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Con lo cual, el Abad estuvo en trance de desplomarse. Pero sujetándose a los brazos solícitos de un fraile -aquel que había, por cierto, bautizado otrora sin mucha contemplación ni respeto a Gudú-, tomó en sus temblorosas manos la corona. Pero como mucho tardaba, y mucho le costaba alzarla -pesaba más de lo que podía suponer-, el propio Gudú se la arrebató de las manos, la colocó en su rizada y negra cabeza, y dijo:

– Rey soy y como Rey os conduciré por el mejor de los caminos. Y entrego mi vida, mi saber y mi fuerza al Reino -y, con súbita inspiración, añadió-: y al grande, noble y valeroso pueblo de Olar.

A lo que los aludidos respondieron como correspondía. Y por si fuera poco, y ante la consternación del Trasgo y de más de un presente, Gudú mandó abrir la bodega del Castillo, y repartir entre todos -soldados, plebeyos y nobles- el vino de las Reservas Reales.

X. LOS HERMANOS

En el Castillo Negro Gudú repasó a los mercenarios. Les hizo formar con toda la seriedad de que eran capaces, y les contempló despacio. Comprobó que los había de muchas razas y guisas: los unos medio desnudos, apenas tapados con pieles, con cabellos hasta la cintura y largas barbas, negras o rojas; los otros completamente pelados de cabeza, de modo que sus cráneos brillaban como el cobre, al resplandor de la hoguera en la que se calentaban; y otros, abrigados como podían y con cinturas ceñidas de cuero. Pero todos iban armados hasta los dientes, y aparecían fuertes, con ojos relampagueantes, y cubiertos de cicatrices, lo que le satisfizo mucho. Luego revisó a sus propios soldados. Eran de aspecto corriente y menguadamente armados: algunos llevaban coraza, la mayoría cota de malla, y bastantes iban descalzos. En general pudo apreciar que iban mal pertrechados y que no presentaban el fiero aspecto de los mercenarios.

Los de mejor planta pertenecían a Almíbar, porque Almíbar cuidó siempre del prestigio de sus hombres. No eran muchos, pero valerosos hasta lo increíble, y bastante bien armados y vestidos, tanto es así que la mayoría llevaba coraza, unos de hierro y otros de cuero, bien guarnecidos, y de aspecto menos deprimente que los demás. También habían acudido algunos nobles, con sus hombres. Aunque no numerosos, la mayoría de ellos, en su infancia, se habían dedicado más a robarse entre sí y disputar por unas tierras, que por asuntos guerreros. Por tanto, su aspecto no era ni valiente ni adiestrado. El más importante entre éstos era el Barón Iracundio, que poseía una nutrida mesnada, al que acompañaba su hermano menor, joven de aspecto un tanto desmedrado y evidentemente confuso.

Solamente un par de nobles, cuyo feudo lindaba con el de Usurpino, no habían respondido a la llamada, y Gudú supuso que estaban dudando si unirse a él o al enemigo, por lo que, sin dilación, les envió un mensajero, conminándoles a presentarse en el término de cuatro jornadas, pasadas las cuales, y si no tenía noticias suyas, caería sobre ellos y sus tierras como si del enemigo se tratara.

Todos quedaron bastante admirados de la audacia de Gudú, y especialmente sus capitanes, pues tras ordenar que se calzase y diese de comer a toda aquella desordenada tropa, les reunió en privado y se dispuso a estudiar con ellos el asunto. Esto les maravilló mucho, y los por primera vez consultados -al menos en apariencia- capitanes, opinaron que no había tiempo que perder en conversaciones: en pocos días tendrían al enemigo encima. Un enemigo que, como bien suponían, era muy numeroso y mejor preparado que ellos.

Gudú les escuchó con atención, y cuando hubieron callado, tomó la palabra. Como no se tenía noticia de aquel Reino, lo primero que hizo fue pedir al Hechicero que le trajera aquellos extraños dibujos que de niño le llamaban la atención. El Maestro los llamaba Cartas Geográficas, y allí, en delicados colores que iban del azul profundo al tenue verde esmeralda, pasando por ocres y sombras, se contemplaba, como a vista de pájaro, el Reino de Olar y sus reinos vecinos. Exceptuando, claro está, las Tierras Desconocidas de donde llegaban las Hordas: desiertos espantosos, donde todo ser humano moría de sed y hambre, les separaban de ellos. Y se sabía de un peregrino que por error se adentró allí, y contó que, tras miles de calamidades, había vislumbrado en su confín azules y altísimas murallas que, si no fuera por el color y el brillo, podría tratarse de montañas inaccesibles.

Observando los delicados dibujitos, en los que, incluso, a ratos perdidos el Hechicero había incluido casitas, las blancas iglesias que la Reina había hecho edificar -mantenía excelentes relaciones con la Iglesia, y en especial con los Abundios-, castillos, ríos, bosques, las murallas, e incluso las cabañas de los Desdichados, Gudú se irritó un poco al ver aquel inútil hormigueo de cosas que no interesaban, pero se contentó en contemplar con fruición las tierras lindantes al Reino de Usurpino, y al espacio que, tras el gran barranco de los Gigantes de Piedra, enfilaba hacia el vecino país. Sabía, ya que lo oyó desde muy niño, que a no ser por aquel Desfiladero, aquella especie de embudo rocoso y montañoso, sus tenebrosos bosques y el supersticioso temor que inspiraba a los hombres, haría muchos años que, o bien el Reino de Usurpino sería suyo -tal y como su padre Volodioso hizo con otros, añadiendo uno tras otro a la Corona de Olar y sin dejar tierra llana, feraz o vinícola en los alrededores o lejanías que no uniese a la suya-, o bien el suyo propio pertenecería hoy a Usurpino.

