– ¡Rey Gudú, tú sucumbirás en la más vulgar, la más simple, la más triste de las causas!
Luego el fuego prendió y la abrazó de forma que no quedaron a poco sino cenizas y huesos calcinados.
– Recogedlas y traédmelas -ordenó el Rey.
Así lo hicieron, y una vez habían reunido aquellas cenizas en una vasija, él las tocó con una enorme curiosidad y las aplastó entre sus dedos, escrutándolas. Y al fin, con un fuego muy fiero en los ojos, a pesar de que sonreía, las arrojó lejos y gritó:
– ¡Iremos a las estepas!
Yahek era un hombre fornido, de cráneo pelado, con el torso cruzado por una inmensa cicatriz. Iba envuelto en pieles de lobo, y un collar de cobre y dientes de jabalí rodeaba su cuello. Desde el primer momento, Gudú pareció sentirse extrañamente fascinado por él: aunque la fascinación de Gudú jamás le hacía olvidar la realidad que le rodeaba. Pero aquella inmensa curiosidad de otras gentes y otras tierras que, sin duda alguna, heredara de su padre, tomaba en él proporciones mucho mayores. Es así, que una vez que el Rey decidió asomarse a las estepas, de las que tanto oyera hablar aunque jamás había visto, desatendió los razonamientos de Predilecto y las quejas del anciano Hechicero, para acercarse, en cambio, a Yahek. Deseaba preguntarle, ya que junto a su padre había luchado contra aquellos hombres, cuanto sabía de ellos.
Los mercenarios que habían quedado vivos -unos cien hombres, aunque algunos heridos- y el resto de los soldados acamparon entre las ruinas del que fuera Castillo de Usurpino y anteriormente del Rey Argante. No tardaron en dar con los grandes tesoros que había allí acumulados, y aunque Gudú mandó guardar en cofres la mayor parte, fue largamente generoso con ellos y respetó el botín de los primeros momentos, como debía ser. El Barón Iracundio había muerto, pero no su hermano menor, el noble Jovelio y este joven, tan estúpido como valiente, seguía a todas partes a Gudú con admiración perruna, aunque le doblaba en edad.
Al cabo de los días, habían reunido los rebaños dispersos, y como Gudú no olvidó acarrear vino, vivaqueaban en la alegría de aquel triunfo, sin sentir pasar las horas. Mucho había aún por escudriñar y hallar, pues no estaban las mejores cosas a flor de tierra, pero los hallazgos menudearon y, al fin, lentamente, por entre ruinas y rocas, fueron apareciendo famélicas criaturas, supervivientes de los habitantes de aquel lugar. Todos fueron hechos prisioneros y, junto a los capturados en la batalla, encerrados en una empalizada circular que mandó construir para el caso. Entonces Yahek le dijo:
– Señor, permitid que os diga algo. He hablado con mis hombres y hemos decidido que, si vos lo tenéis por cosa sensata y a bien, preferiríamos dejar esta vida que llevamos, siempre a sueldo de algún que otro señor, y sin muchas perspectivas. Después de ver la forma como sabéis conducir un ejército, y vuestra generosidad, mucho nos gustaría integrarnos en vuestras filas como soldados, ya que, según vemos, debéis reorganizar el Ejército de Olar. Y aún he de deciros otra cosa: hablando con estos infelices -se refería a los prisioneros-, he podido ver que hay entre ellos, aunque depauperados y heridos, muchos hombres jóvenes que, bien alimentados y algo mejor vestidos, estarían dispuestos a formar parte de vuestros soldados; pues, a lo que he oído, ningún afecto sentían por su anterior Rey, ni por el que acabáis de derrotar. Y tan sólo en la seguridad de poder comer y vivir al amparo de tal Señor como sois vos, se dejarían matar por su Rey.
Gudú reflexionó sobre estas palabras:
– Dejadme meditar lo que habéis dicho -repuso al fin- y mañana os daré una contestación.
Esta vez consultó con Predilecto cuanto le había propuesto Yahek.
– Señor -dijo el Príncipe-, no me parece idea desafortunada, y estimo que esa gente más provecho os dará tal y como me lo planteáis que pasándola a cuchillo o dejándola morir de hambre. Y por otro lado, la reorganización del ejército y el regreso a Olar se imponen, pues demasiado tiempo llevamos aquí y ninguna cosa de provecho puede reportaros este entretenimiento. Recordad que la Princesa Tontina -vuestra prometida- está en camino y que habréis de acudir a recibirla, para contraer matrimonio. Aparte de que vuestra madre, y todo el pueblo, os esperan con ansia e impaciencia.
– Ya envié emisarios con las nuevas de la victoria -dijo Gudú, con aire fastidiado-. Pero juzgo que no debemos abandonar este lugar sin antes asomarnos a esas estepas que me queman de curiosidad. Hermano, sabed que no daré tregua a quienes intenten atacarnos, y pienso hacer tal escarmiento con ellos, que nos libre de una vez para todas de esa amenaza.
