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El Trasgo -que aunque no había llegado a su acostumbrada borrachera, empezaba a sentir sus primeros efectos- opinó, con voz un tanto tartajosa:

– Al decir de quienes saben más que yo, recuerdo que una vez algo muy curioso escuché a un puro gnomo: y éste dijo que si un humano deseaba vengarse de otro, ninguna venganza más feroz había que instarle (o condenarle) a matrimonio.

– ¿A matrimonio? -dijo el Hechicero, revolviendo pensativamente el caldero donde ensayaba una cocción de Raíces Fuentes de juventud, sin resultados aún previsibles-. No veo la relación que ello pueda tener con lo que nuestra niña dice.

– Nuestra niña es lo suficientemente inteligente para entender a este viejo borracho -dijo el Trasgo, haciendo barbotear una risa prestada al hervor del caldero, que dicho sea en honor a la verdad, llenaba de un apetitoso aroma la estancia. A medida que el invierno avanzaba y su intimidad iba en aumento con el Hechicero y Ardid, iba tomándole mayor gusto a la risa, aunque fuera de segunda mano, y llamaba a la pequeña «nuestra niña», como el Hechicero.

Ésta les escuchó pensativa, mordiendo una raicilla que, según recomendó el Hechicero, no sólo nutría, sino que fortalecía los dientes y las encías. Al fin, dijo:

– Pues bien: me casaré con él.

– ¿Pero qué dices? -el Hechicero frunció las cejas-. Según mis cálculos aún no tienes siete años. No estás en edad de esas cosas. Y por otra parte, no estoy dispuesto a semejante crimen: ¡entregar a lo que más estima mi viejo corazón a ese lobo singular! Te despedazaría a ti (y a mí por añadidura), si es que tan sólo llegáramos a insinuar tan peregrina proposición -y añadió, mirándoles con la severidad que le permitió su estatura sobre los restantes contertulios-. No sé qué disparate mayor, comparable a éste, puede cocerse en mentes de niños o de borrachos.

– Pues demuestras estar muy mal informado -continuó el Trasgo del Sur, echándose al coleto un buchecito más largo de lo prudente-. Según mis noticias, el Rey Volodioso contrajo primeras nupcias (por razones de Estado) con la hija del Rey de los weringios cuando ésta tenía seis meses. Claro que esta criatura fue fácilmente eliminada antes de hallarse en edad de ejercer o reclamar funciones de esposa. Volodioso tenía otros proyectos más urgentes que llevar a cabo.

– Bueno -dijo el Hechicero-, pero con ello no queda rebatida la estupidez de semejante idea, ni la desgracia que puede acarrear tal proposición…

– Dejadme pensar-les interrumpió Ardid.

Y retirándose a su rinconcito predilecto, estuvo arañando el suelo con una ramita. Hasta que al fin exclamó:

– No sé cómo os las ingeniaréis, pero como sois aún más duchos que yo en sutilezas y artimañas, debéis conseguir que ese matrimonio se lleve a efecto. Y si no lo hacéis, en cuanto raye el alba me marcharé de aquí y no me veréis más: no estoy dispuesta a pasar mi vida en este agujero, oyendo los delirios de dos viejos necios.

La dureza de aquellas palabras dejó mudos de espanto y de pena a los dos ancianos -bien que el Trasgo no era aún anciano, sino muy lozano representante de su especie.

– No serás capaz de apuñalar tan cruelmente nuestros sentimientos -dijo el Hechicero, con lágrimas en los ojos.

Por su parte, el Trasgo quedó pensativo, y sus ojillos de endrina parecían querer ocultarse en la maraña de sus cejas escarlata.

– Niña, niña -dijo al fin-, no debías sembrar sentimientos tan dolorosos en quienes te rodean. No dice bien de tu educación -y miró con reproche al Hechicero.

– Si no te dieras al vino como majadero que eres -se exaltó el anciano-, no proferirías tan ridícula sugerencia, ni te hallarías ahora envuelto en ese funesto -para ti- cariño hacia esta tierna desagradecida.

– Pues bien -dijo Ardid, mirándoles con sus brillantes ojos negros, que rebosaban fiereza y una pizquita de burla-, sea como sea, así lo haré. Con que si es verdad que tanto me queréis, empezad a urdir un plan que no resulte demasiado idiota. Voy a dormir y cuando despierte quiero saber qué habéis decidido.

Entre algunas discusiones más, los dos viejos acabaron, al fin, dispuestos a elaborar el malhadado plan.

Aún no había asomado el sol cuando, entre tiras y aflojas de mayor o menor agudeza, aunando sus fuerzas y entendimiento, el Hechicero y el Trasgo llegaron a proponer la siguiente aventura:

– Querida niña -dijo el Hechicero, despertándola-, creo que al fin hemos dado con algo útil. Siéntate, échate agua a la cara y escucha con gran atención lo que te vamos a decir.

Con gran diligencia hizo Ardid ambas cosas. Y sentándose en el suelo, con las piernas cruzadas como tenía por costumbre para la lección, abrió mucho los ojos y oídos.

