– Pues bien, la Gran Fuerza que domina estos contornos, además de las criaturas submarinas, fluviales o lacustres, es la Dama del Lago.
– Del Lago de Olar, se entiende bien -dijo el anciano, que algo venía sospechando si hacía caso de las mil fantasías que entre campesinos circulaban respecto a aquel lugar.
– Tal como dices -asintió el Trasgo-. Ella me advirtió hace tiempo de que me librara mucho de la contaminación.
– ¿Qué contaminación? -dijo la pequeña Ardid, que escuchaba con gran embeleso la conversación, mientras disponía las escudillas para la cena.
– Por supuesto, niña, hablo de la contaminación de los humanos: la mayor desgracia que a un ser de mi especie puede ocurrirle.
– ¿Por qué?
– Esta niña es Trasgo.
Pero el Hechicero arguyó presuroso: raza ignorante, según veo -murmuró con recelo el
– ¡No lo creas! Es de inteligencia tan rara y poco común, que supera once veces su edad (y aun contando al más inteligente a tales años). Lo único que ocurre es que por ser aún demasiado joven no la he iniciado en ciertos menesteres.
– Pues has de saber, jovencita -dijo el Trasgo-, que si por alguna causa, de las que luego especificaré, los de mi especie llegan a contaminarse de los humanos, a medida que esta contaminación va produciéndose y aumentando, su poder va disminuyendo. Y hay de algunos casos (bien quisiera no contarme entre ellos) en que ese poder acaba, por tal causa, desapareciendo de nuestro mundo. Y a medida que nuestro poder se apaga, se apaga también nuestra sustancia misma, hasta dar en simple ceniza que el viento esparce y llega a nada. Sólo si podemos detener la contaminación, y ésta es muy débil, como la mía ahora, podemos errar entre los humanos con bastante poder aún. Pero si la contaminación crece, al fin dependeremos tan sólo de la credulidad de las gentes o de la protección de algún sabio o inocente (como tú y tu Maestro me parecéis). Volviendo a mi historia, se da el caso de que la Vieja Dama del Lago me advirtió las dos causas más corrientes de contaminación para un Trasgo: una, el probar cierto elixir, producto de la malicia humana, que les convierte a ellos en seres casi como nosotros (aunque por corto tiempo) y es llamado vulgarmente vino. El otro (y de eso, casi todos nos salvamos), el amor hacia una de las feas criaturas humanas (a las que, sin deseo de ofenderos, pertenecéis). Así contaminados, sufrimos la amistad de los humanos y el desprecio de los de nuestra raza: todo ello, por supuesto, en el grado a que somos acreedores por nuestro uso o abuso de ambos venenos. Pues bien, cierto día (y debe disculpárseme de ello, porque al fin y al cabo, soy tan joven que apenas llego a los tres siglos) estaba yo horadando por aquí y por allá, en mis túneles del subsuelo. Me aburría un tanto y acerté a pinchar la raíz de una vid. Salió un juguillo de aspecto suntuoso que olí con verdadero deleite, y aunque procuré apartarlo de mi memoria, estuve durante algún tiempo tentado de asomar los ojos a la superficie, para conocer lo que de verdad había en todo ello. Entonces sólo tenía doscientos años; pero al acercarme a los trescientos, una tarde muy madura de sol, acerté a asomar la cabeza por entre una viña. Entonces, a una luz muy hermosa, ya que el sol se volvía encendido y dorado, brillaron ante mí unos frutos magníficos y que de inmediato me trajeron el olor de la sustancia prohibida. Había unos viñadores entre las vides y, como no podían verme, anduve entre ellos; los seguí y fui hasta sus casas y más tarde al lagar. Allí vi todas sus manipulaciones (aunque sabía que entraba en zona muy peligrosa, pues no debía mirar esas manipulaciones). Los hallé tan hermosos y alegres a todos, pisando frutos en un gran barreño de madera, que, poco a poco, sus narices afiladas y sus ojos tan relucientes los hacían casi semejantes a criaturas de mi especie. Por tanto, me senté al borde del barreño y aspiré con deleite aquellos humos, cuando, sin saber cómo, caí dentro. Y cuál sería mi sorpresa, que aquel zumo entróme por orejas, boca y ojos y, en suma, por el cuerpo entero; y todas mis raíces se empaparon de él hasta sentirme yo mismo como una vid. He de confesaros una cosa: bien sabéis que, a nuestro parecer, ningún encanto ofrecéis los humanos excepto si eso os ocurre: me refiero a cuando aparecéis sacudidos de alegría vinícola. Nosotros no conocemos ese especial estado, y sabido es que nunca hemos podido ni sabido reír. Ver a menudo la risa de las gentes había acuciado mi curiosidad, y hasta una cierta envidia; cuando he aquí que todo mi ser andaba sacudido por ese maldito y bullicioso sentimiento (del que tanto pesar me ha venido, al fin…). Estuve muy violentamente inundado de risa y elixir, hasta que los viñadores, confundiéndome con un manojo de ramitas encarnadas, me arrojaron fuera del lagar. Así me sorprendió la noche, con los vapores ya despejados y una gran pesadumbre en todo mi ser. Desde ese día (y como no aprecié ningún maligno síntoma de los predichos en mi sustancia), he ido probando a menudo el zumo prohibido. Es más, con mi pico de diamante he horadado viñas y viñas en busca de racimos, y las llevé hasta las entrañas de mi escondido río. Como ya tenía visto la forma en que ellos los manipulaban, me costó poco trabajo (dada mi superior habilidad para extraer zumos de las cosas más secas) fabricar y llenar de vino muchos recipientes, y guardarlos. De ellos he venido libando y sintiéndome tan regocijado y feliz como nunca creí se pudiera ser. Hasta que hoy, habiéndoseme terminado la última gota, he ascendido a la viña y la he visto pelada, seca y desolada en extremo. En estas lamentaciones me hallaba (pues no podía intentar mediante conjuro renacer el fruto, ya que tal cosa hubiera acarreado mi repentina desaparición), cuando esta niña ha oído mi voz y ha percibido mi ser. ¡Con ello he comprendido -y un largo suspiro del Trasgo hizo temblar las agonizantes llamas del fuego, que por escucharle, Ardid dejaba apagar- que la Dama Vieja del Lago tenía razón! Mi poder empieza a declinar: pues si hasta este momento, los ojos humanos muy raramente atinaban a vislumbrarme durante mis agudas libaciones (y aun así, solían confundirme con hojas de otoño, con sarmiento o ráfagas de viento), esta niña ha podido apreciar y distinguir muy claramente toda mi sustancia. Por tanto, mi dolor no puede ser explicado en su profundidad: no lo entenderíais.
