– No llores más, Maestro -dijo, al fin-. Yo te juro que, un día u otro, nos vengaremos de Volodioso.
Luego, ordenó al Hechicero que desprendiera las cabezas de su padre y su hermano y que las sepultara en aquella misma gruta donde estaban.
– ¿Cómo quieres, niña, que suba ahí arriba? -se horrorizó el anciano-. Tú sabes que además de desgarrarme las entrañas y las ropas, soy viejo y torpe, y no puedo trepar hasta tan alto sin caer y matarme, de puro vértigo y dolor.
Pero la niña le miró fijamente y dijo, con resolución:
– Sí puedes, Maestro: yo te vi, un día, formar la nubecilla en tu cámara secreta. Porque, para verte trabajar, cuando creías que dormía te espiaba por el hueco de la cerradura.
– ¿Cómo es posible? -se lamentó el Hechicero-. ¿Tú sabes a qué peligros te has expuesto en ello, criatura? ¡Podías haber quedado ciega, si te hubiese descubierto!
– No es verdad -respondió ella moviendo la cabeza, mientras sus trenzas bailaban-. No hubieras hecho eso, y yo lo sabía.
– ¡Bien sabes cuánto te quiero! -dijo el Hechicero, contemplando su carita redonda, donde dos ojos brillantes y sagaces le intimidaban-, pero no debes abusar de este cariño.
Suspiró, y añadió:
– Sí, eres la criatura más lista e inteligente que he conocido, y por ello te quiero como un padre. Eres más inteligente, no sólo que tus desdichados padre y hermanos, sino que toda otra criatura, y así escribes y lees de corrido y conoces tantas otras cosas a una edad tan tierna. Pero tan sólo eres una niña y tan sólo en una mujer te convertirás (si vives, como espero, para ello). Por tanto, debes ocultar cuanto sabes y conoces, si deseas salir con bien de tanta maldad y estupidez como reinan en el mundo. Debo velar por ti, como me encomendó tu padre. Si fueras un muchacho, te enviaría a un convento para que allí te instruyesen, pero siendo como eres una niña, mal me parece encerrarte en la Abadía Blanca: pues tengo a esas mujeres por necias y perezosas, y mucho me temo que serías muy infeliz entre ellas. Mejor será que desde ahora nos defendamos y permanezcamos juntos como mejor podamos. Y ya que, según veo, tanto conoces de mis habilidades ocultas, podré dedicarme al estudio de esos conocimientos y prácticas sin necesidad de ocultarme, y gracias a ellos, de una manera u otra, quizá podamos sobrevivir hasta que tengas edad de valerte por ti misma.
Volvió a suspirar, y al fin decidió:
– Lo primero que vamos a hacer es buscarte un nombre por el que nadie te reconozca: pues atino que el que llevas puede serte muy peligroso.
Reflexionó, y al fin quedó decidido que desde ese momento la llamaría Ardid, «porque este nombre no puede decirse exactamente si es propio de hombre o mujer y de casta noble o villana; sin contar con que (y juzgando tu temperamento) te cuadrará bien».
– Haz lo que te ordeno -respondió Ardid, por todo comentario-. Baja esas cabezas.
Inútilmente trató el viejo de resistirse. Al fin, buscó en el cofre y, tras algunas manipulaciones, preparó el cocimiento capaz de provocar la misteriosa nubecilla que le permitía elevarse y flotar en las alturas, a su antojo, durante cierto tiempo. Una vez formó la nubecilla, el Hechicero montó en ella y, advirtiendo a la pequeña Ardid que no se alejara, voló hacia la torre del Castillo, y aunque medio desvanecido de horror y pesar, cumplió las órdenes de la niña. Sacudido por convulso terror, que a punto estuvo de precipitarle al vacío, volvió con ambas cabezas a la cueva y enterró lo poco que quedaba de aquellos a quienes mucho amó.
En tanto, Ardid había bajado al llano. Recogió unas cuantas flores silvestres, que azuleaban cándidamente entre cenizas y muerte, y de regreso a la cueva las depositó con gran cuidado en la mísera y mal cavada tumba. Luego, tomó el soldadito de madera, lo contempló con ojos pensativos y lo enterró al lado. «Tuve poco tiempo para jugar contigo -murmuró-. Ahora ya es tarde para recuperarlo.» Después se volvió al Hechicero y le dijo:
– Éste es un mal lugar para vivir, Maestro. Volvamos al Castillo, y allí, de alguna manera, podremos arreglarnos mejor.
El Hechicero asintió, y cargando ambos con sus pocos enseres, allí se fueron. Pero grande fue su desolación al contemplar de cerca las humeantes ruinas de lo que fuera recia y aun bella fortaleza: todo lo que de valor hubo allí fue saqueado por las huestes de Volodioso, y tan sólo muerte, despojos y miseria les rodeaba. No obstante, el Torreón principal parecía mejor conservado que el resto.
– Aquí, por lo menos, podremos guarecernos de la lluvia, el frío y el viento -resumió Ardid, dando muestras de mucha sensatez.