– Señor, siento contradeciros, pero creo que no sabéis lo que decís. Las estepas son inmensas, nadie conoce su fin y nadie sabe qué es lo que hay detrás del Gran Río que nadie ha cruzado, en sus confines. Sólo hasta allí osó llegar nuestro padre en su última batalla; y eso no fue, como sabéis, bueno para nadie… Además, dejad regresar al anciano Maestro, pues si lo veis palidecer y enflaquecer, como está ocurriendo, comprenderéis que no tiene ni ánimos ni edad para permanecer más tiempo en un lugar como éste. Os implora que le permitáis regresar a Olar, de donde no deseaba salir.
– Se quedará conmigo en tanto me sea necesario -dijo Gudú con dureza-. Y lo que oí decir de las estepas es parecido a lo que siempre oí decir del Pasadizo de la Muerte: ya veis qué fácil ha sido para mí vencerlo. Así pues, hasta que no lo vea con mis propios ojos, no lo creeré.
Al día siguiente, dijo a Yahek que aceptaba su proposición.
De esta forma, todos los hombres sanos y jóvenes que había dentro del campo empalizado, mostráronse muy deseosos de convertirse en soldados de Gudú. Había también algunas mujeres y algún niño.
– ¿Qué hacemos con ellos? -preguntó Yahek. Gudú pensó un momento, y al fin dijo:
– Opino que tal vez los hombres no desdeñen la compañía de alguna mujer de éstas. En cuanto a los que no os sean de provecho, matadlos o arrojadlos de aquí. No tardarán en morir por sí solos.
– Es buena idea -dijo Yahek-. En verdad, debajo de la mugre y el hambre que las esconde, hay alguna muchacha bastante bonita. Gudú rió agudamente, y dijo:
– Yahek, dime si es verdad que las estepas son como dice mi hermano Predilecto y la gente en general.
El rostro de Yahek se ensombreció.
– Señor -dijo, al fin-, las estepas son el Gran Desconocido. Os puedo confesar ahora que mi madre perteneció a esas tierras, pero fue hecha prisionera por algunas tropas del Duque Arisankoel, más tarde derrotado por vuestro padre, y así nací yo de uno de aquellos soldados. Mi madre no hablaba nunca del lugar donde había nacido. Sólo una vez me explicó que aquellas tierras no tenían fin y que sus hombres eran más feroces que las alimañas. Y me dijo también que jamás un hombre del Oeste podría adentrarse y sobrevivir en ellas. Nada más me dijo, pero tened por seguro que no me engañó.
– Pues pienso -dijo el Rey- que ya es hora de acercarse por allí.
Aun así, se entretuvieron varios días. Gudú reorganizó someramente el ejército de los supervivientes, y Yahek quedó al cuidado de los ex prisioneros y de adiestrarlos en las armas; permanecían aún dentro de la empalizada y guardados, pero se les repartió comida y, a poco, algunas mujeres empezaron a convivir con los soldados.
Solamente el anciano Hechicero y Predilecto se entristecían y angustiaban más cada día que transcurría. Y cuando llegó el momento en que ya con un mediano ejército recompuesto, llevando tras sí un extraño pueblo de mujeres, cabras, niños y enseres, estaban dispuestos a partir, arribaron al campamento dos emisarios de la Reina, sudorosos y medio muertos de sed. Varios días llevaban buscándolos, y dijeron:
– Señor, os suplicamos de parte de nuestra Señora la Reina, que regreséis, pues la Princesa, vuestra prometida, ha llegado ya a Olar y os aguarda para el matrimonio.
– ¿Cómo es posible? -dijo Gudú extrañado-. ¡Si el viaje debía durar treinta días!
– Tantos, y más -dijo Predilecto-, hemos pasado aquí, aunque no os lo haya parecido. Os ruego, pues, que regresemos a Olar, por el bien de todos.
Aquella noticia contrarió vivamente a Gudú.
– Déjame pensar -murmuró. Se alejó solo hacia el río, y cuando al rato regresó, dijo a Predilecto:
– Una cosa se me ocurre: como no estoy dispuesto a regresar a Olar sin asomarme a la verdad de cuanto se oye y sabe sobre las estepas, y por otra parte debo casarme para solucionar todas estas cuestiones legales de sucesión, que tanto nos preocupan, puedes tú regresar con el Hechicero y una pequeña escolta (muy pequeña, en verdad, pues aquí necesitamos hombres), y así, en documento que yo mismo firmaré y sellaré, contraerás esponsales en mi nombre con la tal Tontina. Así la podremos retener, sin que se canse de esperar y se marche por donde vino. Ya sabemos lo impacientes que suelen ser a veces las caprichosas mujeres. Y una vez me haya casado con ella por poderes, regresas rápidamente, pues sin ti no quiero adentrarme donde tú sabes: y ten por seguro que me adentraré. Así, cumple lo que te ordeno, y no te demores ni un día más de lo justo, porque sabes que la paciencia no es mi mejor cualidad.
Dicho esto, todos supieron que nada más había que discutir sobre la cuestión. Partió, pues, Gudú con su gente hasta el linde de las estepas, acamparon allí y se dispusieron a esperar el regreso de Predilecto.