Entonces, con su propio corazón inundado de pesar, le llamó, una y mil veces: «Gudú, rompe el cristal del tiempo, rompe el cristal del desamor y la impiedad: vierte la arena sobre la tierra y llora, llora, Gudú, hijo mío». Pero Gudú no la oía, sólo la miraba con sus terribles ojos de hielo azul, tan quietos, tan fijos, como los de los muñecos de Tontina, que ahora se deshacían entre el polvo del cofre. La imagen de Gudú-Niño arrojó súbitamente la doble campana del tiempo, en cuyo interior latía aquel pequeño y prisionero corazón que antes le mostrara, y el niño rodó hacia la oscuridad, y se perdió en un laberinto de sucios y mohosos corredores donde los criados y los pinches de cocina se burlaban de él. Pero Gudú-Niño no cejaba en sus empeños -por misteriosos o desconocidos que le parecieran a ella- y avanzaba sin descanso, con menudo trote, de aquí para allá. Y brincaba entre los ecos de malignas carcajadas y cruel entrechocar de espadas, hasta que desapareció en el último, más lóbrego y más largo pasillo: un corredor cuyo final ella no podía distinguir. Ardid sintió que su corazón se quebraba. Creía que no podía doler de la misma manera que una herida corriente, pero ahora sabía que el corazón duele tanto como una amputación.
Fue entonces cuando oyó el galope del caballo de Gudulín: pero sólo lo oía, no lo veía, aunque el galope se acercaba y se alejaba, furioso, como si quisiera despedir a su jinete por sobre las orejas y lanzarlo lejos. Y en la más espesa oscuridad se oía el llanto nocturno y solitario del Príncipe Gudulín: un llanto que -ahora se daba cuenta- ella había presentido aunque nunca lo había oído; y estaba allí, en sus oídos, y en los oídos de todas las mujeres que velan en la noche el sueño de algún niño ausente o muerto. Ella le llamó también: «Ven Gudulín, ven, yo te daré algo que pedías y nadie lograba entender». Pero no era verdad, tampoco ella lo sabía, tampoco ella lo entendía. Tan sólo intuía confusamente una estela en el mar, una vela transparente y desflecada, a la deriva. La vela de alguna nave aún no nacida, cuyo espectro navegaba hacia Ninguna Parte.
Y así, su oído, y su vista iban agudizándose más y más en aquella gran soledad. Y llegó un momento en que no sólo oía el llanto de Gudulín -y de mil niños, en la noche-, sino que percibía, mezcladas, las risas de otros. «Ésta era la música, ésta era la melodía luminosa, la música de la luz del Cortejo de Tontina…», murmuró, admirada. Y así era, pues entre las brumas y los ecos vio el revoloteo de las aves, y el brillo de los ojos de las ardillas y luciérnagas, los tordos y las perdices de Tontina. Y los niños seguían riéndose, llorando, cantando o recitando alguna mal aprendida lección, o un juego disparatado y tan divertido como jamás cosa alguna lo fuera. «Tontina, ven, ven, te lo suplico.»
Pero no vino Tontina: sólo vio su reflejo en el agua, abrazada a Predilecto, un reflejo huidizo que la piel del Lago quebraba y hundía, lentamente, hacia lo más profundo. «Venid todos, os lo ruego, venid: aún no he aprendido nada -clamaba Ardid, temblando de excitación, como en los mejores momentos de su vida, cuando junto al Hechicero se asomaba al corazón de la tierra-. Venid, he de aprender todavía muchas cosas… Soy una Reina nacida para saber y conocer…» Aún se aferraba, con viejo e indomable tesón, a esta y nueva recién descubierta sabiduría, que por fin nacía en ella y para ella. «El mundo es hermoso», oyó entonces decir a la grave, dulce y profunda voz de la Princesa Tontina.
Pero no era cierto, el mundo no era hermoso, y ella lo sabía. De improviso, en medio del desván, había brotado nuevamente el tronco del Árbol de los Juegos; pero esta vez desnudo, negro, despojado de todas sus hojas. Estaba allí, solo, como una severa recriminación, como una sutil amenaza o un vago remordimiento, algo que Ardid no alcanzaba a descifrar. «Yo os quise a todos, os quise a todos», dijo. Pero únicamente el silencio respondía a sus palabras; o aquella estúpida voz que, como si alguien hubiera olvidado guardarla en el cofre de los juguetes, rebotaba a su alrededor, tal que la pelota de los niños, y repetía: «el mundo es hermoso». Entonces vio, pendiendo de las ramas desnudas del Árbol de los Juegos, a todos los muñecos de Tontina; y hubo de taparse los ojos, ante aquel espantoso y tristísimo racimo de diminutos ahorcados, que se balanceaban entre la oscuridad y el resplandor de la música.
Regresó al rincón más oscuro, que ya parecía su único refugio; y de nuevo apoyó en las paredes manos, oídos, y pasaba las yemas de los dedos entre las junturas de cada piedra, donde el musgo aún verdeaba. Ahora ya podía oírlo todo, tan claramente como si lo estuviera leyendo. Y así, entendió que aquélla era la fuente de donde manaba El Libro de los Linajes de su amado Maestro, hasta que logró perfilarse -si bien muy remotamente la muralla que impide toda entrada contaminosa a la ciudad llamada Historia de Todos los Niños. Y alrededor de aquellas murallas vagaban, con sonrisa enigmática -que podía ser, según le diera el sol o la sombra, inocente o perversa-, Almíbar, Raigo, Raiga y el Príncipe Contrahecho, como floridos y extravagantes vagabundos, las manos alzadas en demanda de alguna misteriosa limosna. Pero Raigo desapareció en seguida, y sólo Raiga y Contrahecho permanecieron juntos: Raigo se fue, llorando, con las manos manchadas de tierra del jardín de Ardid, y Raiga le miraba -como repetición de un sueño ya marchito- a través de una horadada piedrecilla azul, y repetía: «Es hermoso, hermoso», ahora con la voz de Tontina.
