Y éste y el anciano Hechicero, junto a los emisarios y cuatro soldados, emprendieron el regreso a Olar. Predilecto sentía dentro de sí algo que nunca había experimentado antes. Era como un sentimiento de culpa, como si algo le reprochase la conciencia, por un delito o una grave falta que no podía descifrar, porque no conocía el nombre.
Antes de la llegada de Tontina, la Reina, que no descuidaba detalle alguno, creyó llegado el momento de avisar a Ondina de que su cometido había comenzado. Así, a través del Trasgo, mandó decirle que debía dirigirse a donde Gudú se hallaba, y emprender sus metamorfosis, tal y como habían planeado. Pues -se decía- siendo tan linda y además la primera mujer que conoce en su vida, no sería bueno se aficionase a ella, y nuestros planes se vinieran al suelo. Como no conozco a la Princesa Tontina más que por su retrato, lo cierto es que tal vez sea mujer llena de artimañas y de mezquina mente, caprichosa, exigente y ambiciosa, y aunque Gudú no sea capaz de amarla, mucho trastorno puede causarle si le retiene por otras cosas: y a fe que, con un rostro como el suyo, tal cosa no es difícil. Aunque ese rostro y esos ojos revelen un candor extraño y fuera de lo común, algo hay en ellos que me produce una rara sensación: no conozco a ninguna mujer, por hermosa que sea, que tenga semejante mirada. Y harto sé que el candor esconde muchas veces las más astutas, si no ruines intenciones.»
Por tanto, juzgó que las distracciones que Ondina podía ofrecer a Gudú serían muy convenientes. A pesar de su sagacidad y celo, ignoraba totalmente las correrías de su hijo, y que éste tenía ya una experiencia bastante notable en el terreno que a ella le preocupaba.
Desde que Gudú les había privado de la compañía de su fiel maestro el Hechicero, el Trasgo y Ardid permanecían casi todo el día juntos. Y como el Rey había vaciado la bodega del Castillo, que tantas alegrías había proporcionado al Trasgo, éste andaba muy triste y quejumbroso, teniendo que conformarse con los sorbitos que, de sus particulares reservas, le proporcionaban Ardid y Almíbar. Con tales cosas, lo cierto era que, si bien podía retardar su estado ya un tanto alarmante de contaminación, su espíritu saltarín había decaído y permanecía largas horas sentado en el hueco de la chimenea sobre brasas o cenizas, oyendo a la Reina y, a veces, jugando con ella alguna partida de naipes: pero esto le daba poco resultado, porque el Trasgo veía siempre las cartas de Ardid o de Almíbar, y el juego adquiría poco interés para él.
– Querido mío -le decía a veces la Reina-, ¿por qué no horadas un poco, como antes? Temo que tu habilidad se enmohezca, si empiezas a portarte como un ser de mi especie, sedentario y taciturno. Deberías visitar el Sur, acaso. Y aunque no debía aconsejártelo, dar un vistazo a los viñedos, cosa que alegrará tu espíritu.
– No es tiempo de vendimia -decía el Trasgo-. Así que poca sustancia voy a sacar de esos viajes.
– Pero alguna bodega habrá en los castillos -decía ella, aunque comprendía que hacía mal.
– No -contestaba él-. Las bodegas están totalmente esquilmadas por el Rey de Olar: ésa es la ley desde los tiempos de Volodioso. Sólo unos pocos conservan a escondidas algunos toneles. Y os digo que mi sentido de justicia y compañerismo me impide cometer semejante felonía.
Pero esto eran puras excusas, y Ardid lo sabía. La verdad era que su contaminación era más grave y avanzada por el conducto del afecto, que por el del vino.
El día que le ordenó visitar a Ondina, el Trasgo dijo:
– Lo haré, tenlo por seguro -y suspiró-. Pero te confieso que ando muy miedoso de que note en mí particularidades extrañas, y acaso ni tan sólo me reconozca. Y aún temo más la presencia de la Dama del Lago, aunque la supongo preocupada en estas fechas con los Icebergs del Norte. De todos modos, haré lo que me dices y en cuanto lo digas.
– Según mis cálculos -dijo Ardid-, la luna aparecerá favorable en la tercera noche a partir de hoy.
– Pues, entonces, iré a ver a Ondina.
Así lo hizo y notó, con angustia, que sus manos temblaban al horadar la profundidad de la tierra, y que ello se producía con más lentitud y trabajo que las veces anteriores. No obstante, al fin sintió la humedad del agua, se dejó resbalar por los túneles del fango y penetró en el verdinegro fondo del Lago.
Ondina estaba coronando de maraubinas un nuevo muchacho. Era rubio, de largos cabellos, y tenía los ojos cerrados. Parecía tener unos doce años. Y Ondina, al descubrir al Trasgo, dijo:
– ¿Qué te pasa, Trasgo?
– ¿Por qué lo preguntas? -dijo él, tembloroso.
– No sé, parece como si no te distinguiera bien. Estás algo borroso.
