– No es para manejar la espada, sino la astucia y la sabiduría, para lo que os necesito. Y os ruego que no me repliquéis y hagáis lo que os digo. Que os preparen cómoda litera y enjaecen dos mulas, que atino os serán más suaves que los duros lomos de un corcel, y os den todo lo que os sea preciso. Y, sobre todo, oídme bien, mandad instalar en ellas vuestro preciado cofre y cuanto contiene dentro.
– Señor -murmuró el anciano, cuyos labios temblaban-, Señor…, ¿cómo suponéis que pueda yo seros útil en una cosa así? La guerra no tiene nada que ver con mi ciencia.
– Más de lo que supones -dijo Gudú, impaciente-. Obedecedme, y no me discutáis más.
Ay de aquellas noches lúcidas, cuando descubrió en el cofre del Maestro retazos de historias, historias de hombres muy anteriores a él, que dominaron el mundo. Tenían nombres extraños, y procedían de aquel Occidente que, al parecer, inspiraba un especial y respetuoso temor a Olar. No por su fuerza o enemistad, que no existían, sino por una palabra, una palabra transmitida misteriosamente de padres a hijos, desde el primer Margrave: «Olvido». La única palabra que le inquietaba y no comprendía. Pero también de Occidente llegaban hasta él, aun cubiertos de polvo e incomprensión, ecos de victoria, de tácticas guerreras, de batallas ganadas, de grandes emperadores… Él las conocía. Al menos, en los retazos escritos que había logrado reunir el Hechicero.
Gudú ordenó a sus capitanes que procuraran dormir hasta el amanecer, conservando fuerzas, pues al rayar el alba partirían. Y ordenó al Hechicero que borrara prestamente todas aquellas banalidades que había añadido al dibujo -casitas, iglesias, corrales de cabras, y algún que otro hombrecito con que el Maestro se había complacido en adornar los áridos mapas-. Recomendó que dibujase varios más, sin estas cosas, con la mayor rapidez que le fuera posible.
Después se echó a dormir, cosa que, ante el pasmo de su madre y los demás, no tardó en hacer profundamente y sin muestra alguna de inquietud, miedo o recelo. El Hechicero, un tanto avergonzado, obedeció a Gudú: borró entre suspiros casitas y gentecilla -había llegado incluso a dibujar parejas paseando junto al Lago-, y se apresuró a fabricar unos cuantos más, en algunos pergaminos que guardaba siempre debajo de su cama. Y así, todos contuvieron su zozobra e, imitando al Rey, procuraron dormir y aguardar al nuevo día.
En un aparte, la Reina llamó a Predilecto.
El Príncipe acudió a ella, y con la rodilla en tierra besó su mano.
– Predilecto, hijo mío -dijo la Reina. Y, de pronto, aquellas palabras cobraron un acento distinto, y en su garganta sintió como si un cálido y húmedo manantial se abriera: y a sus ojos, como una fuente, el manantial asomó, mientras decía-: Predilecto, os ruego que protejáis y defendáis a nuestro Señor, el Rey, como me jurasteis un día.
– Señora, así lo haré -dijo el Príncipe. Y alzó la cabeza sorprendido, pues en su mano había caído una gota brillante. Y miró a la Reina, y, por primera vez en su vida, vio que la Reina Ardid lloraba.
Pero lo que no vio la Reina ni Predilecto ni persona alguna, es que, arrebujado en lo más hondo de las brasas ardientes, estremecido de dolor, el Trasgo del Sur, por vez primera en su declinante existencia, también lloraba. Sus lágrimas eran como rojos cristales encendidos, y cubrían su martillo de diamante, y le rodeaban como perlas de un tristísimo collar de rocío, que, ya, no iba a desprenderse jamás de aquel racimo que le brotó y le crecía en el lugar del corazón.
Ya anochecido, llegó Gudú con sus hombres a las tierras lindantes con el Desfiladero de los Gigantes de Piedra. Allí empezaba el Reino de Usurpino. Antes de que la polvareda de sus huestes avisara al enemigo de su proximidad -aunque ya se avistaba la humareda de las aldeas por ellos incendiadas-, pudo apreciar Gudú que las incursiones de devastación habían cesado, y que, enterados del avance de sus tropas, estarían organizándose a la entrada del Desfiladero mortal, como era costumbre en ellos, ya que esta táctica les había salvado durante tanto tiempo de la dominación de Volodioso y sus antecesores.
Gudú ordenó al Hechicero que avanzara sobre la nube y vigilara la posición del enemigo. El Hechicero estaba medio dormido, hambriento y malhumorado por ser conducido, muy a su pesar, a semejante tropelía. ¡Y todo por culpa de aquellos malhadados dibujitos que un mal día descubriera el pequeño Gudú, con su manía de curiosearlo todo, en el arca de sus más preciados bienes! Dijo entonces que la atmósfera no se prestaba a conjurar la nubecilla que le permitía merodear por las alturas y verificar aquellas cosas. Pero Gudú le conminó sin ninguna contemplación:
– Hechicero, si no posees algún encanto que te permita obedecerme según tus propias artes, yo tengo un buen medio de hacerte cumplir mis órdenes. Esto es, te envío encadenado entre dos de mis mercenarios para que arrastrándote o volando (como mejor te parezca, porque el método me tiene sin cuidado) me informes y traigas en un dibujo claro (y por supuesto libre y limpio de fruslerías sin interés) la situación de esos hijos de perra.
