– Señor…, ¿qué haréis con el Príncipe Contrahecho? Gudú le miró a los ojos, y contestó, con prudencia:
– Mi madre lo guardará con esmero, se le tratará con todo honor, y cuando tenga edad para ello, le restituiremos en el trono. Dicho lo cual, dio por terminada la cuestión. Pero ni siquiera un alma tan dispuesta a lo mejor como la de Predilecto pudo creer tal cosa.
La Reina encargó a Dolinda que preparara una estancia junto a la suya, donde alojar a la nodriza y al pequeño Príncipe Contrahecho. Cuando se asomó a la cuna del pobrecillo jorobado, una suave luz -en verdad poco usual en ella- endulzó sus ojos, y murmuró:
– Pobre niño. Juro que, aunque mi hijo me lo pidiera un día -y algo le decía en su interior que eso sucedería-, nadie te hará daño mientras yo viva.
Luego desprendió cuidadosamente del cuello del niño el rubí con los signos de la realeza, y lo guardó en lo más profundo del cofre de sus joyas.
Aquella misma tarde, el Trasgo, que oteaba desde las almenas, anunció a la Reina, con suaves golpes de diamante, que las palomas enviadas habían regresado. La Reina acudió presurosa, y, tomándolas en el regazo, examinó sus patas. En cada una de ellas había un cartucho, muy bien sellado y lacrado en oro.
– He aquí -dijo, encantada- una prueba de auténtica realeza. El Trasgo despidió a las palomas, esta vez en silencio, y la Reina reunió a su camarilla íntima. Pero en esta ocasión pidió al Rey que, juntamente con su hermano Predilecto, se les uniera. Una vez estuvieron reunidos, la Reina mostró los pergaminos que contenían ambos cartuchos: en uno de ellos, cierto extraño Rey accedía a casar a su hija, la Princesa Tontina, con el poderoso, joven y glorioso Rey Gudú -de cuyas hazañas ya habían llegado noticias a su Corte-. Y como el viaje era largo y lleno de dificultades -explicaba-, la llegada de la Princesa, con su escolta, tardaría treinta días; que vendrían por los arrecifes del Mar del Norte, y navegarían por el Gran Río hasta el Reino de Gudú. Y que de allí, en fastuosa -según la descripción hecha con todo pormenor- pero alegre cabalgata, entrarían en Olar. Así mismo anunciaba que la Princesa portaba tres cofres de joyas y algunas fruslerías más, así como una considerable cantidad en oro, como dote. Y que, en fin, les deseaba fueran muy felices y tuvieran muchos hijos. Este final sorprendió a todos. «Eso lo he oído en alguna parte», rememoró Almíbar, levemente soñador. Gudú estaba muy perplejo.
– Madre -dijo-, ¿estáis segura de que es la Princesa que me conviene?
– Así lo creo, hijo -dijo la Reina-. Observad, en este otro cartucho, su retrato.
El Rey Gudú tomó el retrato en sus manos. Y Predilecto se asomó a contemplarlo, tras su hombro. Pero con tan mala fortuna, que la piedrecilla azul que la Reina le había dado, en su extremo más agudo vino a clavársele en el pecho. Y le produjo un dolor tan vivo que palideció, y entre aquel dolor contempló, maravillado, el rostro de la muchacha más particular que jamás había visto. Era muy linda, ciertamente, pero aun por encima de su belleza, resplandecía de alguna forma, y Predilecto pensó que en cierto modo se parecía a alguna lámpara, de aquellas que, en cristalino vidrio, esparcían un resplandor rosado y tenue.
– Ah, está bien -dijo Gudú-. ¿Qué edad tiene?
– Trece años -mintió su madre, pues tenía once.
– ¿Y cómo decís que se llama?
– Tontina -dijo la Reina.
– Ah, no -dijo el Rey con decisión-. Habrá que cambiar un nombre tan ridículo. No es posible una Reina que se llame Tontina.
– Pero hijo, no te preocupes por esas nimiedades -dijo Ardid-. Tontina, en su país, no significa lo mismo que en el nuestro.
El Rey dudó un poco, y, al fin, dijo:
– ¿Pero cuál es su tierra, cuál es su dinastía?
Entonces, el Hechicero intentó hacérselo comprender, pero era tan largo y complicado, tan sutil y enredado como un encaje finísimo. Al fin Gudú se impacientó, y dijo:
– Abreviad, os lo suplico, Maestro, que no entiendo nada.
– Bien -dijo el Hechicero-. Al menos entended una cosa: que por línea materna está emparentada, y es descendiente directa, de aquella Princesa del cabello negro como el ébano y la piel blanca como la nieve que fue malvadamente asesinada, y permaneció incorrupta hasta que se la rehabilitó, con un beso de amor; y por línea paterna, de aquella otra hermosísima Princesa que durmió durante cien años hasta que, también, la despertó un beso de amor.
– Oh -dijo súbitamente Almíbar-. Sí, sí, he oído o leído mucho sobre esa gente. Grandes gentes, en verdad.
Pero Gudú le miró duramente, y opinó:
– Gente de poco seso, a lo que parece.