– Quizá la luna brilla demasiado -dijo el Trasgo del Sur-. O quizá cruza una barquichuela por la superficie.
– No -dijo ella-, desde que aumenta la desaparición de muchachos las gentes no se atreven a lanzar sus barcas al agua: fíjate cómo las orillas están pobladas de barcas podridas y abandonadas. Sólo algún niño lanza una barca hecha de cañas o de cáscaras de nuez.
– Bien, hermosura. Te veo muy sola. ¿No anda por ahí tu abuela?
– No. Tiene mucho trabajo con los témpanos y se ha ido a los fiordos.
– Ah, bien -dijo él un tanto aliviado-. Pues supongo que recuerdas lo que te prometí no hace mucho tiempo.
– No lo recuerdo -dijo ella.
El Trasgo hubo de repetirlo, y ella flotó suavemente sobre su jardín de muchachos, con una estela de burbujas irisadas.
– ¡Qué belleza, qué belleza! -dijo-. Es una suerte contar con un amigo como tú, aunque estás algo raro últimamente.
– Pues si estás dispuesta, el momento ha llegado -el Trasgo le ofreció una copa de vidrio azul, que contenía el bebedizo-. Pero no lo bebas -le dijo- hasta que asomes la cabeza fuera del agua, pues en caso contrario te ahogarías como esos necios.
– Eres una pura hermosura -dijo Ondina-. Dime adónde debo ir y quién es él.
– Debes ir por los manantiales secretos, hasta el borde de las estepas, en la dirección Este y conjunción de la Rosa Curvilínea.
– Oh sí, es fácil. Allí hace pocos siglos colocó un manantial mi abuela.
– Pues allí busca el campamento de Gudú Rey.
– Ya sé quién es -dijo Ondina-. No es demasiado hermoso, me parece.
– No lo creas -dijo Trasgo-. A decir de las humanas, está muy bien. Es muy posible que cuando tomes esa forma, te parezca muy apetitoso. Pero de todos modos, aunque no te lo pareciera, conoces el pacto.
– Sí. Lo conozco y lo respetaré, por la cuenta que me tiene.
– Allí -añadió el Trasgo con voz insinuante- hay muchos mancebos, a cual más bello. Puedes hacer lo que te parezca, hermosura. Siempre que, no te olvides, no mantengas una misma figura humana más de diez días. Y eso, no lo dudes, es más divertido.
– Así lo creo -Ondina flotó gozosamente bajo las maraubinas. El resplandor de la luna, sobre ellos, inundaba de esmeralda el techo del Lago.
– Antes quisiera decirte algo, hermosura -la detuvo el Trasgo, preso de un súbito remordimiento-. Escúchame: tú estás encaprichada por recibir caricias y besos de muchachos humanos, que tan hermosos te parecen. Pero, según lo que he podido atisbar por cámaras y camarillas, para sus expansiones amorosas los humanos tienen costumbres muy curiosas.
– Tanto mejor -dijo Ondina. Sus ojos brillaron como pálidos zafiros-. Tanto más divertido.
– Bueno, hay algo más -insistió el Trasgo para liberarse de todo remordimiento-. Procura no enamorarte de ninguno.
– ¿Qué es enamorarse?
– Repito: es difícil de explicar. Para hacerte una idea te recordaré lo que le ocurrió a la joven Sirena, la hija del Rey del Mar del Norte…, ¿recuerdas? Quiso hacerse humana porque amó a un Príncipe de ojos negros.
– Oh sí -dijo ella-. Es la historia que siempre me cuenta mi abuela.
– Pues bien: no olvides qué mal fin tuvo. Y permíteme un consejo: si después de todo -aunque, conociéndote, lo dudo-, llegaras a enamorarte, no intentes jamás humanizarte, no intentes jamás convertirte a su especie; en todo caso, intenta traerlo a él a la tuya.
– No lo olvidaré, Trasgo hermosísimo -dijo ella.
Y rauda y grácil, como un destello de oro, partió en dirección a los manantiales secretos que llevaban al manantial del Este, junto a las estepas.
Cuando desapareció, el Trasgo regresó a Olar. Y como la Reina aún dormía, aguardó al amanecer en el hueco de la chimenea de su cámara.
– Querida niña -dijo, saltando sobre su lecho, apenas ella abrió los ojos-, el encargo está cumplido y Ondina ya ha partido hacia el Este, llena de buenos propósitos. Tengo para mí que he conocido ondinas estúpidas, pero como ésta ninguna.
– Tanto mejor -dijo la Reina muy satisfecha-. La estupidez suele complicar mucho las cosas, pero en casos como éste, resulta el más preciado bien.
XI. EL ÁRBOL DE LOS JUEGOS
Tontina, la Princesa, llegó cuando estaba a punto de nacer la fría primavera del Reino de Olar. Y poco antes de su llegada -aproximadamente sería en el momento en que la nave de su padre bajara desde los fiordos del Norte por el Gran Río-, arribara al punto de los Bosques que ya pertenecían a las regiones conquistadas anteriormente por Volodioso.