Acaso le ofenda que sólo un Duque vaya a esperarla. Quizás hemos cometido una grave falta de tacto.

Y se dijo que mucho tenían que aprender todos -ella incluida- en cuanto a modales refinados, ya que de una auténtica y verdadera Princesa se trataba, y no de una Princesa falsa, como ella: que si bien de cuna noble, ninguna gota de sangre real circulaba por sus venas, sólo la heredada de un Señor con más afición al cultivo de la vid y la obtención de vino que otra cosa. Pero este secreto sólo podía compartirlo con su amado Hechicero, ya que ni el propio Almíbar conocía su verdadero origen. Y el Hechicero, cuyo consejo tanto le habría valido en aquellos momentos, se hallaba todavía en compañía de Gudú. Llamó entonces al Trasgo y le consultó la cuestión:

– No entiendo bien el asunto -dijo éste, que andaba muy alicaído, e incluso temeroso, desde la partida del Hechicero. No solía recorrer los pasadizos del Castillo, como antes, y permanecía oculto la mayor parte del tiempo-, pero de todos modos, lo reflexionaré.

A poco, regresó por el tubo de la chimenea de la Reina, y dijo:

– Hay algo que intuyo y no puedo aclarar. Pero de lo que estoy seguro es de que ninguna animosidad anida en esa actitud. Más bien pudiera tomarse como inconsciencia juvenil. A lo que parece, respecto de lo que nos ocupa, las estrellas de este mes están de acuerdo en una sola cosa: que la Princesa Tontina y su séquito se encuentran muy bien en la nave y no tienen ganas de bajar a tierra: pero no por un motivo especial, sino simplemente porque no tienen ganas de hacerlo.

– Mucha inconsciencia me parece ésa para una futura Reina -dijo Ardid, recuperando su tranquilidad-. Pero, en fin, sólo tiene once años, así que tiempo habrá de hacerla cambiar, en éste y en cualquier otro sentido.

– ¿Sólo once años? -dijo el Trasgo-. Oí decir uno más.

– Lo dije -explicó Ardid- porque no me pareció oportuno enterar a mi hijo de que se trataba de alguien tan escandalosamente joven. Tengo la sospecha de que a mi hijo le placen mujeres más maduras. Pero como es tan linda y de sangre tan pura, no debíamos desperdiciar esta ocasión. Tiempo tendrá, en este Castillo y junto a mí, de madurar convenientemente.

– Así lo espero -dijo el Trasgo, aunque con un algo de duda en la voz.

Ya se disponía la Reina a emprender el viaje en busca de la futura nuera, cuando otro emisario llegó, si cabe más sudoroso y exhausto que el primero, con la noticia de que por fin, y en el momento más impensado, la Princesa y su séquito habían descendido de la nave y se encaminaban -precedidos de Simonork, y a través de los oscuros bosques, siguiendo la ruta que el Río Oser marcaba- hacia el Castillo de Olar.

– En verdad que es caprichosa -dijo Ardid, disgustada, mientras ordenaba a Dolinda deshacer su equipaje. La perspectiva de aquel viaje le había ilusionado, ya que, dado su temperamento, sólo la prudencia y el sentido del decoro real la hacían permanecer en Olar. Y muchas veces, mirando hacia la lejanía, añoraba la libertad perdida, aquel andar a su antojo por campos y viñedos, descalza y con las trenzas sueltas.

A partir de aquel momento, una desconocida atmósfera, algo como una brisa ensoñadora, pareció adueñarse de la ciudad de Olar y sus cercanías, especialmente hacia el Norte. Era algo extraño, como un perfume sutil y rumoroso, que hacía flamear los tapices de las ventanas y paredes, que levantaba los cabellos de las damas y los niños con dulzura y encanto muy particular; y daba a la luz una transparencia -a juicio de Almíbar- musical.

– ¿Musical? -se extrañó Ardid, frunciendo las cejas-. Almíbar, querido, a veces dices cosas extravagantes: jamás vi que la luz tuviera música.

– Oh, querida niña -intervino el Trasgo, que con él se entretenía, por pura cortesía, en una partida de naipes, y en vista de que el aludido nada respondía. Se había quedado sólo con la boca un poco abierta, como era habitual en él: síntoma de atinadas reflexiones o absurdas palabras-, muchas cosas existen que tú no has visto nunca, ni verás jamás.

– Si hablas como los de tu raza, pocas conversaciones vamos a mantener, Trasgo -dijo la Reina, ofendida.

– No hablaba ahora con mi lengua, sino con la vuestra -dijo el Trasgo del Sur, arrojando un naipe que derrotó a Almíbar de un golpe-. Y deberías, querida niña, reflexionar a veces sobre algunas cosas que nuestro Príncipe Almíbar te dice, por extrañas que las juzgues. Pues no sólo para los trasgos, sino para los humanos, existen cosas que están y permanecen vivas entre los hombres, y que pocos de ellos ven o entienden. Y nuestro Príncipe es de estos pocos elegidos…, aunque no pueda verme ni tenga en los ojos gotas de luna, como tú.

La Reina supuso que estas palabras iban destinadas a mitigar el enfurruñamiento que la pérdida de aquella baza había ocasionado a Almíbar. Pero mucho se equivocaba. Y Almíbar, que desde hacía algún tiempo empezaba a divisar borrosamente la silueta del Trasgo, especialmente al atardecer, dirigió a aquella silueta rojo-dorada una amable sonrisa de agradecimiento.

– Me digo -continuó la Reina, asomándose a la ventana- que toda esta historia se deberá acaso a que la primavera está cerca.

– Sí -dijo el Trasgo-. Andando por el subterráneo del campo Sur he visto cómo la primavera empujaba la tierra con todas sus fuerzas. Le dije: «¿Qué estás urdiendo?», y ella contestó: «Tengo prisa: este año debemos brotar muy temprano, porque alguien viene pisándonos los talones». Tal vez, pienso ahora, se refería a la Princesa y su séquito.

La Reina calló, con una sonrisa de tolerancia. Estos comentarios, que antaño la irritaban, poco a poco iban causándole una ligera y espumosa alegría. «Pobrecillos míos -se decía-, están haciéndose viejos los tres.» Y miró con ternura al Trasgo y al Príncipe, recordando, con el corazón inundado de amor filial, la anciana faz del Hechicero. Si bien, de entre los tres, Almíbar era el que presentaba un aspecto más lozano: aún eran cobrizos sus largos bucles, y el azul límpido de sus ojos tenía el candor y la dulzura de los de una jovencita. Aunque había sobrepasado ya los cuarenta años nadie le hubiera dado más de veinticinco. O, al menos -y aquí Ardid estaba muy lejos de suponerlo-, así se lo parecía a ella.

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