Pero, en fin, lo hecho, hecho estaba; y tras observar el rostro de la Princesa, sus rubios cabellos y sus enormes ojos, que tenían, según se miraran, el verde profundo del mar, el azul claro de la mañana o el dorado de la tarde, opinó que no había que dar más vueltas al asunto.
– ¿Qué tienes, Predilecto? -dijo, al fin-. Estás pálido.
– No sé -dijo el Príncipe. Y desabrochando su jubón vio que la piedra se había clavado en demasía. Suavemente, el Hechicero la desprendió, y le enjugó una gota de sangre. Los colores volvieron a su rostro y sonrió. Pero el Hechicero, al quedar solo, permaneció meditativo, contemplando la sangre que había quedado en sus manos. Y, como tantas otras veces -cuando comprendía que las palabras no valían, en casos parecidos-, movió con tristeza la cabeza.
Apenas habían pasado doce días de esta escena llegaron sudorosos emisarios del Norte del país, con la noticia de que el Rey Usurpino, su hermano el Conde Tuso y los príncipes Soeces habían declarado la guerra a Olar. Y que, como era costumbre en estos casos, la primera manifestación hecha al respecto había sido arrasar e incendiar las aldeas próximas al Desfiladero, pertenecientes al Reino de Gudú. Las campanas volteaban a rebato, y despavoridos, los campesinos huían hacia el interior. De esta forma, todos supieron lo que Gudú deseaba y el resto temía: que, nuevamente, la guerra había llegado.
La Asamblea de Nobles acudió a Olar, presurosa. Y también los otros nobles: caballeros y señores que no pertenecían a tal Asamblea. Gudú reunió a sus jefes en el Patio de Armas del Castillo de Olar. Y, al tiempo, envió a Randal en busca de los mercenarios, que aguardaban impacientes en el Castillo Negro. Y aquella noche Gudú apareció ante sus nobles, y ante sus soldados, y ante gran parte de ciudadanos, que se apiñaban, aterrados, junto a las murallas del Castillo -cuyas puertas hizo abrir, y bajar los puentes levadizos, de forma que todos cuantos pudieran presenciar lo que se proponía, lo presenciaran-. Y así, vestido por vez primera con cota de malla y una muy crujiente coraza de cuero y piezas de metal, al resplandor de la gran hoguera central que había hecho prender, dijo, con gran solemnidad, desenvainando la espada -y de pronto todos comprobaron que no era su acostumbrada espada de hierro, sino la espada de su padre Volodioso:
– El Rey Usurpino y mis hermanos los Príncipes Soeces, acuciados por el ex Consejero, el traidor Conde Tuso, han declarado la guerra a nuestro pueblo. Así pues, juro defender este Reino y este pueblo, hasta la última gota de mi sangre.
Estas palabras hacían, en verdad, gran efecto, y especialmente en el -tan raramente mencionado- pueblo, que fue el primero, llevado en parte por el pánico, en parte por la admiración, en gritar de entusiasmo.
Una vez se acallaron, Gudú exclamó:
– Hemos reunido cuantos hombres están disponibles y cuantas armas han sido posibles. Tengo, además, en reserva, fuerzas de mercenarios aguardándome en el Castillo Negro. Todas las noticias hacen suponer que el Ejército del belicoso y feroz Usurpino es muy superior en hombres y armas, y además cuentan con la defensa de su privilegiada situación geográfica. Sé que la lucha será encarnizada y muy cruel. Pero, con la misma seguridad que tengo en esto, os juro que no regresaré a Olar si no es de dos maneras: enarbolando la victoria, la paz y las cabezas sangrantes de los traidores, o muerto.
De nuevo, el vocerío se levantó hasta el cielo. Una vez dichas estas cosas, y habiendo enardecido suficientemente a nobles y plebeyos, el Rey hizo un gesto a su hermano Predilecto. Y éste, levantando su espada, dijo:
– Nobles señores, noble pueblo de Olar, si el Rey es quien nos salvará de la maldad de nuestros enemigos, el Rey debe ser coronado.
Y antes de que la Asamblea tuviera tiempo de meditar aquellas palabras, el pueblo ya aullaba entusiasmado -pues se le daba ocasión de contemplar, raramente, un espectáculo en verdad superior a todas las farsas de comediantes-. Y el joven paje de Almíbar, llamado Riso, se aproximó con un cojín de terciopelo granate, en donde reposaba la corona.
Entonces entendió el Abad de los Abundios el porqué se le había convocado en aquella ocasión, y, adelantándose, revestido de toda la magnificencia que le permitía su edad, su corta estatura y su reúma, dijo:
– Así será, Señor, y como coroné con mis manos la cabeza del muy noble y amado Volodioso -y evitó reverdecer el espanto y el miedo que tal nombre le inspiraba-, así mis manos os ungirán como Rey de este país de Olar, por la Gracia de Dios.
A lo que se apresuró a decir la Reina:
– Sí, buen Abad Abundio. No en vano mi corazón me avisó de vuestra fiel y noble persona, y hace quince días que partieron hacia Roma emisarios que pedían para vos el obispado.