Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Lo cierto es que cuando la comitiva se halló ya muy cerca de la Puerta Norte de la ciudad, dieciséis pajes lujosamente trajeados, de los más apuestos que se hallaron, anunciaron, con el largo grito de trompetas doradas -sólo en ocasiones muy especiales se hacían oír desde las torres almenadas del Castillo-, la llegada de la Princesa Tontina, futura esposa del Rey y futura Reina de todos aquellos que en Olar vivían.

– Es muy azaroso -manifestó la Reina, vigilando los pliegues de su traje de terciopelo verde musgo, especialmente encargado a la Isla de Leonia para tal ocasión, mientras aguardaba en lo alto de la escalinata- que mi hijo Gudú no esté aquí para recibirla. Tengo entendido que estas criaturas tan escrupulosamente reales tienen una susceptibilidad muy delicada -a su mente llegó la famosa Princesa del Guisante-. Pero ¿qué vamos a hacer? Cinco emisarios le he enviado ya, y con ninguno, hasta hoy, ha regresado.

– No temáis -murmuró el Trasgo. Sentado en el último escalón, observaba, entre los pliegues del vestido, la ceremonia-. Tengo para mí que la Princesa no va a reparar en eso. Por contra, mucho deberíais cuidar algún detalle que a ella le chocará, y del que vos no os habréis apercibido.

– ¿De qué se trata? -se impacientó Ardid-. Podías haberlo dicho antes.

– No me refiero a nada en particular -repuso el Trasgo-. Son cosas que veo saltar de aquí para allá, en las palabras del viento.

– Pues bien, guardaos esas cosas si no podéis darles una explicación más concreta -dijo Ardid, molesta.

Como encargado de estas ceremonias, Almíbar hizo abrir de par en par las puertas del recinto y bajar el puente. Dos hileras de soldados, los mejor hallados entre los pocos hombres hábiles que había dejado el Rey en el Castillo, aguardaban a ambos lados; y todos los pajes, criados, nobles y damas, así como la Asamblea, aparecían revestidos de sus mejores galas, dispuestos a recibir, muertos de curiosidad, a su futura Reina.

– He oído decir -deslizaba una joven dama al oído de otra que tanto ella como su séquito son de muy curioso porte.

– No olvidéis -respondió su amiga, algo versada en algunas cosas- que son de muy lejanas tierras, y que sus ropas y modales deben ser diferentes a los nuestros.

– Espero que nos traiga noticias de modas y adornos, así como afeites, que puedan causarnos gran placer -dijo una tercera, un poco más a la derecha-. Estoy ansiosa por variar un tanto la rutina de nuestros peinados. Según oí, no trenza sus cabellos, sino que los deja caer, a su natural aire, sobre la espalda.

– También oí que no blanquea su rostro ni lleva pendientes -dijo otra, aproximándose más al grupo cuyos comentarios le interesaban más que la ceremonia en sí-. Cosa muy chocante.

– Cierto -dijo la primera-, pero tal vez otras cosas en ella puedan abrirnos los ojos, pues los pocos hombres que nuestro buen Rey nos dejó disponibles, están ya tan ofuscados por la edad u otros tropiezos, que cada día se hace más arduo atraer su atención.

En éstas estaban cuando el Duque Simonork avanzó por el puente a lomos de su caballo negro -según rumores, lo quería infinitamente más que a sus ocho hijas, ya que le cupo la desgracia de no engendrar varón-, que llenaba de admiración, por su brioso porte, a todo el mundo. Descabalgando en el centro del patio adornado con las primeras y tímidas flores que habían brotado en el campo apenas dos días antes, hizo una ruda pero muy briosa inclinación ante la Reina y su Corte.

– Este Simonork -dijo la doncella que habló segunda- no es un hombre demasiado joven ni demasiado bello. Pero os digo que si me cortejara, no sería yo quien le rechazase. Pues se me hace un hombre de particular atractivo, aunque no refinado.

– Ah, querida -dijo la última en hablar antes-, no creáis que sois la única en pensar eso. Tiene algo particular que lo distingue y hace agradable.

– Lo que le distingue -dijo aquella que habló segunda, y que tenían por más letrada y aguda, aunque tal vez demasiado sincera para prosperar en la Corte- no es en verdad ningún misterio, queridas, es que, exceptuando al Príncipe Almíbar y algún que otro soldado, que no cuentan para el caso, ese Duque es el más joven de cuantos hombres hemos podido contemplar en cuarenta días. Y aún más: es su duro y fornido aspecto lo que nos advierte de lo placentero que sería, si el amor lo llevara a nuestros brazos, no estrechar en ellos un pollo desplumado.

Todas contuvieron la risa tras los pañuelos, y aguardaron. «Señora, tengo el honor de anunciaros que, sin tropiezos de importancia, la muy noble Princesa Tontina y su séquito, a quienes escolté y guié desde el Río Azul hasta aquí, se halla a las puertas de este Castillo, que a vos y vuestro augusto hijo cobije por muchos años.»

