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Entonces, los dos gritaron al unísono, y, con ellos, la joven de la Historia Desconocida, a sus espaldas, plantada ahora en el lugar donde antes se alzara el desnudo Árbol de los juegos. Gritaron los tres a la vez, y aquel grito se confundió con el aullido de los lobos -que acudían en manadas al festín de la muerte, y saltaban ya sobre las murallas abandonadas y ruinosas- y el de las aves nocturnas y el del lejano trueno marítimo. Y Ardid supo que todos ellos gritaban una sola cosa:

– ¡El Rey soy yo!

Entonces, el caballo de la muchacha del desván se desató en furioso galope, destrozando cuanto hallaba a su paso y hundiéndose en la profundidad del suelo, mientras los dos príncipes, Kiro y Arno, gritaban a la vez:

– ¡El Rey, mi padre, ha regresado! ¡Voy a unirme a él, porque sólo yo soy su heredero!

Se lanzaron entonces el uno contra el otro: y atravesándose con sus espadas cayeron, enlazados en cruel abrazo. Ardid se asió desesperadamente al borde de la ventana, pero ni un solo grito podía salir de sus labios, ni moverse podía; y vio avanzar los lobos hacia la sangre de sus nietos, que, como un tierno y vívido manantial, teñía la escarcha de rojo.

Fue entonces cuando la Torre comenzó a arder. «Regresa, Once, regresa -murmuró Ardid, sintiendo que sus fuerzas le abandonaban-. Regresa, al menos tú… No quiero estar tan sola.» Pero Once no debía oírla, porque no acudió. En cambio, de la más espesa oscuridad, que ni las llamas podían iluminar, surgieron lentamente multitud de manos sucias que se tendían hacia ella entre harapos, ojos brillantes y caritas demacradas. Y de entre aquel tropel de niños famélicos, uno sólo avanzó hasta ella y se inclinó a mirarla.

– ¿Quién eres tú, niño? -dijo Ardid.

– Lisio -respondió él, y nuevamente tendió la mano, suplicante. Pero ella no tenía nada que darle, no le conocía ni jamás había oído su nombre.

Cuando Raigo llegó a la Torre, los lobos devoraban los despojos de sus hermanos Kiro y Arno. Pero no les prestó atención: en las murallas más solitarias otros cadáveres eran devorados igualmente por manadas de fieras hambrientas, envalentonadas ante la indiferencia de que eran objeto -los hombres estaban demasiado ocupados en destruirse mutuamente para apercibirse de ello.

La cúpula azul, que tanto deseaba Raigo alcanzar, aún seguía intacta. Entre él y sus hombres aprestáronse a apagar el fuego. Afortunadamente, junto a la Torre corría el pequeño manantial que, de niños, fuera escenario y partícipe de sus juegos. Rompiendo el hielo, extrajeron agua, y sirviéndose de sus cascos, como si se tratara de barreños fueron sofocando las llamas hasta que pudo introducirse en la Torre. Al fin, saltando entre las escaleras medio quemadas, llegó al desván: allí el humo lo convertía todo en espesa niebla, en oscuridad más densa aún que la ya cercana noche. Fue abriéndose paso entre las vigas que empezaban a derrumbarse a su alrededor -y que a punto estuvieron de aplastarle-. Al fin, sorteando despojos ennegrecidos, descubrió la mano ensangrentada de Ardid, desesperadamente asida al muro, y creyó oír su voz.

Apartó astillas, cenizas y antiguos jirones que se deshacían en humo y al humo regresaban. Las lágrimas corrían por su rostro, pero los hombres que le acompañaban las creían fruto de la espesa humareda. Raigo asía entre sus manos aquella otra mano, ya inerte, arañada y sucia, que, en tiempos, fue la única que se le tendió y la única que, como ahora, asió con fuerza, amor y esperanza. Pero ya nada tenía remedio. Sólo humo, lágrimas, antigua humedad y musgo, maderas calcinadas, ecos de batallas -batallas que acaso tan sólo aún oiría Ardid- rodeaban la muerte de la última Reina de Olar.

4

Cuando Gudrilkja vio al Rey tan cruelmente herido, abrióse paso entre los soldados, y se acercó a él. La sed que desde hacía tanto tiempo la consumía hallaba repentinamente reposo, y, paradójicamente, la amenazada vida del Rey le comunicaba una especie de sosiego, como la frescura de la noche sobre las estepas ardorosas. Pues si bien deseaba que muriera, gozaba ahora imaginando su agonía.

Su amigo, el soldado, la detuvo a la puerta de la tienda:

– No entres Gudrilkja… tal vez el Rey te reconocería.

Pero ella no le hizo caso. Grande era la confusión que reinaba por doquier. Por tanto, nadie pudo impedírselo. Entró en la tienda del Rey, y cuando, al fin le vio, se sintió sacudida por una impresión tan fuerte que a punto estuvo de destruir todas sus esperanzas. Al lado del Rey habían colocado, con honores de héroe, a aquel que no quería ser soldado y que, a última instancia, abandonó su cargo de Consejero y, en la lucha, revelóse como el más valiente de todos: su medio hermano Krhin. El Rey lo contemplaba con el respeto que sólo tenía para los grandes guerreros.

Krhin aparecía ahora blanco y hermoso, como jamás lo viera antes; y había tanta dulzura en su semblante que Gudrilkja tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abrazarse a él, llorando. Le quería como si fuese de su propia sangre; él era la memoria de sus primeros pasos, confidencias y deseos: y ahora estaba allí, atravesado por una lanza esteparia, huido de su lado para siempre, junto al Rey.

