Cuando los oponentes de Volodioso resultaban gentes pacíficas, de manso espíritu o fácil rendición, mostrábase con los vencidos sumamente desdeñoso, pero, paradójicamente, suave en el castigo y, en algún caso, hasta magnánimo. Por contra, si el enemigo se revelaba valiente, indómito y heroico, ganábase de inmediato la profunda admiración y aun el íntimo respeto del Rey de Olar, mas -misterios de la humana naturaleza-, en tales ocasiones, los vencidos eran tratados con el mayor rigor imaginable. Y sin temor de falsear los hechos, puede asegurarse que cuanto más gallardos y valerosos se mostraron con él, llevaba su venganza a la más horrible crueldad, aunque él la llamase ejemplar, aleccionadora y muy justo escarmiento.
No hace falta decir, por tanto, cómo se condujo Volodioso tras la derrota de Ansélico. Al Barón, malherido como estaba, hubieron de izarlo dos soldados, para que se mantuviese con honor en la operación de arrancarle los ojos. Sus dos hijos mayores -para su bien- habían muerto en el transcurso de la lucha. El menor, que contaba doce años y era un hermoso niño de rizos rubios y fiera mirada, fue conducido junto a su padre -ya cegado- a la plaza pública, y allí ambos fueron decapitados. Después, Volodioso ordenó clavar las dos cabezas en sendas lanzas y exponerlas en lo alto del torreón más alto del Castillo de Ansélico -reducido ya a puras ruinas-, para escarmiento de los que aún se imaginaran capaces de oponer fuerza o argumentaciones a sus deseos.
Luego mandó incendiar todas las chozas, villas y burgos del Dominio, y pasó a cuchillo a señores y villanos. Los pocos soldados y algún aterrorizado campesino que aún quedaban con vida, se apresuraron a pedir clemencia a Volodioso: juraron que sólo a la fuerza combatieron contra él, y que a su vez, ansiaban engrosar las filas de su victoriosa y legendaria milicia. Volodioso eligió a los que consideró más fuertes o con buena disposición para el manejo de las armas. Llevado de sus ocultas e insatisfechas ansias de cultura, salvó a quienes sabían leer y escribir y a los expertos en hierbas o ungüentos contra las heridas infecciosas. Los demás siguieron la suerte de sus señores. Y tal como el Físico de la tropa aconsejó -pues de un tiempo a esta parte, allí donde él y su ejército pisaban, desencadenábanse pestíferas epidemias que comenzaban a mermar sus propias filas-, Volodioso ordenó que amontonasen todos los cadáveres, para luego prenderles fuego.
Una vez cumplidos estos requisitos -que en el fondo le aburrían y ejecutaba con la rutina que se desprende de la árida burocracia de la guerra-, partió de nuevo y prosiguió su incontenible marcha hacia el Sur de igual guisa, hasta dominarlo por entero.
Pero cuando el último de sus soldados se perdió tras la polvareda y el grasiento humo negro que esparcía al viento un olor monstruosamente suculento, parecido al de un inmenso asado, Volodioso y sus hombres ignoraban que en aquel informe montón de ardientes ruinas que fuera dominio de Ansélico, dos seres se ocultaban y vivían todavía. Y no sólo vivían, sino que serían parte activa -y aun trascendental-, no sólo de su vida, sino de la historia de su Reino.
Cuando el pavor de la invasión del Sur por Volodioso llegó hasta Ansélico, éste había mandado llamar a un anciano que con él moraba en el Castillo y a quien todos llamaban el Hechicero. Este hombre gozaba de gran prestigio y consideración en la pequeña Corte de Ansélico. Y el mismo Barón sentía hacia él veneración y afecto muy profundos.
El anciano llegó a aquellas costas cuando Ansélico era todavía un adolescente. Según decían, el Hechicero arribó mal asido a una rudimentaria balsa y convertido en un puro despojo. Le recogieron unos pescadores de corazón compasivo: diéronle vino para reanimarle, ropas con que cubrir su descarnado cuerpo y techo donde cobijar sus infortunios. En pago, el náufrago curó a la hija de aquel matrimonio, pues desde hacía tiempo sufría los maléficos influjos de la Dama de la Montaña, bruja perversa y caprichosa que, al parecer se entretenía pinchando a las mozuelas durante el sueño, hasta cubrirlas de purulentos granos que afeaban su rostro y condenarlas así a la soltería -e inclusive virginidad- perpetua.
El Hechicero contempló el rostro de la muchacha, que bajo la confusión de tanto grano se adivinaba gracioso y atractivo. Pidió una olla de barro, raspaduras de uña, cenizas de sarmiento y el ojo de una lechuza. Partió luego hacia la montaña donde reinaba la susodicha Dama y, al cabo de tres días, regresó con una bolsita repleta de hierbajos. Mantuvo el estupefacto y desvalido ojo de la lechuza macerándose en vino blanco durante tres noches de luna llena. Lo desmenuzó y mezcló luego, concienzudamente, a la ceniza y las raspaduras, y añadióles una pizca de tomillo, tres granos de comino y un buchecito de agua salada. Después, en una olla, sobre el fuego del hogar, dejó evaporar estas cosas. Una vez todo se redujo a pura miseria, lo arrojó al fuego, pero al mismo tiempo, con ambas manos extendidas sobre las llamas, pronunció una secreta letanía. Entonces, éstas se volvieron azules, luego verdes y cuando el Hechicero las retiró, el asombrado matrimonio de pescadores comprobó que las palmas del náufrago lucían con un bello fulgor marítimo. Llegado a este punto, pasó tan singulares palmas por el rostro de la doncella, y toda espinilla, purulencia, grano o similar, desaparecieron. Los pescadores se hicieron lenguas del prodigio y, desde entonces, el Hechicero fue muy solicitado.