– Mucho te comprendo -dijo el Hechicero, moviendo la cabeza-. Pero me extraña que un ser como tú haya caído en semejante aberración. Humano soy, para mi mal, y aunque, en sentido contrario a ti, algo contaminado de vuestra sustancia (el estudio y la fe son nuestros vehículos de contaminación), jamás me tentó el abuso de ese licor que, no obstante, vi libar con abundancia en todas partes, tanto a míseros como a poderosos. El estudio de la humana flaqueza y la contemplación de los desastres producidos por ese elixir (aunque al ver su alegría lo creas sublimación), me ha advertido de tal forma de sus peligros, que ahuyento de mí toda tentación en semejante sentido. Y aunque, de tanto en tanto, lo he probado en algún banquete o como reanimador de extrema necesidad, no me ha seducido especialmente: pues aprecié cómo entorpece las ideas, el tesón y el estudio, cosas que estimo más que a mi propia vida.
– Amigo mío -dijo el Trasgo (y estas palabras llenaron de satisfacción al Hechicero, pues hasta aquel momento ningún conjurado le había llamado así)-, poco seso trasluces si en verdad desprecias algo tan sabroso y regocijante. Ten por seguro que si bien lamento mi desdicha, no por ello recuerdo con repugnancia los nunca satisfechos goces que tales libaciones me han proporcionado. Tanto es así que, aunque con moderación, ya que he perdido algo muy importante de mi ser, pienso repetirlo. Y detenerme, eso sí, en el momento que juzgue realmente peligroso: no me faltará fuerza para ello. En cambio, carezco de empuje para dejar de gustar tal delicia alguna que otra vez más y experimentar en todo mi ser sus gozosos efectos.
– La verdad es -dijo Ardid- que mi padre y mis hermanos resultaban muy graciosos cuando bebían. Y pienso que, de cuando en cuando, yo también he de probar ese elixir tan divertido: sé que tengo fuerzas suficientes para tomarlo o dejarlo según me plazca.
– Ah -dijo el Trasgo-, humana, y por añadidura mujer, debías ser para abrigar tan necia seguridad en ti misma.
La niña le miró con severidad, pero al fin, pensó que era un pobre viejo sin apenas juicio, ya que se había dejado arrastrar por algo tan tonto y de tan escaso interés: más que por verdaderos deseos, ella había hablado así por cortesía hacia él.
Sirvió en las escudillas las bayas y las moras, y un poco del zumo que había destilado el Hechicero para aderezarlas. El Hechicero y ella comieron, mientras el Trasgo preguntaba si por ventura no tendrían alguna gotita de aquel maravilloso licor.
– Ahora que lo pienso -dijo la niña- viene a mi memoria un escondite de las bodegas, donde guardaba mi padre el barril del mejor mosto, y si no fue descubierto por las tropas de Volodioso, allí estará. De modo que si prometes ayudarnos, te daré un poco, a condición de que no abuses de él.
– Estoy dispuesto -asintió el Trasgo, con tal rapidez, que apenas dicho esto apareció sentado en un hombro de Ardid-. ¡Presto! ¿En qué puedo ayudaros?
Con todo detalle, expresaron su deseo de que horadase un túnel hasta la viña; y nada más agradable pudieron decirle, según parecía.
– ¡Con gran placer! -dijo-. Descuidad, que no será menester arriesgar vuestras vidas cuando lleguen los viñadores del Rey Volodioso. Yo mismo seré quien traiga aquí los preciosos racimos. Nada me cuesta a mí (el más rápido horadador de túneles ocultos) y veo que mucho a vosotros.
Sellaron su pacto besándose en la frente, ojos y mejillas. -Niña querida -dijo entonces el Hechicero-, toma el viejo puñal de hierro que bien conoces: déjate conducir allí donde te indique su afilada punta y, si todavía existe un barril lleno de vino, él te marcará dónde se halla. De ahora en adelante, guarda ese puñal y no te separes más de él.