Gudú levantó la vista y la miró:

– ¿Qué quieres, soldado? -indagó, fríamente, pero sin rudeza. Gudrilkja creyó que su corazón renacía del gran dolor:

– Señor -respondió-, os pido tan sólo una cosa: quiero permanecer a vuestro lado, y defenderos de todo aquel que intente haceros daño.

El Rey Gudú sonrió con expresión de incredulidad, y aquella sonrisa espoleó su ira:

– Sabed, Señor, que me batí como el mejor, y que tengo pruebas de ello. Creedme, Señor; mi admiración y lealtad, hacia vos no tiene límites, y si me admitís en vuestra Guardia, jamás seréis un Rey tan bien guardado y protegido.

El Rey la observó con curiosidad. Al fin, dijo:

– Tus palabras, muchacho, me recuerdan que hace mucho, mucho tiempo, un joven no mayor que tú guardó mi vida, y la protegió como nadie lo hizo después de su muerte. Tal vez es verdad que en los jóvenes reside toda la fuerza y lealtad que no sabemos conservar con los años… Está bien, puedes quedarte conmigo. Pero si un día te ordeno que desaparezcas, cuida bien de obedecerme sin rechistar, o sabrás lo que es el rigor del Rey Gudú.

– Muy bien lo sé, Señor -respondió ella, con tal fiereza que sorprendió al mismo Rey-. Por tanto, también sé lo que me exigís, y lo que soy capaz de entregaros.

En aquel instante, los soldados avisaron al Rey de que, al fin, el Príncipe Raigo había hallado a la Reina. Gudú intentó incorporarse para ir a su encuentro, pero sus fuerzas le abandonaron. Entonces, Gudrilkja le ayudó. Y en tanto el Rey ordenaba que trajeran a ambos a su tienda, Gudrilkja preguntó:

– Señor, en las lindes de la estepa, donde me crié y crecí, oí hablar mucho de la Reina Ardid… ¿Es realmente tan sabia y tan grande?.

– Lo es -contestó Gudú-. No creo que exista nunca otra que pueda comparársele.

– Tal vez, Señor -murmuró Gudrilkja-, si hubierais tenido una hija, sería como ella.

– Tal vez la tuve, pero creo que murió… y tan niña que no me dio tiempo de conocer sus dotes -respondió el Rey, cerrando los ojos, pues su herida le dolía con un dolor tan hondo y desgarrador que diríase iba más allá de la carne y los huesos.

Alzóse entonces la cortina, y entró Raigo. Llevaba en brazos el cuerpo de Ardid, y las largas trenzas de la Reina, tan blancas como jamás las viera Gudú, pendían hacia el suelo. Sus ojos estaban cerrados y tenía las manos cubiertas de arañazos y de tenues gotas de una sangre fresca, brillante y en verdad hermosa. Repentinamente, parecía una niña, una niña regresada en un cuerpo de mujer.

Raigo la depositó dulcemente sobre las pieles que cubrían el suelo, y se arrodilló a su lado. Y cuando habló, el Rey notó el temblor de su voz.

– Señor, os ruego que, pese a la ruina que nos rodea, me permitáis enterrar a la Reina como ella merece. Pues si no fuera por ella, tal vez vos, y yo mismo, no existiríamos ahora.

El Rey contempló en silencio el rostro de su madre. Y llegó hasta él un gran frío: un frío como ni en los días más rudos de la estepa invernal había sentido; un frío que, como el dolor, alcanzaba e invadía regiones desconocidas de sí mismo. Contempló aquel rostro una y mil veces y, lentamente, un grande y cruel asombro le iba llenando: ¿Cómo era posible que jamás volviera a oír sus arteros consejos, disfrazados de dulzura? ¿Cómo era posible que jamás volviera a ver, con regocijada admiración, el brillo astuto de aquellos ojos que encerraban -para él- todas las intrigas y malicias de la tierra? Y Gudú sintió que contemplaba ante sí un misterio más grande y más imposible de desentrañar que el de la misma estepa.

– Fue una Reina como pocas -dijo lentamente, como para sí-.

Acaso como ninguna. Y si tengo fuerzas para tenerme en pie, la acompañaré contigo hasta su última guarida: ya que en guaridas le gustó vivir, y de guaridas salió… ¿Sabes una cosa Raigo? Tal vez jamás exista otra Reina en Olar, excepto la Reina Ardid.

Y aunque nadie alcanzó el último significado de sus palabras -pues sólo le movía ahora la oscura y profunda intuición de que ella era el Reino, y sin ella el Reino había perdido su fuerza más grande y valiosa-, todos pensaron que Gudú decía verdad.

Y así, los soldados, los nobles y los plebeyos -que por primera vez empuñaron la espada en aquellas lides-, y cuantos la acompañaron al solitario y muy abandonado Cementerio Real -donde la estatua de Volodioso aparecía hundida en barro hasta la cintura, amenazando al viento con su espada de piedra-, lloraron en silencio la pérdida de su Reina como el más grande e irreparable dolor que pudiera infligirse a Olar. Tan sólo un corazón sentía de muy distinta forma aquella muerte: un corazón de guerrero en un cuerpo de muchacha, que, hurtando el rostro a las miradas de todos -en especial del Príncipe, que ni tan sólo se dignaba dirigir sus ojos a tan insignificante soldado-, se decía: «La última Reina no es ella. Otra Reina tiene Olar». Y con este convencimiento vio caer la tierra sobre Ardid. Y regresó del Cementerio sabiéndola enterrada y, para siempre, hundida en el mudo, sordo y ciego Reino de los que Nunca Regresan. Sólo ella, y el Rey, no lloraron aquella noche.

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