Cierto día de septiembre apuntaron los racimos, aún muy tiernos y diminutos. Pero con tal alborozo fueron saludados por los tres, que aun a costa de lo mucho que le costaba arrastrar las piernas, el Hechicero les acompañó -si bien moderadamente- en sus regocijados bailes en torno a los frutos recién nacidos.
Desde aquel momento, el Trasgo del Sur y Ardid acudían todos los días a la viña y comentaban los adelantos y novedades. El Trasgo ahuyentó a los dañinos animales que, a juicio de Ardid, podían estropear la cosecha, y aumentó los zumos que de la tierra y las raíces podían absorber y más favorecerles. Y pasaban el tiempo entre trabajos, charlas y bailes, persiguiéndose entre las cepas, bajo el sol maduro y la cálida lluvia que anuncian el otoño. Así pudieron calcular cuándo podría comenzarse a vendimiar.
En tanto que el Trasgo aprendía de la niña, y el Hechicero del cultivo y cuidado de la viña, la niña aprendía del Trasgo muchas cosas. Y entre lo que de éste aprendía y lo que su Maestro le enseñaba, a los seis años era la criatura más prodigiosa en conocimientos que pueda imaginarse. El Hechicero no dejó ni un solo día -tanto los que permanecieron en la cueva, como cuando se refugiaron en las ruinas del Torreón- de impartir sus acostumbradas lecciones a la pequeña. De este modo, su ciencia matemática crecía junto a su ciencia del Subsuelo; y si sus ojos parecían antes los de una ardilla, ahora tenían la gravedad, la astucia y la profundidad de un ser muy superior. Y en ellos residía gran parte de la belleza que, en el transcurso de los años, había de volverla tan seductora.
Ya estaba cercano el día en que decidieron recolectar los racimos, cuando oyeron aproximarse, desde la lejanía, unos cánticos conocidos. La niña y su Maestro se apresuraron a esconderse en el subterráneo del Torreón y, llamando al Trasgo con los nudillos, la pequeña Ardid aproximó los labios al suelo y murmuró en voz muy queda:
– ¡Trasgo, hemos de andar con cuidado, porque se acercan los viñadores de Volodioso! Esos cánticos que trae el viento acompañan los de la época del vino: las viejas canciones de septiembre, que muy bien conozco.
– Cierto -dijo el Trasgo, estirando sus puntiagudas orejas-. Ocultaos con cuidado que yo también lo haré, pues desde las últimas alegrías, tal vez abusé de los tragos y no ando seguro del grado de mi contaminación.
Arrebujados el uno en las raíces de la viña, los otros en el subterráneo, oyeron, poco a poco, las pisadas y las voces de los viñadores. Luego, el ruido de carros, el entrechocar de sus cuchillas, sus risas y sus bromas.
Apenas habían recolectado un cuarto de la viña, los hombres de Olar se aprestaron a tenderse, rendidos de fatiga, bajo los cercanos almendros. Apretándose unos contra otros para darse calor, pronto quedaron dormidos. Cuando el sonoro ruido de sus ronquidos llegó hasta ellos, Ardid y el Trasgo salieron muy sigilosamente y, tomando las cestas de juncos, que para el caso había confeccionado y guardado el Trasgo en su pasadizo, aprestáronse a dejar la viña totalmente desnuda de grano. Pero si bien la niña se apresuraba hasta que su corazón parecía salírsele del pecho, y lo sentía en la misma garganta como si un pájaro quisiera huir de su jaula, la rapidez del Trasgo era ochocientas veces ocho superior a la de ella: y no apuntaba el día, ni con mucho, cuando ya habían llenado todas las cestas y, con ellas a hombros, regresaban por el pasadizo hasta el sótano del Torreón.
Una vez allí, el Hechicero apagó precipitadamente el fuego, para que no les delatase. Atrancaron bien la puerta y se apiñaron en la antigua bodega, en espera de que desaparecieran los viñadores.
Cuando despertaron, los hombres quedaron muy asombrados al comprobar que, durante aquella noche, la viña había sido totalmente despojada de racimos. En realidad eran soldados, ex campesinos alistados más o menos a la fuerza en las milicias de Volodioso. A los más expertos, el Rey de Olar les enviaba a vendimiar, por ser cuestión de gran importancia para él. Todo el día anduvieron recelosos por los alrededores, provistos amenazadoramente con largos palos y llenando el aire de juramentos. Al atardecer, se acercaron al ruinoso Castillo: pero les pareció tan agorera su negra silueta, que sintieron un gran escalofrío calándoles hasta los huesos. Como muchos de ellos habían participado en su saqueo y destrucción, tuvieron para sí que tal vez los espectros del Barón Ansélico y su hijo, cuyas cabezas habían clavado en lanzas, y de las cuales no quedaba el menor vestigio -cuando al menos, sus cráneos mondados debían brillar al atardecer-…regresaron presos de espanto a los almendros. Reunidos en temblorosa asamblea, decidieron que debían alejarse de aquel lugar y comunicar al Rey Volodioso que algún espíritu maligno andaba por tales lugares. Recordaban que, según el decir de las gentes, el Barón había sido educado por un viejo extranjero, sospechoso de brujería. Tras mucho deliberar qué les daba más miedo, si la proximidad de los espectros o la ira de Volodioso, al fin decidieron no hacer ni lo uno ni lo otro. Esto es, ni permanecer en tan siniestro lugar ni presentarse en Olar con las manos vacías. Por lo que, despidiéndose los unos de los otros con grandes muestras de aflicción, se separaron en grupos de dos o tres, y se lanzaron en busca de algún puerto donde embarcar hacia lugares donde nadie pudiera hallarles.
