No tardó en divisarlo con bastante claridad. Sacó de entre los pliegues de su túnica el pergamino, y trazó con habilidad y delicadeza el dibujo que, a su juicio, interesaba a Gudú: terreno y lugar donde se hallaban acampadas y dispuestas las gentes de Tuso, Usurpino y los Soeces. Por cierto que, si bien a Tuso y Usurpino no los vio por ningún lado -los supuso en aquellos momentos dentro de sus tiendas-, atinó a divisar a Furcio, emborrachándose con un par de soldados y promoviendo más bulla de la prudencial en tales circunstancias.
Nadie se fijó en aquella nubecilla temblorosa que, un poco por aquí, un poco por allá, flotaba sobre los soldados. Estaban en verdad anhelantes e inquietos pensando en la futura batalla, de lo que el Hechicero se felicitó: «Los soldados -se dijo- son gente un tanto especial. Tan agudos y avizores en muchas cosas, y tan distraídos y tontunos en otras». Claro, que no acertó a cavilar que, hasta el presente, ninguna nube había estropeado ni decidido batalla alguna -como no fuera en el mar y cargada de truenos-. Por lo que, envalentonado, descendió un poco más y curioseó por el campamento. Comprobó entonces que los soldados de Usurpino no eran ni mucho más numerosos, ni estaban mejor armados que los de Olar. Con gran alegría, se alzó nuevamente sobre las cumbres y regresó a donde Gudú y sus hombres le aguardaban.
Apenas había descendido lo suficiente, Gudú le retuvo por el borde de la túnica, y de un tirón lo puso en el suelo, cosa que disgustó mucho al Hechicero. Pero, comprendiendo que no era momento ni lugar para quejas ni reclamaciones, extrajo de los pliegues de su túnica su dibujito y lo mostró con orgullo a Gudú.
– Espero que no os hayáis equivocado -dijo el Rey-. No toleraría que el dibujo fuese imperfecto, puedo aseguráoslo, Maestro. El Hechicero estaba demasiado confundido por los bruscos acontecimientos para apercibirse de la amenaza de aquellas palabras. Así que sonrió con beatitud, mientras el Rey contemplaba el dibujo con gran concentración.
En éste podían apreciarse las posiciones del enemigo, y todas las particularidades del terreno. Según indicaba, el enemigo no había variado sus rutinarias costumbres y se hallaba situado en la forma habitual, que, debía reconocerse, le había dado excelentes resultados hasta el presente.
Comprobó entonces que las huestes de Usurpino eran más numerosas en infantería que en caballería, y que ocupaban una posición defensiva sobre la suave colina que obstruía el acceso al fatídico Desfiladero. Como era habitual, Usurpino había colocado en primera línea su infantería, detrás, los arqueros, y en último término, en reserva, la caballería.
Luego de contemplar en silencio estas cosas, Gudú se retiró a su tienda, en solitario. En ella permaneció algún tiempo, mientras su gente -en especial aquellos nobles que habían acudido a su llamada, con sus respectivas huestes- se deshacía en dimes y diretes, salpicados de abundante desconfianza. En sus rostros no aparecía síntoma alguno de euforia ni de tranquilidad. «¿Adónde nos llevará este adolescente, tan desconocido como sospechoso?…» Podía leerse el recelo en todos los ojos, especialmente en los del Barón Iracundio. Pero ¿acaso alguno de ellos, acostumbrados a la molicie y bienestar proporcionados por la pacífica y enriquecedora regencia de la Reina Ardid, sería capaz ahora de urdir cualquier cosa que no fuera perder irremisiblemente frente a las fuerzas de Usurpino y las extraordinarias condiciones orográficas que les protegían?… Ay, cómo lo lamentaban ahora.
Cuando, al fin, Gudú salió de la tienda, reunió a su alrededor a cuantos capitanes y nobles disponía. Les contempló uno a uno, con una calma y frialdad verdaderamente sorprendente en un muchacho de su edad. Y por primera vez, más de uno de ellos tuvo ocasión de estremecerse y admirar a partes iguales aquella mirada, aquellos ojos grises y pálidos como la escarcha, que en adelante iban a respetar y obedecer como corderillos.
Según los dibujos del anciano Hechicero -de cuya veracidad y minuciosa exactitud Gudú no dudaba en absoluto-, ellos disponían, para sus maniobras, de una extensa explanada bordeada de bosques, frente a la colina que obstruía el paso al Desfiladero de la Muerte.
Gudú, entonces, expuso:
– Amparándonos en la oscuridad de la noche, excavaremos fosos y dispondremos hileras defensivas de estacas agudas. En los bosques que bordean los laterales de la explanada, mantendremos oculta la mayor parte de nuestra caballería y arqueros. En la explanada, y en primera línea, frente a la colina, colocaremos parte de nuestra infantería, respaldada por un cierto número de caballería. Pero todo en evidente minoría, para engañar al enemigo. Atacaremos en grupo pequeño, pero con gran vocerío y ruidos de toda especie, de forma que ellos nos supongan, o todo el ejército, o gran parte de él. Una vez trabado combate, al filo del alba debéis gritar a grandes voces, y como si todo estuviera perdido: «¡Gudú ha muerto!, ¡Gudú ha muerto!». Y a continuación, replegaos en una retirada precipitada. Tened por seguro que ellos se lanzarán con todas sus fuerzas en vuestra persecución, para aniquilaros (como viene ocurriendo, según mis noticias, en todo tiempo anterior). Pero ahora será distinto, porque en esta retirada los conduciréis hacia nuestra celada: la que les aguarda en los bosques. Vuestra muy superior caballería, los arqueros mejor elegidos y el resto de la infantería caerán sobre ellos envolviéndoles y cortándoles la retirada. Así, podremos vencerlos y destruirlos sin perdón.