– Aunque el Trasgo no ama las tierras del Norte, en especial porque se acercan al Lago de Olar y quedan muy próximas a la Dama del Lago (de la que justamente teme algún castigo o desplante), tanto es el cariño que has despertado en él, que se halla dispuesto a horadar los caminos ocultos y llegar hasta el Reino de Volodioso. Una vez allí, sembrará en las gentes la creencia de que en las cercanías existe una prodigiosa criatura, Princesa de Allende el Mar, recién arribada a estas costas por culpa de la saña de los sarracenos, o similares, arrasadores del Reino de su padre. Y que ella, acompañada sólo de un anciano y fiel servidor, ha asombrado a todos aquellos por cuyas tierras pasa con la gran sabiduría que atesora. Y que esa sabiduría convierte en ricos y poderosos a quienes de ella se benefician. Pero dicha Princesa sólo guarda el tesoro de su total sapiencia para aquel que acepte o elija como su esposo, con cuyo matrimonio le será transferida. En especial, se hará conocer el gran talento que posee en matemáticas, astrología y botánica, amén de los mil conocimientos aliviadores del dolor físico y la facultad de dispersar la peste. Como todos conocemos la gran ignorancia que aflige a Volodioso, y cuánto él se lamenta, preocupado sólo en su sanguinario engrandecimiento, de no haber llegado a conocer ciencia alguna, bien cierto es que no tardará mucho en buscar a quien puede decirle cuánta es la capacidad de talento y los conocimientos de tal Princesa. Ésta, que eres tú, tapada con un velo, no dejará ver su rostro antes de que se haya celebrado el matrimonio: sólo así, se dirá, podrá su esposo alcanzar iguales talentos y sabiduría. Una vez el matrimonio se verifique, tu astucia sabrá hacer el resto. Pues eres tú quien así lo quiere, y tú sabrás cómo piensas utilizar ese matrimonio para tu venganza.

– Descuidad -dijo Ardid-, esta parte del plan me pertenece a mí. Vosotros cumplid vuestra tarea. Y ahora apresuraos a recoger nuestras cosas, porque nos marchamos de aquí.

– ¿Ahora? -gritó el Hechicero-. ¡No es posible! Nadie debe veros antes de ese malhadado matrimonio (si es que se verifica). -No iremos a Olar, por supuesto -dijo Ardid-, pero nos acercaremos allí. Y permaneceré escondida, hasta que el Trasgo juzgue que ha llegado el momento oportuno de presentarme al Rey.

Como no era posible contradecir a Ardid, obedecieron. Y cuando los tres abandonaron el ruinoso Torreón de Ansélico y emprendieron el camino hacia las tierras del Norte, el invierno ya tocaba a su fin y la hierba aparecía tímidamente entre la escarcha. Ardid cogió las primeras campanillas azules, y subiendo a la gruta, cubrió la parca tumba de su padre y su hermano. Luego, bajó al valle, y junto a su Maestro, siguieron la ruta que les marcaba el Trasgo bajo tierra, a golpes de martillo. Resonaban como lejanos tambores o como cascos sofocados de corceles. Así, emprendieron el camino que había de llevarles al Reino de Olar y a su cruel Rey.

Ya estaba avanzada la primavera cuando, por fin, atravesaron las Lisias. Por la colina Norte vieron algunos caballos, que los campesinos dejaban sueltos para que pacieran a su placer. De entre todos ellos, uno, negro y hermoso, llamó la atención de Ardid.

– Trasgo -llamó, acercando su boca al suelo, bajo el que sentía el martillo de diamante-, haz que ese joven caballo sea tan blanco como la nieve y que sus ojos tengan el azul del cielo. Así tendré un aspecto más imponente el día en que, montada en él, pueda acercarme al Rey. Convenientemente tapada, pasearé a sus lomos entre las gentes, mientras mi querido Hechicero lo lleva de la brida. Porque no se concibe dama de alcurnia a pie y medio descalza, como voy yo.

Y volviéndose al Hechicero, añadió:

– Búscame ropas adecuadas y un velo, porque tal como voy, sólo con un mendigo podría comparárseme.

El anciano movió la cabeza con tristeza:

– Es cierto -dijo-, y no sabes cuánto me duele ver que una criatura tan hermosa debe ir tan mal aderezada, cuando sé que cualquier necia y estúpida cortesana, que desnuda sólo sería un pellejo repleto de vanidad, parece una princesa, vestida lujosamente.

El Trasgo asomó la cabeza por entre una mata de tomillo, y poniendo la mano sobre los ojos -pues el sol daba de frente- divisó el caballo.

– No será difícil -dijo-. Mi poder no está tan menguado, espero, como para no conseguir una cosa semejante. Porque has de saber, querida niña, que no es con estúpidas hierbas propias de aficionados hechiceros como yo pinto las cosas -y miró burlonamente al anciano-. Lo que puedo conseguir es conducir la luz de tal manera, que todo ojo humano que se pose en el caballo lo vea tal y como tú deseas.

– ¿La luz? -se inquietó la niña-. ¡No es la luz quien levanta los colores!

– Muchas cosas ignoráis tú y tu Maestro, todavía -dijo el Trasgo. Y ante el asombro del Hechicero y Ardid, condujo la luz. Y el caballo negro se tornó blanco como la nieve, y sus ojos, azules.

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