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Día tras día, el Hechicero intentaba sin fruto hallar la fórmula perseguida; y ya estaban muy desesperanzados -y habían conjurado, sin querer, a su presencia ortigas, flores de azafrán, albahaca y otras cosas afortunadamente inofensivas- cuando, cierto día, a eso de la media tarde, un extraño suceso vino a conducirles inesperadamente a su tan perseguida meta.

Se hallaba la pequeña Ardid canturreando por un lugar cercano a la viña, donde algunos espinos ofrecían sabrosas moras, cuando al inclinarse, cayó al suelo la piedra azul y horadada que guardaba en su bolsillo. Una brisa perfumada jugaba con su cabello destrenzado, y en aquel momento, el último fuego del sol pareció refugiarse en el centro mismo de la piedra. Llevada por un desconocido impulso, Ardid la acercó a su ojo derecho y a través de su agujero miró hacia el mar. Estremecida, pensó que jamás el mar, el cielo y la tierra le habían parecido tan hermosos. Y súbitamente, de entre la bruma dorada que brotaba de las olas, Ardid creyó descubrir cómo se alzaba una isla extraña: era de un verde esmeralda y giraba sobre sí misma, lentamente. Y antes de que pudiera dar la vuelta entera, antes de que pudiera ver lo que había al otro lado, desapareció entre la espuma tal como había aparecido.

Entonces le pareció que llegaba a sus oídos una suerte de quejidos, que si por un momento podrían confundirse con los del viento a través de la rendija de una puerta, por otra parte su razón le indicaba la imposibilidad de que tuvieran tal origen: allí no había puerta alguna, ni rendija posible por el que éste se filtrara. Con cautela, sin dejar su canturreo y fingiendo no oír nada, guiándose de aquel sonido, fue aproximándose al lugar que le pareció ser de donde partía. Entraba en los senderos de la viña cuando un fuerte olor a mosto le llegó. Le pareció extraño, pues la viña aparecía aún desnuda, y mucho tiempo se vería así antes de dar fruto. Avanzando con cuidado y olfateando el aire, se halló al fin muy próxima -o así le parecía- a los quejidos y al olor.

Al fin, sus ojitos de ardilla escrutaron por entre las cepas y dio con algo que, si a primera vista podía ser confundido con un manojo de sarmientos, no lo juzgó así su aguda mirada. Un hombrecillo muy menudo, del color cambiante de la tierra y las cepas, de piernas y brazos muy flacos, aparecía tendido en el suelo y se lamentaba, al parecer, con gran desolación. Bajo la espesa cabellera roja, que le cubría la cabeza como un gorro de piel, surgían dos largas y puntiagudas orejas. A todas luces aquella cabeza resultaba desproporcionada para su desmedrado cuerpecllo. Con ambas manos se cubría el rostro, y al parecer no había visto ni oído a la niña.

Ardid se agachó a mirarle de más cerca, muy intrigada. Durante un corto rato contempló al hombrecillo con gran curiosidad. Pero como éste no parecía darse cuenta de su presencia, decidió al fin rozarle suavemente la crespa pelambre con la punta de los dedos. Tenía un tacto parecido al de las hojas de otoño, rojas y crujientes. Al fin, se decidió a hablarle:

– ¿Qué es lo que te aflige así?, ¿y quién eres y qué haces en este apartado lugar?

El hombrecillo dio un respingo tal, que-cosa jamás vista hasta aquel momento por la niña- saltó y se elevó en el aire muy por encima de su cabeza: y allí aún dio dos vueltas más, para al fin caer de nuevo al suelo con suavidad de pluma, de pie y sin daño alguno. Ardid notó entonces que aquel extraño ser la miraba con ojos desorbitados de pasmo, y sus ojos eran exactamente iguales a dos endrinas: negros pero con un fondo azul de río subterráneo.

En vista de que el hombrecillo nada decía, volvió a interrogarle aún dos veces más, hasta que, con una voz que seguía pareciéndose al viento entre las rendijas, dijo:

– ¿Es posible que me veas?

– Tan claro como tú a mí. ¡No estoy ciega!

El hombrecillo redobló sus lamentos a la par que decía, mientras daba vueltas en torno a las cepas y las amenazaba con el puño:

– ¡Vosotras tenéis la culpa, malditas! ¡Vosotras! ¡Era cierto lo que la Dama del Lago me avisó! ¡Ay de mí, que estoy contaminado de humano por vuestra culpa! ¡Ay de mí, que verdaderamente ahora compruebo cómo estoy contaminado!

Ardid, muy divertida, se sentó en el suelo. Intentó agarrar al hombrecillo cada vez que éste, en sus paseos, se aproximaba a ella. Pero según comprobó, resultaba imposible, pues aquel cuerpecito se escurría de entre sus dedos como si de agua o viento se tratase.

Cuando al fin cesó en sus gemidos y correrías, el extraño ser se situó frente a ella, escudriñándola, y dijo:

– ¡Tienes ojos de ardilla! Dime quién eres, y acaso podré contarte algo de mí.

– No -contestó Ardid-. Yo te vi primero: por tanto, tú eres quien debe decir primero su nombre. Te he encontrado en mi viña y debes explicarme qué haces en ella.