Con lo cual el Hechicero se apresuró a rebuscar en su cofre, afilar plumas y tintas, y maldiciendo por lo bajo, sentóse junto al fuego y se dedicó a la fabricación -o conjuro- de la nubecilla. Pidió un sapo -cosa que no tardó en serle proporcionada-, raspaduras de uña de rapaz, que tampoco fue difícil, y una piedra azul del fondo del río. Esto último, pensó, no sería fácil de conseguir; pero se equivocaba, pues un mercenario de cabello largo y rojo resultó ser hombre capaz de moverse en el agua como si fuera de la especie de las truchas, y a poco emergió con la boca llena de guijarros, azules y de todos los colores, que escupió a sus pies con aire triunfal. El Hechicero sacudió su vestido, salpicado de lodo, piedras y repugnantes residuos fangosos, observó con rencor a cuantos le rodeaban, y demandó unos minutos de soledad, para concentrarse.
– Tendrás soledad -dijo Gudú-, pero no tanta como para salir corriendo. Si huyeras, te alcanzarían mis hombres y te colgarían de los pies hasta que en tu cuerpo no quedara ni un soplo de humana condición. Y, como un colgajo, te echaríamos al fondo del río, donde te devorarían peces malignos: porque tú no sabes defenderte de ellos, como cualquier mercenario.
«Ay de mí, ¿cómo pude creer algún día que sentiría hacia mi persona agradecimiento por cuanto le enseñé?… El agradecimiento está ligado sutilmente al amor y al odio, y yo mismo le privé -aun a mi pesar- del primero de estos sentimientos… ¿Será acaso el último el que algún día me llegue a profesar?…»
Temblando y odiando por primera vez sus habilidades, el Hechicero comprendió que nada le quedaba por hacer sino formar la estúpida nubecilla que, si bien le permitía sobrevolar como una fea mariposa por sobre campos y vallados, no le protegía en absoluto de flechas ni cosa parecida, de las que suponía muy bien provisto al enemigo. Así que se despidió con pena de cuanto había sido la enjundia de su vida hasta aquel momento: echó un vistazo al Libro del Pasado, se detuvo unos minutos en la contemplación de los días en que Ardid era niña, estudiosa, en… -aquí, su viejo corazón se derretía-, el día en que descubrió su habilidad para conjuros y escudriñamientos… Y finalmente se dispuso a efectuar la pócima cuyo vapor formaría la nube conductora hacia -sin duda alguna, según creía- la más cruel de las muertes que para él cabían: atravesado como un pollo y aplastado contra las rocas, pues, presumía y con razón, la caída no sería dulce. Y si quedaba aún con vida, a pesar de las agudas rocas del Desfiladero, buena cuenta de él darían los feroces soldados de Tuso y Usurpino. A lo que tenía oído, no eran la clase de gente entre la que hubiera deseado pasar el fin de sus días.
El Hechicero formó una nube de la especie deseada, lo más espesa y sólida que le fue posible, y, ante la mirada severa de Gudú, saltó sobre ella, diciendo:
– Te abrazaría y besaría, querido Gudú, en recuerdo al tiempo en que tan nefastas cosas te enseñé; pero como se que no eres partidario de esta clase de efusiones, sólo te digo que mandas a las tinieblas a tu viejo e inapreciable Maestro, y que sin mí, pocos dibujitos vas a poder hacer de toda esa gente, o lo que sea. Porque para lo que a arte se parezca, tu cabeza está más vacía que una avellana hueca. Por tanto, si el corazón no te sangra ahora (porque eso es imposible y admito que improcedente en ti), al menos, sí debe inquietarte mi suerte.
La respuesta de Gudú fue un puntapié que quedó sin destino, no sólo por el respeto que le inspiraba su Maestro, sino además por la rapidez con que el Hechicero se alzó sobre las cabezas de los boquiabiertos soldados. A decir verdad, le invadió en aquel momento una punzadita de orgullo que, ante la indignada actitud de Gudú, le hizo revolotear coquetonamente unos minutos sobre ellos. Satisfecha esta humilde revancha, el Hechicero se dirigió, con ánimo decaído y tembloroso cuerpo, arropado en la nube como en un inmenso chal, hacia las tenebrosas alturas de aquellos Gigantes de Piedra que, en el atardecer, ofrecían un aspecto más amenazador y poco tranquilizador que nunca.
Algunos pájaros inocentes le acompañaron festivamente en su vuelo. Y él, que les sabía estúpidos como pajes de Corte, los ahuyentó agitando el gorro, mientras decía:
– Al menos vosotros, majaderos, liberaos: que pronto me pareceré a un gallo desplumado, si no a algo mucho peor. Y no deseo ofrecer a vuestros ojos semejante espectáculo.
A poco, ya sobre el Desfiladero, distinguió algunas fogatas y resplandores que le indicaron el lugar en que se hallaban apostados los malignos enemigos, ya que, las enormes montañas impedían a Gudú y sus gentes distinguir ni tan sólo el resplandor. Pero juzgando, y con razón, que tales datos no serían suficientes, y que si con tan débiles informes regresaba, Gudú haría con él un escarmiento del peor gusto, calculó que morir de una forma u otra, a decir verdad, poca diferencia se llevaba, y que si por contra salía triunfante, Gudú podía recompensarle muy bien. Acaso le proporcionaría material abundante y una pieza mejor y más grande en las mazmorras, donde podría dedicarse, sin miedo a ruidos molestos ni curiosidades peligrosas, a sus interesantes investigaciones. Pensando esto, se enrolló de tal modo en la nube, que apenas si podía distinguir algo, y tuvo su momento de confusión. Conjuró entonces, suavemente, a la Rosa de los Vientos, y una vez la tuvo cerca recobró el Norte, y descendió, como una vaporosa nubecilla de primavera, con gran precaución y tino, sobre las oscuras regiones donde se agazapaba el ejército enemigo.