Cuando el último soldado-viñador hubo desaparecido, el Trasgo -que seguía sus pasos bajo tierra- volvió al pasadizo secreto y comunicó las buenas nuevas a sus amigos. Al oírle, Ardid y el Hechicero se alegraron indeciblemente. Y desde aquel punto y hora, decidieron disponer de la cosecha. Según habían convenido -teniendo en cuenta que el Hechicero y Ardid eran mayoría-, dieron un tercio de las canastas al Trasgo. El resto lo distribuyeron según el Maestro indicó: la mitad se conservaría confitada en tarros y la otra convertida en vino -que, pese a todo, hubo de admitir como una sustancia de gran alimento-. El Trasgo quería sólo vino, y poco o nada pudieron contra tamaña temeridad. Pero al fin, hubieron de plegarse a sus deseos, sobre todo considerando que los alimentos de un Trasgo nada tienen en común con los de las criaturas humanas. Acudieron al lugar donde en tiempos se alzaba el lagar y, hallándolo en buen estado, se dispusieron a fabricar el codiciado tesoro. Y tan bien lo pasaron, y de tanta ayuda y diligencia fue el Trasgo en este menester -bien lo había aprendido de otros hombres, para causa de su mal, en otro tiempo-, que los odres quedaron llenos en menos tiempo del imaginable; y se aplicaron con ahínco a restaurar y luego llenar el viejo y gran barril que aún quedaba en la bodega. A poco, muy contentos, celebraron su particular fiesta de la vendimia.
Y en esto se hallaban cuando avistaron en lontananza un grupo de soldados de Volodioso. Desde su escondite, les vieron pasar y recorrer toda la zona. Seguramente iban en busca de los viñadores fugitivos. Pero al cabo de unos días y ante el agorero silencio, ruina y misterio que ofrecían aquellos parajes, ante la viña sin fruto y la desaparición del grupo anterior, un escalofrío debió recorrer sus espaldas. Eran olarenses al fin y al cabo y, como tales, supersticiosos. Y el aspecto que ofrecían las ruinas del Castillo y aldeas adyacentes decidió al jefe de la expedición:
– Está claro que algún embrujo aletea en este lugar. Y como, según vemos todos, la viña aparece despojada, creo que debemos regresar a Olar para contar al Rey todo lo que hemos visto. Y partieron.
Después del otoño llegó el frío, y los tres amigos permanecieron encerrados en la torre. Ardid y el Trasgo -ya que la estatura de la niña aún lo permitía- correteaban a veces por los túneles subterráneos. Así, en cierta ocasión, mientras Ardid revolvía con sus uñitas las raíces, por si atinaba a apresar algún resplandor -que huían sin remisión de entre sus dedos-, tocó algo duro y cálido a un tiempo. Tiró de aquel objeto, y quedó súbitamente pálida y tan temblorosa, que hubo de sentarse en el suelo. El Trasgo, perplejo, preguntó:
– ¿Qué te ocurre, niña?
Ardid le mostró su hallazgo: era aquel soldadito que su hermano pequeño había fabricado para ella. Y dijo:
– Este juguete lo hizo para mí el más joven de mis hermanos. Yo apenas jugué con él ni con nada, porque prefería estudiar a estas cosas. Pero el último día en que lo vi, me dijo que lo llevara conmigo. Pero yo lo enterré: el Hechicero me enseñó que no debemos recrearnos en nuestro corazón, si deseamos ser grandes y sabios. Ahora lo he encontrado, y he visto de nuevo a mi hermano. Por eso siento un dolor tan grande.
– Verdaderamente -dijo el Trasgo-, el amor humano debe ser un terrible azote, o un gran castigo.
Arrebató el muñeco de las manos de Ardid y fue a ocultarlo lejos, donde nadie -ni siquiera los gnomos- lo encontraran. Después, las tardes fueron cada vez más cortas y las noches más largas. Y reunidos los tres junto al fuego, muchas historias y secretos se contaron, y así sus conocimientos se intercambiaban y acabaron interesándose mucho los unos en los otros. Hasta que llegó un día en que el Trasgo empezó a decir que los humanos le parecían gente muy particular, y que mucho le agradaría convivir algún tiempo con ellos. Cuando esto decía, solía estar bastante borracho, pero no por ello manifestaba algo que no deseara de verdad. Y si bien, según las apariencias y los dichos, su contaminación crecía, también el saber del Hechicero aumentaba. Y de ambos, mucho aprendía la pequeña Ardid y mucho reflexionaba.
Una noche en que se calentaban los tres junto a las brasas, dijo la niña:
– Estoy dándole vueltas a una idea.
– ¿Qué idea es ésa? -le preguntaron.
– Según puedes recordar, Maestro, yo te juré que me vengaría del Rey Volodioso. Y estoy cavilando que va siendo hora de poner en práctica esa venganza. Por tanto, ya que tanto sabéis de estas cosas, quisiera que me aconsejarais cuál puede ser la venganza más acertada.