– ¡Ah, maldita criatura! ¿Con que ésta es tu viña, eh? -clamó él, verdaderamente exasperado-. ¡Entonces, dime qué has hecho en ella para que ni un solo racimo cuelgue de sus cepas! ¡Y si no haces que esos racimos vuelvan a brotar, te convertiré en sapo, escarabajo, murciélago o cualquier criatura despreciable!

Al oírle, los ojos de Ardid brillaron de alegría.

– ¿No serás, por ventura, el Trasgo del Sur? -exclamó alborozada-. ¡Llevamos tanto tiempo llamándote sin éxito! ¡Casi no puedo creerlo!

– Pero ¿conoces mi existencia, maldita bruja? ¿Quién eres tú? ¿Alguna nieta de la Montaña acaso?… No tenía noticias de que las tuviera, y menos aún tan tiernas.

– Si me obedeces -dijo Ardid-, te contaré alguna cosa de mí. Pero si no lo haces, me iré, y no sabrás nunca cómo la viña puede volver a dar frutos. Según veo, te gusta demasiado lo que de ella se destila.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por tu nariz colorada -dijo Ardid-. Así se ponían las de mi padre y mis hermanos cuando abusaban del vino.

– ¿Tan contaminado estoy? -insistió el Trasgo, enormemente entristecido y palpando la punta de su larga nariz-. ¡Es una gran desdicha, una verdadera desdicha!… Pero ya que no tiene remedio, dime, preciosa criatura, ¿conoces la fórmula para que broten nuevamente esos maravillosos y malignos frutos?

– Cierto -asintió Ardid-. Pero no lo haré, si no me acompañas junto a mi Maestro y prometes ayudarnos.

El Trasgo del Sur reflexionó. Al fin, con un suspiro que hizo estremecer toda la viña, dijo:

– Me resultas agradable: así que te acompaño. Pero si me engañas, tanto tú como tu Maestro os acordaréis de mí. Y sin una pizca de agradecimiento.

Seguida del Trasgo del Sur, Ardid emprendió gozosa el camino hacia el Torreón. Saltaban ambos sobre las piedras y, al parecer, en buena armonía, pues su charloteo sorprendió al Hechicero que, acalorado por el humo y la llama de sus cocciones, no se había apercibido del paso de las horas.

Era casi de noche y, asustado, se aprestó a asomar la cabeza al exterior. Así pudo contemplar, atónito, su llegada.

– ¿Qué es esto?… -balbuceó. Pero casi en el acto comprendió que el visitante que conducía la niña no era otro que el tan anhelado y vanamente conjurado Trasgo sureño. El anciano cayó sentado al suelo, con la boca y ojos tan abiertos que, al verlo, Ardid no pudo evitar una alegre carcajada. El Trasgo la imitó: pero la risa del Trasgo era tan ronca y tan huidiza, que sólo el Hechicero comprendió que aquel raro sonido demostraba -por aquella vez al menos- un buen humor que alentaba los mejores augurios.

Antes de comenzar a hablar, el Hechicero y el Trasgo se miraron con gran detenimiento y un tanto de recelo. Al fin, el primero, si bien con un respeto muy grande, osó preguntar:

– ¿Cómo es posible, mi buen Trasgo del Sur, que una niña haya podido conjurarte a su presencia, mientras que yo, dedicado tantos días a estos menesteres, no haya acertado todavía con la fórmula exacta?

– No te alarmes -dijo el Trasgo, encaramándose sobre la yacija donde solía dormir el viejo-. Todo tiene una, para mí, triste explicación.

Relató cómo le había hallado Ardid, entre las cepas; y cómo ella le había informado de lo que esperaban de él, y de cómo, a su vez, habían llegado a un acuerdo.

– Pero -añadió- le he advertido de que, si no lográis hacer de la viña un nuevo campo de hermosos racimos, os haré un daño tal, que me maldeciréis por el resto de vuestra humana y mísera vida.

– No te defraudaremos -se apresuró a informar el anciano-. La viña será de nuevo campo de racimos: aunque para esto habrás de aguardar al tiempo en que las hojas tomen el color de tus cabellos. Ahora, te ruego que sacies mi curiosidad: ¿no te vio la niña? Te juro que esta curiosidad no es vanamente humana, sino propia de un ser dedicado toda su vida a las adivinaciones y ciencias remotas, de manera que a menudo he llegado a tomar contacto con muy respetables, dignos y poderosos seres de tu…

– No serían muy poderosos, a juzgar por los que han acudido a tus llamadas -dijo el Trasgo, con voz doliente-. Pero si ésa es tu inquietud, no veo, dada mi desgracia, motivo para no iluminar un poco tu sed de sabiduría. Todos los de mi especie, las criaturas del Mundo del Subsuelo (esto es, gnomos, trasgos, silfos, elfos, ondinas, brujas y alguna especie de entre las hadas), dependemos de una gran Fuerza Mayor (de todo punto invulnerable) y tan remota que nos precede en siglos, como tu ciencia ha debido enseñarte…

– Así es -afirmó impaciente el Hechicero (pero tomando buena nota de las cosas, pues hasta la fecha ningún estudio le había aclarado estos asuntos tan específicamente, aunque se lo viniera barruntando)-. Te ruego que aligeres los preámbulos y llegues pronto al meollo del asunto.

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