Traspasada de soledad, Ardid cayó de rodillas, las palmas de las manos apretadas contra los muros, clavando las uñas en ellos hasta sangrar. Sentía deslizarse entre los dedos las lágrimas de todas las historias que se deslizaban a lo largo del muro, mezcladas con su sangre; y clamaba: «Regresa, regresa, Príncipe Once: tú, al menos, algo habrás dejado olvidado en este lugar…». Pero Once no regresaba. Y Ardid no tenía valor para llamar al Trasgo, porque ya habría descubierto su última traición: que Gudú no era el niño que él había enterrado en la viña, y que ella era una vieja y mala mujer que se llamaba Reina, pero que nada tenía en común con la pequeña Ardid que le acompañaba por los pasadizos, y le daba la mano, y le acunaba entre sus brazos. «¿Por qué es tan ciego, y tan indescifrable el mundo al que nos trajeron? ¿Quién nos dejó caer en este mundo, tan mudo, impío y desolador?», clamó, al fin, desesperada.
Soledad, y nada más que soledad, era ahora el Reino de la Más joven Reina, de la única y última -tal como dijera Gudú Reina de Olar. Soledad y oscura sinrazón. Húmedas historias incompletas, que lloraban los muros, lágrimas que recogían las hiedras tenebrosas para alimentar su prevalecedora e injusta vida eterna, sobre tantas efímeras y fugaces campanillas, y rosas de espino, y margaritas silvestres. Y Ardid se dijo que toda su ciencia era un vano intento de rasgar el velo del mundo; como vano intento fuera el de Volodioso y era el de Gudú cruzar la linde de lo desconocido, y hallar el último reducto del deseo. «Triste es el mundo, tristes sus criaturas», murmuró, tapándose los oídos, para no oír ni ver a los que hablaban de hermosura donde ella sólo podía ver ahora fealdad, miseria y larga estepa, estepa sin fin.
Nada importaban ya, ni Urdska ni Olar ni Reino alguno, para la última noche de Ardid. Nada importaba, sino la vaga esperanza de recuperar algo que creía haber perdido y nunca había poseído. «Y sólo de tan frágil materia está hecha la vida: de imposibles recuperaciones, de imposibles regresos y de imposibles comienzos», sollozó. Y entre lágrimas vio cómo avanzaba hacia ella el Príncipe de los ojos de hielo, abriéndose paso entre carcajadas de sirvientes y soldados, y niños disfrazados con suntuosos harapos, y muñecos ahorcados bamboleándose en el Árbol de un irremediable invierno.
De pronto, un galope brioso y salvaje se confundía con el galope del caballo de Gudulín, y, al oírlo, Ardid levantó la cabeza y aguzó ojos y oídos. «He aquí una historia que no conozco», murmuró, esperanzada. Una historia que no era sólo un espectro para ella, puesto que jamás la oyó ni tan sólo nombrar: nacía de las piedras, y se abría paso entre las líneas apretadas de El Libro de los Linajes. Un caballo se perfiló, tomó posesión de la Torre, y llenó el desván, de forma que todo desapareció: el Árbol, los niños, las risas y el llanto de Gudulín. Una espada brillaba, y una muchacha de ojos azules y negros cabellos la miraba, seria y muda. «¿Quién eres tú?», le preguntó. Pero ella nada respondía. Su caballo trotó silenciosamente en círculo, rodeándole una y mil veces, dando la vuelta al desván -como cumpliendo el rito de un funeral guerrero-. Entonces llegó hasta la ventana un resplandor rojo como el atardecer. Corrió a ella, temblando de esperanza; y como no hacía desde mucho tiempo atrás, se asomó al exterior y tornó a ver de nuevo el mundo.
Pero un desolado paisaje se ofreció a su vista. La ciudad ardía, y allí abajo en el destruido jardín cubierto de escombros y maleza, distinguió dos muchachitos, frente a frente, tan hermosos y esbeltos -pensó- como sólo los hijos de su raza podían serlo. Pero sus azules ojos -iguales a los de la muchacha misteriosa- parecían agredirse fieramente, aún antes de que alzaran las cortas espadas en el resplandor del último sol, como si ya estuvieran manchadas de sangre.
– ¡Deteneos, deteneos! -gritó Ardid con todas sus fuerzas. Los muchachos alzaron la cabeza y la miraron, extrañados. -Kiro, Arno, hijos míos -clamó Ardid recuperando su vieja fuerza, los restos de su última persuasión-. ¡Deteneos, hijos míos! No cometáis ese crimen, porque si eso hacéis, el mundo se desplomará para siempre.
Aún no había aprendido Ardid, pese a todo, que el mundo no era su mundo, y que su mundo no era el mundo de su hijo ni de sus nietos.
– ¿Quién eres tú, vieja impertinente? -preguntó Kiro, con desprecio e ira.
– Soy la Reina, Príncipe Kiro -respondió Ardid, recuperando la prestancia de sus mejores tiempos-. Y por tanto, obedecedme: no asesines a tu hermano, pues de uno de vosotros nacerá algún día el Rey de Olar.