Esto era, en verdad, lo que tras muchos esfuerzos el fraile de la guarnición le había hecho aprender. Pero Simonork, que hacía mucho más tiempo no veía más mujer que las harapientas campesinas que de vez en vez merodeaban por las cercanías de la guarnición Norte -ni muy lindas, ni muy perfumadas-, a la vista de tantas damas y tan lujosamente ataviadas, se azaró en suma y sólo salió de sus labios un torpe:

– Señora, ahí está, como mejor pude, y fue bien duro.

Afortunadamente, nadie prestaba atención a su discurso, ya que todas las cabezas y ojos se dirigían hacia la puerta por donde la Princesa debía entrar. Esto le salvó, con gran alivio suyo, de la relampagueante mirada de aquella Reina famosa por su amor al protocolo. El cuello blanco y mórbido de la hermosa Ardid se estiraba más de lo conveniente hacia el mismo punto; y sus ojos negros relucían, y sus oídos se agudizaron más de lo habitual.

Así, ante el asombro de todos, y precedidos por los toscos soldados de Simonork, apareció ante la maravillada Corte de Olar la Guardia Real más extraordinaria que jamás vieran sus ojos. Ni tan siquiera los que traían nuevas del lujo de Leonia podían haber descrito algo semejante: hay que decir, pues, que ocho soldados precedidos de un arrogante y emplumado capitán -cosa insólita, en verdad, entre aquellos que componían la Corte de Olar, ya que, hasta el momento, sólo usaron las plumas para escribir, los pocos que esto hacían, y si eran de un vivo color, para adornar algún gorro de caza-, aparecieron montados en ocho caballos -nueve, contando el del Capitán- de una total blancura que sólo el que Ardid montara en un lejano día podía comparárseles en resplandor y prestancia. Y todos aquellos soldados iban vestidos como verdaderos príncipes: corazas bruñidas; collares de refulgente pedrería; cascos brillantes como la plata, que ocultaban casi sus rostros, y lanzas que, al menos en la luz de la mañana, brillaban como si fueran de oro; y además, de sus cintos, también dorados, pendían espadas de empuñadura afiligranada -como ni los más ricos nobles osaban lucir incluido el Rey-, y calzaban finos zapatos de antílope, teñidos así mismo de azul. Huelga decir el estupor y envidia que se apoderó de cuantos contemplaban tan insólitas cosas, máxime cuando los nueve iban vestidos idénticamente -cosa que jamás se consiguió en los soldados de Olar, si exceptuamos la Guardia de Almíbar; pero mucho distaban en lujo y magnificencia de éstos, ya que, a su lado, se les hubiera tomado por andrajosas huestes de algún derrotado barón del Sur.

El Capitán se distinguía por lucir dorada coraza con una extraña flor que, según le daba la luz, parecía ora un lirio ora un cisne. Y esta enseña cambiante lucía en todos los estandartes de la Princesa, y en los pequeños gallardetes que, en manos de seis pajes de a pie, todos rubios de ojos azules, vestidos de seda verde, seguían a los soldados y precedían la carroza principesca. Y llegados aquí, las damas sintieron como si el corazón quisiera salírseles por los ojos, y los cuellos se alargaron de tal forma, que todos hubieran deseado ser cisnes, aunque por breves instantes. La carroza, de rara madera de color de rosa, estaba finamente trabajada, y presentaba incrustaciones en marfil -materia de la que sólo habían oído hablar a los que visitaban la Isla de Leonia, pero que no habían visto jamás-, y llevaba grabado en sus portezuelas el mismo escudo del lirio-cisne en oro y pedrería.

Cuando Almíbar, con la boca más abierta de lo acostumbrado, tuvo ante sí tales magnificencias, sintió una punzada en el corazón, y sus ojos se nublaron de lágrimas. Súbitamente, su jubón, sus collares, sus medias y sus zapatos, amén de su sombrero de tonos castaño-dorados, con hebilla de oro, le convertían, en vez de en el elegante y caprichoso Príncipe por el que se le tenía -y en verdad le tenían todos-, en algo semejante a un buhonero presumido y de gestos groseros: como aquellos que, en sus viajes a la Isla de Leonia, veía merodear por el puerto, chillando y ofreciendo sus baratijas, mientras pretendían adivinar el porvenir, arrancar muelas malignas, tumores y mal de ojo. Tan humillado se sintió con esta íntima comparación, que su cabeza se hundió miserablemente entre los hombros, y la única pluma de ave del Paraíso -que la misma Leonia le había regalado en su último viaje, como cosa prodigiosa y de suma elegancia jamás vista -que lucía prendida en la antedicha hebilla, antojósele se desmayaba sobre su frente, y la imaginó tan rala y rígida como puro espinazo de pescado. Aquellas que sus ojos contemplaban eran plumas, aquellos eran jubones, aquellos eran collares, hebillas, caballos, prestancia… elegancia, en suma -se dijo, con resignada amargura-, elegancia pura y simple, propia de una auténtica estirpe real escrupulosamente limpia de entronques sospechosos.

Dos pajes avanzaron entonces, Y rodilla en tierra uno de ellos dijo:

– Éstos son los presentes que os ofrece nuestra Señora la Princesa -no dijeron el nombre- como si la Princesa fuera la suma de todas y la mejor de ellas.

55
{"b":"87706","o":1}