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Tal inclinación no se debía únicamente a la gracia y el encanto de aquella criatura. Algo había que el anciano Hechicero guardaba en lo hondo de su corazón y que tuvo lugar a partir del día en que le confiara Ansélico la educación de sus hijos varones. Pronto apreció el Maestro que los muchachos no habían heredado las ansias de saber y conocer del padre. Antes bien, sospechábalos en la línea del abuelo, pues con toda evidencia hallaban más gusto en empuñar la espada que en tomar los libros. Cierto día, y por casualidad, descubrió que en el transcurso de tan mal aprovechadas lecciones, ocultándose bajo la mesa o tras los tapices, bullía y escuchaba con ansia la hermana pequeña. Poco a poco, fue descubriendo el interés y la sed que sus lecciones despertaban en los grandes y oscuros ojos de la niña. Un estremecimiento desconocido, mezcla de ternura y orgullo, le caló hasta los puros huesos y, desde entonces, cautamente, y a espaldas de su padre y hermanos, comenzó a instruir a la tierna niña.

En verdad, quedó maravillado de la rara y aun prodigiosa inteligencia de tan menguado ser. No sólo había aprendido a leer y escribir ella sola -meramente oyendo y observando a sus desaplicados hermanos-, sino que a partir de aquel día y bajo sus enseñanzas, a los cinco años conocía el latín, algo de griego, amén de ciertos conocimientos de geografía y botánica. Y aún más: la inició -vista la fruición de la niña en aprender- en otras disciplinas y atisbos que iban más allá de la astrología y matemáticas, materias en que, por otra parte, dio evidentes muestras de aprovechamiento. Y al fin llegó al descubrimiento maravilloso: en el fondo de sus redondas y bellas pupilas, aquella niña poseía la luz especial y muy raramente concedida -de milenio en milenio- a ciertos seres: la luz secreta y prodigiosa que proviene del ardiente Goteo Estelar.

Y así, el anciano adoró a la niña, y la niña a él. Solían refugiarse en la cámara del anciano, y allí, mordisqueando frutas y dulces, pasaban largos ratos, transidos de infinita curiosidad o encandilados en atisbos de sabiduría. A veces, sorprendíales así la aurora: la niña en el regazo de su Maestro, y vencidos ambos por la implacable necesidad de reposo que mortifica a la humana naturaleza.

Por todas estas cosas, al oír las palabras de Ansélico, el corazón del Hechicero también rebosaba amargura, pues según decía quien bien conocía los hechos, brutales gentes se aproximaban, dispuestas a turbar tan lúcidas y placenteras enseñanzas, tan furtivos e inocentísimos contubernios. Reprimiendo unas lágrimas, donde se embarullaban enternecimiento y pavor a partes iguales, el anciano logró al fin musitar: «Hijo mío -así llamaba a Ansélico, dado que no sólo fue su Maestro, sino medio-padre de aquel congestionado y algo adiposo Barón (que otrora mostróse curioso olfateador de más espirituales apetencias)-, es muy grave cuanto me dices. Y mucho te agradezco la confianza y el honor que me dispensas encomendando a mi custodia el más preciado tesoro de tu casa. Así pues, tráeme aquel puñal de hierro (símbolo de nuestro afecto) que tras la muerte de tu padre te mandé guardar». Ansélico obedeció prestamente, y una vez el anciano tomó el puñal, con él en alto se arrodilló y, vuelto, según explicó, «hacia la conjunción Oriente-Occidente», le instó a imitarle, con lo que confundió a Ansélico, ya que éste no atinaba a comprender hacia dónde debía enfocar tal postura. No obstante, hizo lo que viera hacer al anciano, aun sin entender nada. De tan misteriosa guisa postrado, el anciano clamó con grito semejante al agónico del cisne herido. Luego, resplandeció el puñal, saltó de sus manos y, como un pájaro, les condujo por escaleras y vericuetos del Castillo hasta llegar a las mazmorras. Allí se clavó -como si de manteca y no de piedras se tratase- en uno de los muros. «Éste es el camino», informó con rostro transfigurado el anciano.

De inmediato ordenó trajesen picos y mazas, pero advirtiendo hicieran estas cosas en tal secreto, que sólo Ansélico y sus hijos debían conocerlas. De modo que padre e hijos picaron y golpearon hasta arrancar unas piedras del muro, y ante sus ojos apareció una puertecilla, mohosa por los años, que conducía al único pasadizo verdaderamente secreto del Castillo. Por un angosto corredor, tras muchos vericuetos, el pasadizo ascendía hasta desembocar en una amplia gruta sobre el mar. Allí, mandó el Hechicero colocar dos yacijas, víveres, velas y otros enseres, de forma que en tan recóndito escondrijo pudieran habitar la niña y él. Al menos, en tanto no se despejara el sombrío futuro del país.

