– Es muy hermoso -dijo el Hechicero-. Pero ¿cómo lo atraeremos?
– Eso es cosa tuya -contestó el Trasgo-. Respecto a palabrería convincente, conoces la suficiente. Tanta como para no molestarme más en semejantes minucias.
Y desapareció de nuevo bajo tierra.
El anciano abrió su cofre, extrajo el Rollo de la Verdad y la Mentira y, a poco, recitó una larga oración dirigida al caballo. Éste, al oírla, levantó la cabeza, olfateó el aire y, mansamente, se acercó a ellos. Se paró junto a la niña y pasó su belfo, rosado y tibio, sobre los rubios y enmarañados cabellos de la pequeña Ardid.
Dando un grito de salvaje alegría, la niña se asió con las dos manos a su larga crin. Pidió al Hechicero que la encaramase a su lomo, y una vez estuvo sobre él, cabalgó por la colina, las deshechas trenzas al viento, como de fuego bajo el sol del mediodía.
«Verdaderamente, es una Reina», se dijeron los dos viejos. Todo era poco -pensaron- para conseguir que, algún día, se cumplieran todas sus esperanzas.
Había allí cerca una cabaña ruinosa que, en tiempos, servía a los pescadores del Lago para guardar las redes. Hacía ya tiempo que no pescaban en él, pues había cundido la noticia de que los malos espíritus lo inundaban. Muchos jóvenes desaparecían con sólo asomarse a sus aguas, y esto hizo pensar a las gentes que aquellos parajes estaban repletos de maligno poder. Pero la cabaña abandonada sirvió al Hechicero y Ardid para cobijarse y aposentarse. Una vez se hubieron medianamente instalado, llamaron al Trasgo, dispuestos a tomar las próximas decisiones.
Al día siguiente, y aun a sabiendas de que esta operación le mermaba días de vida, el Hechicero fabricó la nube voladora. A lomos de ella, merodeó sobre la ciudad y los contornos. Vio unas lavanderas que, cerca del Castillo de una noble dama, lavaban la ropa y la tendían al sol. Por el tamaño de algunas prendas, el anciano calculó que la dama debía tener una hija de la edad de Ardid. Y así pensando, descendió con suavidad, llenó de niebla el arroyo, y en tanto las lavanderas se llevaban las manos a la cara y maldecían tan extraño contratiempo, hurtó algunos vestidos y un par de zapatitos y regresó a la cabaña.
Ardid los combinó como mejor pudo y se vistió con ellos. Con los rubios cabellos bien trenzados y aquella ropa, parecía una joven princesa. Al menos, así lo juzgaron los dos viejos que, a la luz del fuego, la contemplaron extasiados.
– Trasgo -dijo la niña-, conduce la luz de forma que esta ropa cambie de color para que nadie pueda reconocerla. Lástima -añadió- que no pueda apenas soportar estos horribles zapatos.
Y así diciendo, se descalzó y lanzó al aire los zapatitos dorados. Acostumbrada a vagar de aquella guisa por los campos, se le hacía intolerable encerrar sus pies en cosa alguna.
– Guárdalos -dijo el Hechicero-, porque el día en que te presentes al Rey de Olar, no puedes ir descalza como una campesina. Así lo comprendió Ardid, y mientras el Trasgo conducía la luz y todas sus ropas se tiñeron de un tono parecido al del otoño en los viñedos -color que él prefería-, la niña guardó los zapatos en el cofre de su Maestro.
A menudo, durante aquel tiempo que pasaron en la cabaña junto al Lago de las Desapariciones, el Trasgo hizo incursiones por las aldeas comarcales, por los burgos y por la zona más populosa de la ciudad. Solía introducirse en los carros de los vendedores de hortalizas que voceaban su mercancía junto a la Muralla, penetraba en el Mercado, y su paso fugaz era con frecuencia achacado a ráfagas de viento -mientras, asustados, se les erizaba el lomo a los gatos-. Incluso, en cierta ocasión, un campesino, que se dirigía a la ciudad con su borrico cargado de hortalizas, le confundió con una raposa, y le anduvo a la zaga, esgrimiendo una feroz guadaña. Esto le llenó de terror, por lo que se ocultó bajo una mata de endrinas: pues aunque bien sabía que contra su sustancia nada podían las armas humanas, aquella circunstancia le avisaba de que iba tornándose particularmente visible a los humanos. Comprendió que debía actuar con suma cautela en lo tocante a sus libaciones, si no quería contaminarse totalmente.
De una u otra forma, el Trasgo conducía palabras sueltas, las gavillaba cuidadosamente, y luego las deslizaba en las conversaciones de los mercaderes, artesanos y campesinos: y aunque ellos mismos no acertaban a saber quién era el que introducía tales cosas en sus charlas, empezaban discutiendo el precio de una cabra y acababan elogiando a una cierta doncella que conocía todo lo concerniente al sol, la luna y las estrellas. Y además, podía verificar todos los cálculos posibles del mundo -por tanta matemática como sabía-. Y añadían que nadie podía engañarla en sus prodigiosos cálculos y cuentas, con lo cual los mercaderes fueron los primeros en sentirse interesados en ella. Así, empezó a correr el rumor de su fama en los alrededores del Lago de las Desapariciones. Al parecer -decían-, la tal doncella, una lejana y desterrada Princesa, era capaz de llevar a cabo, rápidamente, los más intrincados cálculos, sin ayuda de los dedos ni muescas de cuchillo, ni otra cosa parecida.