Aquí Gudú lanzó su peculiar y escalofriante risita. Acto se la sustancia de su plan ordenó al Hechicero que preparara plumas y tintes, y de su propia mano dibujó el último ataque, de suerte que la victoria parecía cosa simple y terminada. Y luego dijo al Hechicero:
– Una vez terminada y ganada esta simple e inocente batalla, tú la reproducirás con todo primor, para dejar constancia, de hoy en adelante, de cuantas empresas guerreras lleve a cabo con mi ejército.
Cuando oscureció, comenzaron los preparativos que ordenó Gudú. Transcurrieron entre la impaciencia de sus capitanes y soldados, así como del noble Iracundio y de su hermano menor, que eran hombres valientes, pero de mollera un tanto espesa.
Avanzada la noche, sentados uno junto a otro en la enramada de la colina, Predilecto, que a todas estas cosas venía prestándole su incondicional ayuda, dijo a su hermano:
– Señor, si me lo permitís, os diré algo que pienso.
– Decid -exclamó Gudú. La noche era muy fría y tan oscura que sus rostros no podían verse.
– Estimo que esta forma de guerrear no es noble.
– ¿Qué dices? dijo Gudú, con leve ironía-. No sé de dónde has podido sacar la creencia de que la guerra es noble. La guerra no es noble en absoluto y, por tanto, hay que hacerla y tomarla como es.
Predilecto quedó sobrecogido por estas palabras. Había participado en justas, había acompañado a su padre en ligeras escaramuzas contra las revueltas del Norte, pero jamás había librado una verdadera batalla. Y aunque había oído algunas historias en las que estas batallas se describían, donde los reyes que en ellas habían triunfado, y los que habían perdido, eran, al parecer, extraordinariamente nobles, atinó a pensar que su hermano Gudú era un ser complejo y extraño; pues si bien había tenido sospechas, y más tarde crecientes certezas, de que no se movía ni un solo cabello de su persona a impulsos de compasivo o afectuoso sentimiento, aquello no se le había presentado jamás con tal claridad.
Aunque íntimamente se había dicho en más de una ocasión que la muerte y la sangre le desagradaban, que la crueldad le repelía, había sido educado de forma que tales sentimientos debían mantenerse ocultos, como síntomas de debilidad. Íntimamente no se avergonzaba de ellos, pero jamás hubiera osado manifestarlos en público. Él había crecido creyendo -o desatendiendo examinar profundamente esta aceptación, más que creencia- que la guerra, tan asidua y pertinazmente cultivada por su padre, era noble en sí misma, y no exenta de heroísmo y gestos generosos. Por todo lo cual, la desapasionada reflexión de Gudú le sumió aún más en el cada vez mayor número de confusiones que, día a día, se iban adueñando de su persona.
– ¿Por qué entonces, si no la consideráis noble, parecéis gozar de ella, y hasta practicarla o provocarla?
Este pensamiento, tras los últimos acontecimientos, le hacía entrever, vagamente, que había sido objeto él mismo, como un simple peón de ajedrez -juego al que tan aficionado era Gudú-, de las maquinaciones de su hermano pequeño: el interés por los Desdichados y la piedad por el joven Príncipe nada tenían que ver, en realidad, con los auténticos móviles de Gudú.
Pero éste dijo:
– Que sea noble o no lo sea, no hará perder mi tiempo en cavilaciones. Es útil para nuestra causa, y con ello basta. Predilecto juzgó que mejor era callar y guardar para sí sus escrúpulos y sus confusiones. Su deber y juramento -de lo único que, ya, estaba seguro todavía- era, al fin y al cabo, defender de todo mal a su hermano menor. Pensó que guardaría para mejor oportunidad aquellas discusiones con el ya indiscutible Rey de Olar. Pero íntimamente se alegró una vez más de que la suerte le hubiera salvado del trance de ser Rey algún día. Y recordaba las palabras de su padre, de su hermano y del anciano minero, cuando el fragor del Desfiladero les avisó prontamente de la proximidad del ataque.
Impacientes, en la explanada, los soldados aguardaban la señal de Gudú. Todo ocurrió tal y como el joven Rey había planeado. El ataque en masa, con gran lujo de gritos y alharacas para engañar en su número al enemigo de la colina. Gudú, dando muestras de una serenidad y un temple impropios de sus catorce años, aguardó fríamente, entre el fragor de los salvajes gritos de los soldados del Desfiladero y el galope de sus veloces caballos -robados, según se decía, a las Hordas Feroces-. Cuando amanecía, los de Olar se retiraron, tal y como ordenó Gudú. El ejército de Usurpino, creyéndoles vencidos, les persiguió levantando ecos ensordecedores entre las piedras del Pasadizo de la Muerte. Y, así, cayeron en la trampa.