Así estaban las cosas cuando el padre de Ansélico decayó víctima de calenturas y alucinaciones, a causa, al parecer, de una mala úlcera que se le abrió en la pierna. No había físico, curandero ni gente alguna que pudiera aliviarle, hasta que, cierto día, el entonces joven Ansélico oyó hablar del prodigioso náufrago y fue en su busca. Le llevó al Castillo y condujo hasta el lecho de su delirante padre. Éste aullaba completamente desnudo, aferrándose a cuanto alcanzaban sus manos y asegurando que el Diablo le perseguía para obligarle a comer un plato de potaje de coles -bazofia que aborrecía.
El Hechicero tomó con suavidad al enfermo por las muñecas, cubrió sus vergüenzas -pues era hombre muy recatado-, le condujo al lecho y le habló dulcemente hasta aplacar su terror. Luego pidió agua hirviendo, un puñal de hierro y unos granos de pimienta. Con estas cosas y ciertas hierbas que extrajo de su túnica, hizo algunas cocciones en un gran perol, hasta que el puñal se volvió rojo, luego azul y, al fin, de ningún color: desapareció. Así, con el puñal diluido en aquel caldo hirviente, el Hechicero lo arrojó sobre la pierna enferma y, como es presumible, abrasó la úlcera -y la pierna-. Difícil sería describir los aullidos y blasfemias que, en tumulto, se precipitaron a través de los labios del encamado. No obstante, y una vez se enfrió lo que quedaba de la pierna, el infeliz sonrió aliviado, y luego se durmió.
Al despertar, pidió a grandes voces trajeran a su presencia al Hechicero: tomó su blanca cabeza entre ambas manos y besó su frente repetidas veces. Luego, juró que moderaría sus costumbres y que sería generoso con quienes dependían de él. Repuesto de tales espantos -pues no sabía si le atemorizaban más los aullidos del anciano o sus muestras de afecto-, el Hechicero envolvió en tiras de lienzo, untadas con manteca de sapo, los restos de lo que otrora fue pierna. Y al cabo de un mes, la carne había crecido sobre el hueso, y el Barón pudo patear a gusto el trasero de sus sirvientes, como en sus tiempos más gozosos. Y mientras que, a despecho de anteriores arrepentimientos, los villanos y campesinos seguían sustentándose de míseras coles, la pierna del viejo Barón tornosse de tal fuerza y firmeza, que con ella ganó prestigio y leyenda hasta el fin de su vida. Desde entonces, el Hechicero se instaló en el Castillo y allí se dedicó a instruir al desazonado y turbulento Ansélico, no sólo en las letras sino en alguna otra cosilla, tal como matemáticas y astrología, materias en que el anciano mostrábase verdaderamente sabio.
Por todo ello, y hasta el espantoso fin de sus días, Ansélico le guardó a su lado con la misma veneración y respeto con que lo hiciera su padre. Antes de ese fin, empero, habían ocurrido dos cosas: el día en que murió el viejo Barón, el Hechicero llamó aparte a Ansélico y, llevándole frente al cadáver -que como era costumbre, permanecía expuesto en el Patio de Armas para que vasallos, sirvientes y campesinos pudieran rendirle póstumo homenaje-, le dijo: «Ansélico, toma tu daga y abre de arriba abajo la pierna de tu padre: aquella que yo curé». Ansélico notó que se le erizaban los cabellos. «¿Por qué? No me atrevo», farfulló. «Haz como te digo», insistió el Hechicero. Venciendo su pavor y repugnancia, Ansélico obedeció. Y ante su asombro, apareció, pegado a la tibia paterna, el famoso puñal de hierro. «Tómalo ahora -dijo el Hechicero-, y bésalo.» Anonadado y, venciendo su náusea, Ansélico besó el puñal, y entonces, la incisión que él practicara, y que mantenía abierta la pierna, cerróse por sí sola y no veíase allí costura ni juntura alguna. El anciano Barón fue enterrado, y sólo entonces el Hechicero confesó a su hijo que, si no hubiera extraído el arma, su beneficiario hubiérase precipitado de cabeza al Reino de las Tinieblas Irremisibles. «Guarda ese puñal -dijo el Hechicero-. Algún día te será útil.» Así lo hizo el joven Barón, y lleno de respetuoso pánico nada más preguntó.
Cuando llegó la devastadora noticia del avance de Volodioso y su Ejército hacia tierras de Ansélico, éste llamó aparte a su Maestro Hechicero y le dijo: «Grandes luchas, de incierto resultado, se avecinan. Tengo, como sabes, tres hijos varones, adiestrados en el honor y la espada, y conmigo los llevaré para que cumplan con su deber. Pero a mi hijita, quiero preservarla de todo mal. Dime, pues, qué debo hacer para protegeros a ti y a ella de toda calamidad, pues desde este momento te nombro su Guardián».
El anciano reflexionó, mientras su corazón desfallecía: en parte a causa del temor que tal guerra le inspiraba, dado que no era -ni jamás hizo alarde de tal cosa- hombre inclinado a la espada, y en parte por el hecho de que si alguien había logrado despertar su corazón de las distancias afectivas en que lo mantenían estudios y adivinaciones, ésa era, precisamente, aquella niña. La adoraba hasta tal punto que, siendo como era de sustancia cobarde y débil, no hubiera vacilado en empuñar la espada -aun desaguisadamente- por defender su vida. Si fuera preciso, se sobreentiende.