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Los de Olar se abatieron entonces sobre ellos. De entre los bosques surgían arqueros, caballería e infantería en superior número. Les envolvieron, sin escape posible. Y la sorpresa y el pánico cundieron en las valerosas pero poco astutas filas enemigas, de suerte que la lucha se trocó a poco en una carnicería embriagadora. Gudú, sobre su corcel, marchaba a la cabeza de los suyos y, uniéndose al Barón Iracundio y a Yahek, el Capitán de los Mercenarios, que aguardaban en el lado opuesto, arrasaron materialmente al grueso de las fuerzas de Usurpino. Por vez primera Gudú blandía la espada de su padre, Volodioso el Engrandecedor, roja de sangre. Y por primera vez, su brazo y su espada penetraron en la carne de otros hombres: atravesaba vientres, riñones, pechos, y surgía de nuevo, como un relámpago, entre las hogueras donde los cuerpos se revolcaban en el suelo. Predilecto, si bien combatía con valor a su lado, se estremeció al ver aquella figura de muchacho, que crecía y crecía como un gigante. Y su mente, en el fuego y en el hierro, en la sangre y en el largo gemir de los heridos, reconstruía la estatua de piedra de su padre. Solitaria y abandonada por todos, sólo recibía, al atardecer del verano o la primavera, la visita de algunos pájaros que, en la gran soledad, conversaban misteriosamente con sus ojos ciegos y su boca muda.

Y tal como dijera Gudú, ya estaban los soldados enemigos materialmente machacados cuando no se hizo esperar la prevista reacción de Usurpino y el resto de sus fuerzas. De modo que, cuando juzgaron que los hombres de Gudú -que a su vez habían sufrido grandes pérdidas- eran fácil presa, surgieron del Desfiladero y, cayendo sobre ellos, se adentraron en la última y fatal trampa, pues fueron sorprendidos por la espalda y, cortándoles toda posibilidad de retirada, la violencia del combate tomó sus más crueles aspectos. Hasta que el amanecer, ya entrado, empujó la derrota hacia la vasta zona de las largas noches, y la victoria de Gudú sobre Usurpino apareció ante sus ojos, entre ensangrentados restos y cuerpos mutilados, entre los muertos y la sangre.

En el fragor y el polvo, Gudú avanzaba sobre su corcel. A su lado, manchado de sangre, Predilecto le seguía, en el silencio sólo roto por el viento de la madrugada. Fue extendiéndose entonces, paso a paso, el espectáculo de la derrota. Vio tendido y muerto, a sus pies, al anciano Tuso: y sintió un extraño frío, pues el viejo Consejero aparecía caído sobre su espalda, y a su lado un hombre más joven y más robusto aparecía, también, con el cuello abierto. Y en aquel momento vio únicamente a dos ancianos, y súbitamente un gran dolor le anegó. Sólo veía, allí, la muerte de dos hermanos que en el último momento se habían asido el uno al otro: las manos del más joven estaban aferradas a las ropas sanguinolentas del más viejo, y la mano del más viejo -aquella mano que había deseado tanto tiempo gobernar- caía lacia, casi dulcemente apoyada en la frente del más joven.

– Míralos, Señor -dijo con voz ronca y estremecida-. Eran hermanos, y se amaban.

Pero Gudú no le escuchó. Le vio espolear su caballo y avanzar hacia dos siluetas que, en la bruma, huían hacia el río. Y sabiendo quiénes eran aquellos y cuál era su deber, le siguió, con el espíritu batido por mil contrarios sentimientos. Cuando llegó al borde del río, oyó el entrechocar de las espadas y vio cómo Ancio y Gudú luchaban con saña, como sólo dos hermanos son capaces de atacarse en este mundo.

Predilecto buscó ávidamente con la mirada, hasta descubrir el caballo vacío del otro hermano. Y sólo entonces, entre los juncos, una sombra que se arrastraba como un reptil, le indicó la presencia del menor de los Soeces, a tiempo de evitar, cayendo sobre él, que su traidora lanza se clavara en la espalda de Gudú. Y estaba sobre él y levantaba su espada presto a terminar con su vida, cuando vio los ojos de Furcio, clavados en él con un desespero infinito. Entonces, su brazo se detuvo: Furcio estaba desarmado y se aferraba a su ropa, como las manos de Usurpino se aferraban a las de Tuso. Un frío grande le detuvo, y escuchó la voz del pequeño Soez, que por primera vez no le pareció la voz de una miserable y repugnante criatura, sino una muy honda llamada, que latía en su misma sangre, en sus últimas venas y en lo más profundo de su ser.

– ¡Déjame vivir, hermano!…

Pero un galope se acercaba: el corcel de Gudú arrastraba de un pie el cadáver degollado de Ancio. Cayó sobre ellos, como si de nuevo la noche hubiera nacido del cielo, y la espada del hombre que les diera la vida a todos ellos, le atravesó el corazón.

Luego Gudú se volvió a mirar a Predilecto, sonriente. Su frente y sus manos estaban salpicadas de sangre, y sus ojos tenían un brillo como jamás ni la luz de la noche ni la luz del día habían conseguido arrancar de su mirada.

– Nunca vaciles, Predilecto. Porque te matarán o me matarán. Y aquellas palabras -tan claras en la mañana, que hasta en el oro del cielo parecían escritas- no eran solicitud, sino amenaza.