Cuando el avance de Volodioso y su ejército hacia el dominio de Ansélico constituyó por fin algo tan implacable como evidente, el Hechicero llamó a la niña. En un cofrecito, le ordenó guardar sus ropas y cuanto estimase ella como más preciado -y en él cupiese-. Llegado este desdichado instante, su padre y hermanos la besaron, y con mucho pesar la despidieron. Y precisa señalarse -pese a desvelar con ello la pudorosa intimidad de tan rudos guerreros-, que temblaban sus labios con mucha emoción al hacerlo. Entonces, el hermano menor, aquel rubio y fiero niño, a quien la suerte destinó morir horrorosa, aunque digna y altivamente junto a su padre, dijo: «No olvides llevar contigo el soldado que te fabriqué». «No lo he olvidado», respondió la pequeña: y extrajo del cofre un soldadito tallado en madera, cuyas piernas y brazos, mediante ingeniosas cuerdas, podían moverse con gracia. Luego, la niña besó y abrazó a su padre y hermanos y, tomando la mano del Maestro, con gravedad y compostura digna de su altiva estirpe -que a decir verdad, llenó de orgullo a sus familiares-, desaparecieron tras la recién descubierta puertecilla. Ansélico y sus hijos, entonces, volvieron a ocultarla bajo las piedras, de forma que nadie pudiera sospechar ni adivinar su existencia.

Por su parte, el Hechicero llevó consigo algunos víveres, agua y el arca donde guardaba todos sus tesoros: voluminosos rollos de pergaminos, fajos de recetas, mejunjes, polen, semillas, mandrágora, resplandor de luciérnagas, escudillas con agua pantanosa y algunas aparentes fruslerías, tan misteriosas como indescifrables.

2

El tiempo pasó, y fue esparciendo toda clase de calamidades por tierras de Ansélico. Parecía como si un negro vendaval sacudiese todo cuanto hallaba a su paso, salpicando de incendio y hedor a muerte su camino. Pero en tanto se sucedían estas desdichas, el Hechicero y su pequeña discípula permanecieron ocultos en la gruta, a salvo e ignorados de todos.

Días llegaron en que, a través de la hojarasca y espinos que cubrían la entrada de la cueva, penetraron hasta sus oídos los clamores de la guerra y las luchas: gritos enfurecidos, galopes de caballos, lamentos de agonía o ira, humo de incendios y, al fin, el gran silencio de la sangre perdida.

Hasta que un buen día pareció restablecida la calma. El Hechicero se decidió, tembloroso, a apartar tímidamente los espinosos ramajes, y asomó la cabeza al exterior. Descubrió entonces que se hallaban en un punto elevado sobre el mar y, mudo de horror y pena, contempló las ruinas de lo que fueran Castillo, campos labrados y viñedos. La humareda negra y el hedor que emponzoñaban el aire medio le asfixiaron, y, dejándose caer en el suelo de la gruta, lloró por la pérdida de todas estas cosas, con gran sentimiento.

Sólo cuando la humareda se esponjó y huyó hacia el Este, se hizo visible entre tanta ruina la bandera de Olar con sus odiadas enseñas en la torre más alta del Castillo; y ensartadas en lanzas, se recortaban contra el cielo las cabezas de Ansélico y su hijo menor. A éste le reconoció por el oro de sus bucles: como un reto a la muerte, flameaban aún al viento y al sol. El corazón del Hechicero desfalleció y, lívido, cayó cuan largo era -no mucho, en verdad-, gimiendo como un pájaro a quien arrebatan su nido.

La niña, que dentro de la cueva se entretenía jugando con el soldadito fabricado por su hermano, contempló con estupor aquellas inusitadas demostraciones. Y advirtiendo las lágrimas que sin rebozo alguno dejaba fluir de sus ojos el ponderado Maestro, se aproximó a él, apartó las greñas de su frente, enjugó aquel torrencial relajamiento con el borde del vestido, y opinó:

– No lloréis, Maestro: es malo para la salud.

El Hechicero acarició su carita de manzana y, sorbiendo las lágrimas que, pertinaces, seguían fluyendo tumultuosamente de sus ojos, murmuró:

– Querida niña, ¡estamos perdidos!

La pequeña quedó pensativa. Y a poco, comprendiendo que el Hechicero, como vulgarmente se dice, no levantaba cabeza, se aprestó a ofrecerle algo de pan y queso, al tiempo que consideraba:

– No temáis, Maestro, aún quedan suficientes alimentos para resistir algún tiempo.

El desventurado Maestro rechazó la comida. Y luego, muy poco a poco, y sazonando con su llanto tan pavoroso informe, como mejor pudo fue convenciendo a la niña de que no era a tenor de la escasez de víveres, ni por hallarse prácticamente harto de pan y queso, que ofrecía tan impúdicamente a sus pesares. La verdadera causa de su desesperación era fruto de la cruel y sanguinaria derrota que acababa de constatar.

La niña le escuchó atentamente, sentada en sus rodillas. Y cuando al fin comprendió cuanto había ocurrido, salió corriendo y se detuvo, muda y pálida, a la entrada de la gruta.

Lo primero que distinguió en el ansiado cielo fue la silueta de dos cabezas que negreaban sobre el carmín del crepúsculo. El último sol arrancaba un oro leonado y raramente infantil a la de aquel que fabricara su único juguete. Estuvo así, con ambas manos apretadas en los espinos que hasta entonces la ocultaban, sin sentir el dolor ni la sangre en sus dedos. Y, transcurrido un tiempo, cuyo silencio azotaba sólo la ira del mar, dio pruebas de ser-si bien que la única- muy auténtica heredera de tan indómita como dura estirpe. Con sus labios gordezuelos tan blancos como jamás se vieran antes, se sentó en la hierba y, sólo entonces, cerró los ojos. Ni una sola lágrima brotó de ellos y jamás nadie la vio llorar aquellas muertes. Por las rojas praderas de sus párpados cerrados huían tres corceles, espoleados por tres lindos muchachos, y el menor de los tres, al viento el oro de sus rizos, le gritaba: «Hermanita, no olvides el soldadito que tallé para ti».

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