Y poniendo manos a la obra, entre los dos desbrozaron de ruina, destrozos y hollín cuanto les fue posible. Y cuando les sorprendió la noche, medio habían compuesto una estancia, que si en nada recordaba a una cámara principesca, al menos servía para no morir ateridos y mantenerles a cobijo de las alimañas, cuyos gritos feroces ya llegaban, junto al viento, a sus oídos, pues de las boscosas colinas descendían, siempre tras las huellas de los soldados de Olar.
Pasaron aquella noche oyendo arañar su bien atrancada puerta a toda clase de hambrientos animales. Y cuando el sol dispersó a tales criaturas, Maestro y Discípula continuaron su trabajo; y así día tras día, hasta hacer medianamente habitable tanto despojo.
Pasados unos meses, ambos desdichados llegaron a considerar incluso confortable su guarida en el Torreón. El Hechicero buscó, encontró y manipuló ciertas raíces y hierbas, hasta lograr unas sustancias que, según dijo, les servirían de alimento durante mucho tiempo. Por su parte, la pequeña Ardid se internaba en los campos en busca de las bayas y frutos silvestres, antes que el cambio de estación las agotara.
No lejos de allí había una viña, y aunque apenas mediaba el mes de marzo, si la trabajaban adecuadamente y a su debido tiempo, brotarían y luego madurarían los racimos. Al menos, esta idea les llenó de esperanza. Para ello proyectaron practicar un pasadizo subterráneo que les llevara hasta la viña y, así, cuando estuvieran las uvas en sazón y llegasen en su busca los viñadores de Volodioso, no les descubrieran. El Hechicero meditó, buscando alguna fórmula capaz de verificar tales cosas, porque si debían confiar en sus uñas y los escasos materiales de que disponían -dos patitas que con estacas y piedras afiladas intentó fabricar Ardid-, morirían los dos antes de dar fin al pasadizo.
Estaba consultando su Gran Libro de las Sabidurías, cuando dio con algo que le hizo meditar. Era ya hora de retirarse y, al ver que la pequeña se disponía a ahuecar la hierba de sus yacijas, dijo:
– Aquí se distingue la huella y noticia de alguien que, si tuviéramos la fortuna de conjurar a nuestra presencia (y una vez esto conseguido, no nos convirtiera en sapos o algo parecido, pues es cuestión de hallarlo en humor bien dispuesto), podría ayudarnos mucho.
– ¿Quién es? -preguntó Ardid-. Si dais con él, os aseguro que no se atreverá a tocarnos.
– Ah, querida niña -dijo el Hechicero, quitándole de la mano el cuchillito que con una afilada piedra se había confeccionado-, no se trata de un ser al que podamos matar, como a cualquier criatura de nuestra especie. Por el contrario, trátase nada menos que del Trasgo del Sur: el más veloz y perfecto horadador de túneles subterráneos de que se tiene noticia.
– ¿El Trasgo del Sur? ¡Contadme quién es! -dijo Ardid, vivamente interesada. Y como cuando su Maestro la instruía en matemáticas, astrología u otra ciencia, se sentó frente a él con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada entre los puños.
– El Trasgo del Sur es una criatura de la familia menor de los gnomos -dijo el Hechicero-. Su humor es tan variable como el tiempo, pues según traiga la estación sus avisos, esta clase de seres se revelan antojadizos e injustos.
Y se apresuró a consultar nuevamente el libro, por ver si daba con la fórmula adecuada. El fuego se apagó, comieron las bayas y el resto de queso rancio que aún les quedaba, y cuando Ardid ya dormía y las estrellas brillaban en el cielo, aún no había dado el Hechicero con la fórmula adecuada. Sólo cuando el sol asomó por sobre el bosque, cerró el libro y, viendo cómo Ardid, ya despierta y sentada en la yacija, le miraba con sus brillantes y oscuros ojos, dijo en tono airado:
– Creo que esta noche, cuando el sol esté medio oculto tras las Colinas Gemelas, debéis avisarme. Entonces, probaré algo que me parece acertado. En tanto, querida niña, dejadme echar un sueñecillo, pues ando muy fatigado de tanto escudriñar en vano.
Ardid asintió. Como solía, bajó a bañarse en el mar y luego se dispuso a buscar el sustento diario. Entonces vio brillar algo entre la arena: era una piedra azul, tan reluciente y pulida por el agua que semejaba un objeto de metal. La tomó entre las manos y vio que era alargada y acabada en punta, como un puñal. Primero pensó que le sería muy útil para este efecto, pero en seguida descubrió que estaba horadada en el centro, y que el dorso, plano, como cortado a todo lo largo, hacía suponer que había perdido su otra mitad. La sopesó y le pareció tan ligera y aun delicada, a pesar de su filo, que pensó se rompería si la utilizaba como puñal. De todos modos, la guardó en su bolsillo.
Cuando llegó la luz dorada de Poniente y corrió en busca de su Maestro para anunciarle que la hora indicada había llegado, lo encontró en el ángulo que formaban las dos paredes más gruesas del ruinoso Torreón, sumido en murmuraciones y en los vahos de su caldero. El resultado, sin embargo, no fue de la satisfacción del anciano: en vez de al Trasgo del Sur, su conjuro atrajo bandadas de murciélagos, que mucho trabajo les llevó espantar con largas ramas y una rara oración aprendida por ambos, ya que a menudo tuvieron que recitarla.