3

Hacía ya mucho tiempo que los mercenarios de Olar no conocían la alegría de la victoria. Los últimos años de Volodioso les desangraron en inútiles batallas contra un enemigo solapado, diezmado y feroz que, aun siendo inferior en número, jamás les proporcionó la embriaguez del triunfo, ni la codicia del botín.

Así que, la tan soñada como imposible entrada en aquel legendario Desfiladero de la Muerte y la consiguiente asolación del Reino de Usurpino, resultaba algo totalmente nuevo para los más jóvenes, y casi olvidado para los más viejos. Luego, haciendo uso de la promesa dada por Gudú a los soldados y a los mercenarios, éstos cumplieron ampliamente sus ansias de botín y muerte. Y pocos días más tarde, lo que fue el Reino inexpugnable y misterioso de los Desfiladeros, se había convertido en un montón de ruinas carbonizadas y de muerte. Las desperdigadas gentes que sobrevivieron se refugiaban, aterradas, en la montaña, y los restos de sus rebaños, diezmados y perdidos, sembraban de balidos quejumbrosos el batir del viento entre las rocas. Parecían voces humanas.

Indra, la hija de Usurpino, y una muchacha bella y extraña que la acompañaba, fueron encadenadas y llevadas a presencia de Gudú. El Rey contempló detenidamente aquella que le había sido destinada por Tuso como futura esposa. Era una mujer cercana a los treinta años, gruesa y aterrada, cuyas rojas trenzas aparecían deshechas sobre los jirones de su ropa.

– No sé a quién puede gustar semejante arpía -dijo.

Los ojos de Indra despidieron fuego y le escupió en la cara. Entonces, limpiándose la saliva con mansedumbre, Gudú miró al Capitán de los Mercenarios. En los ojos de éste vio brillar una conocida luz:

– Si te place, tómala -le dijo.

Yahek, no se hizo repetir la orden y, arrastrándola por las cadenas, se alejó con ella. La otra era una muchacha de unos veinte años, de largas trenzas oscuras y ojos alargados hacia las sienes. Tenía la piel de un tinte dorado, y en toda su persona había una extraña y salvaje belleza. Al punto, Predilecto recordó la historia de la Princesa de las Hordas y reconoció en ella una mujer de su raza.

– ¿Quién eres tú? -preguntó Gudú con voz más suave.

Pero ella se negó a contestar, de modo que el muchacho se impacientó.

– Está bien -dijo-. Atadla a un árbol en tanto medito lo que debo hacer con ella.

Entonces Predilecto se aproximó al Rey y le habló así:

– Esta mujer es oriunda de las estepas, mi Señor. Y algo en ella me dice que es una mujer de alta alcurnia, posiblemente cautiva de Usurpino. Tened en cuenta que puede traeros muchos males, pues una mujer así fue la perdición de vuestra madre, y a punto estuvo de ser la vuestra. Si la guardáis con vos, es seguro que os traerá mucho mal. Presiento que esa raza debe ser alejada de nosotros, y no debemos tener roce con ellos: quédense ellos en sus tierras y nosotros en las nuestras. Las estepas no pueden ser habitadas por los hombres de nuestra raza, ni podremos jamás llegar más allá del Gran Río: ni siquiera nuestro padre lo consiguió. Pero no la matéis; dejadla vivir y regresar con los suyos. De este modo os aseguráis su agradecimiento, y tal vez quede zanjada para siempre la incursión de sus guerreros en nuestro país.

– Ah no -dijo Gudú-. Si es cierto lo que me dices, lo único que veo con buen criterio es hacer un escarmiento con ella.

El Hechicero, que había permanecido medio oculto en la enramada, como le ordenara Gudú, apareció ahora lleno de terror. Se aproximó a Gudú, y dijo:

– No, mi Señor. No lo hagáis. Creedme: por mis conocimientos sobre algunas cosas os digo que no debéis matar a esta mujer. Antes bien, como dice vuestro hermano, dejadla volver con su gente.

– Pues ya estoy cansado de oír tonterías -dijo Gudú, irritado-. Y como prueba de que pienso terminar con toda clase de supersticiones y brujerías, declaro bruja a esta mujer. Así que, siguiendo la costumbre de nuestro país, ordeno que se la queme viva y que sus cenizas se esparzan hacia las estepas: de suerte que sus hermanos de raza entiendan mi advertencia. Pues todos han de saber, allí donde llegue mi voz y mi espada, quién es y cómo es el Rey Gudú.

Y había tal soberbia y embriaguez en su voz como jamás le habían oído antes.

Inútilmente Predilecto y el Hechicero intentaron disuadirle. Aquella misma tarde mandó rodear de leña el árbol donde había atado a la muchacha. Y le preguntó:

– Dime tu nombre, y tal vez te salves.

Pero viendo que ella seguía en silencio, mandó a dos hombres prender la leña. El fuego se alzó, crepitando, y una espesa humareda negra envolvió a la muchacha. Predilecto azuzó a su caballo y se alejó hacia el río, pero Gudú ni siquiera lo advirtió. Contempló fríamente cómo el fuego prendía las ropas de aquella enigmática e imperturbable criatura. Sólo entonces un destello sombrío pareció sacudirla enteramente y, lanzándole una mirada que recordaba el rayo en la tormenta, dijo, con un alarido que estremeció el aire hasta el confín de las estepas:

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