Poco a poco, entre unos y otros fueron engrandeciendo su prestigio, y llegó un día en que el Trasgo tuvo poco trabajo: pasando de unos labios a otros, la historia de la doncella sapiente se iba transformando de tan caprichosa manera, que llegó un momento en que consideró oportuno que la niña hiciera su primera aparición en la ciudad. Horadó la tierra y se acercó subterráneamente a la cabaña de sus amigos, con el aviso de que la primera fase de su plan había llegado a término.
Una mañana de gran afluencia en el mercado, Ardid vistió sus ropas de resplandeciente color viña madura, y ayudada por sus amigos compuso su peinado con gran esmero. Luego, ellos, tapándola casi enteramente con el velo, la izaron al caballo, y anciano y niña encamináronse a la Puerta Sur de la ciudad -por donde entraban los mercaderes y campesinos que iban allí para vender, junto a la Muralla, sus mercancías-. El Hechicero, con gran solemnidad, iba anunciando el paso de la Doncella Prodigiosa, y apenas habían avanzado unos pasos entre la abigarrada multitud, cuando un grande y respetuoso silencio les rodeó. Por fin, un hombre grueso, que bajaba de las tierras de los carboneros y conducía un asnillo con dos grandes cargas de leña, se aproximó a ellos, se inclinó cuanto le permitía su vientre, y dijo:
– Señora, si tan sabia sois, ¿podríais decirme por qué siempre al volver del mercado, tras vender mi leña, me hallo más pobre que cuando acudía?
Oculta tras su velo, Ardid preguntó con voz que, aunque joven y fresca, por tener aquel timbre tan especial -como de criatura acostumbrada a vivir entre dos viejos sabios-, dejó atónita a la multitud:
– Explícame cuánto te cuesta cortar y cargar la leña, cuál es el precio en que la tasas, y a quiénes la vendes.
El carbonero permaneció un rato como mudo, con la boca abierta. A poco, empezó a contar con los dedos: pero tal barullo se hizo que, al fin, sólo supo decir que vendía su leña a un alfarero que fabricaba escudillas, y cuyo pequeño taller y vivienda se hallaban adosados a la Muralla. El alfarero parecía muy inquieto, y dirigiéndose a él, preguntó Ardid:
– ¿Quieres comprar a este hombre la leña de costumbre, en mi presencia?
El alfarero asintió, aunque con cierto recelo en la mirada. A poco, ambos hombres se enzarzaron en una complicada conversación, al cabo de la cual el alfarero adquirió las dos cargas al precio de una: pero con tal habilidad contaba, y tales y tan enrevesadas sumas hacía al derecho y al revés, que todos los presentes -el carbonero incluido- creyeron que le compraba una sola carga por el precio de dos. Y ya estaba muy contento el carbonero pensando que había engañado al artesano, cuando Ardid detuvo su apretón de manos -señal de contrato entre comprador y vendedor-, y dijo:
– Las sumas del artesano son un engaño que sólo a un estúpido o a un niño de pecho podrían confundir.
Y sin necesidad de usar los dedos, ni hacer muescas en parte alguna, de corrido y muy claramente, deshizo el embrollo: y dio el justo y verdadero precio a la mercancía.
Las gentes quedaron muy asombradas y luego, alborotáronse: querían despedazar al artesano y saquear su pequeño taller. Pero éste se apresuró a cerrar su casa con toda suerte de barras y pasadores, y escondióse bajo la paja de su lecho.
Ardid continuó su marcha por el mercado. Tras una consulta le llegaba otra, de tal modo que se organizó un gran tumulto en el Mercado de la Muralla. Y de tal manera fueron perseguidos algunos mercaderes por los indignados villanos, que el vocerío llenó el aire, y empezaron a cruzarse por sobre las cabezas hortalizas y toda clase de frutas.
El fragor del tumulto llegó a oídos de la milicia, que tenía severas órdenes de vigilar a los ciudadanos en previsión de posibles revueltas. Los Desdichados, en casos desesperados, bajaban a la ciudad a levantar a los más míseros, aun a costa de las feroces represalias y ejemplares castigos que se llevaban a cabo con sus cabecillas: pues la desesperación torna a los cobardes en valientes, y a los pacíficos en belicosos. Apenas aparecieron los soldados por el Mercado de la Muralla -los campesinos, mercaderes y toda la gente que allí se agolpaba conocían bien la forma en que solían proceder con los alborotadores-, desalojaron, en menos tiempo del que se precisa para narrarlo, no sólo el Mercado, sino sus alrededores. De este modo, cuando el grupo vigilante llegó al lugar del suceso, únicamente halló a un anciano que sujetaba de la brida un caballo, a cuyos lomos, cubierta por un velo, se mantenía erguida una menuda figura.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó el que los mandaba, con modales poco refinados.