Los capitanes apenas podían contener la impaciencia, pensando que Gudú perdía el tiempo con resabios infantiles en un momento tan crítico. Pero entonces, teniendo a su lado al viejo Maestro -del que se deshizo en elogios que dejaron a toda la Asamblea boquiabierta-, les explicó cuánto y con qué provecho había aprendido de aquel hombre, tan humilde y sin embargo tan sabio.

El mismo Hechicero se sentía incómodo -su modestia era relativamente cierta-, pero muy ilusionado al oír que aquel discípulo que él tenía como poco atento y bastante díscolo, se presentaba de improviso como un alumno más que aprovechado y sagaz. Escuchó complacido cómo Gudú instruía a toda aquella gente analfabeta, sobre los mapas y otras cosas que él había pacientemente trazado años atrás.

– Ahora ved una prueba más de la sabiduría de nuestro Maestro, a quien todos debemos venerar sin el menor recato. Pues hora es ya que contemplemos, de una vez, cómo es y hasta dónde llega el Reino de Olar, que mi noble padre supo crear y nosotros engrandeceremos y aseguraremos en nuestra medida. Pues él es quien ha sabido hacer, con gran tino y precisión, adivinar y trazar los contornos de esta tierra: sus montañas, sus ríos, sus praderas, sus bosques, las regiones del Sur, con sus viñedos, que afortunadamente nos proporcionan una ventana asomada al mar; e incluso, ahora, la Isla de la Reina de Leonia.

Tanta admiración causaron aquellas palabras que, a codazos, pisotones y empujones, todos querían descubrir cuál era su tierra, dónde estaba su castillo, dónde su casa; y mucho maravillaba la Isla de Leonia, de la que todos hablaban pero muy pocos conocían.

Entonces, el Rey mandó degollar una cabra y traer su sangre. Y tomando una pluma de ave muy aguda -como había visto hacer al Hechicero, espiándole durante noches y noches, y en cuya cámara había logrado entrar, limando su cerradura, y cuyo cofre había escudriñado, y cuyo pergamino había robado-, dijo:

– Mirad esta línea roja que desde el Castillo de Olar trazo -y la trazó, mojando la pluma en la sangre-. Y de este modo os marcaré mi ruta. Para que todos sepáis por dónde iremos y adónde llegaremos -y la línea roja se detuvo en el macizo que, con mucho primor, representaba la inexpugnable zona de los Desfiladeros. Y llegando allí, con una solemne cruz, tachó el Reino de Usurpino. Y dijo-: Pues así, como acabo de hacer, juro solemnemente borrar del mundo y del recuerdo los nombres del Reino de nuestros enemigos. Y en su lugar, el nombre de Olar, como aguas de un mar que nadie puede contener, invadirá esta tierra hasta el fin del mundo.

Mordió el extremo de la pluma de halcón y dijo que no debían acudir en masa al enemigo, como tenían por costumbre, sino que, muy arteramente, le engañarían y conducirían a trampas «exactamente como se hace con la caza del jabalí, el corzo y todo lo demás».

Los capitanes parecían confusos, y alguno que otro se decía que Gudú, aun en vísperas de cumplir quince años, no había dejado la infancia del todo, por lo que íntimamente se sintieron muy desdichados. ¿Iban a ser conducidos a la muerte y la derrota por un niño imbécil, mandón y descarado? Con palabras no se ganan batallas, ni con dibujos, ni con altanería, pensaban.

Pero allí estaba Predilecto. Hacía rato notaba la zozobra en aquellos rudos hombres, y sus dudas. Así que tomó la palabra y, con su voz suave y persuasiva, les convenció de la razón de Gudú. «Id con fe a lo que él os conduzca, pues yo veo que tiene mucho seso todo lo que dice, y es más, el Rey Gudú quedará en la memoria de las gentes por su inteligencia y forma de llevar la batalla.» Todos sabían -los rumores corren rápidamente- que si bien el Rey no era extraordinariamente brillante en sus lecciones, no podía decirse lo mismo de Predilecto; y que si el pequeño Gudú dio siempre indudables muestras de valentía, fuerza y arrojo, no menos podía decirse de Predilecto. Así que bajaron la cabeza y, encomendando su alma a Dios o al Diablo -según sus conciencias-, se aprestaron a obedecer aquel extraño plan, del que, hasta el momento, no tenían antecedentes. Gudú parecía complacido.

Prestamente se dirigió al Salón de la Asamblea, convocó a los nobles, a la Reina y a sus capitanes, y, ante el asombro de todos -y especialmente del interesado-, dijo:

– Mi noble Maestro, preparaos para el viaje, porque me vais a acompañar.

– ¿Yo? -gimió el anciano, que sintió erizarse los pocos cabellos que aún merodeaban lánguidamente por su rosada calva-. ¿Qué tiene que hacer un anciano achacoso en semejantes lances? Sólo la daga de madera de un niño que juega a soldados podría yo sostener…

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