– ¡Deprisa! -dijo Arno-. ¡El Rey se acerca!
– ¡El Rey es mi padre! -respondió Kiro, retador. Y ambos llevaban las espadas desenvainadas, teñidas aún con la sangre del viejo y leal Kork.
– ¡Acabemos de una vez! -gritaron a un tiempo. Y frente a frente, al pie de la Torre, se miraron, jadeantes; hasta que, como en siniestro acuerdo, ambos profirieron un largo y retenido grito -retenido, como un río subterráneo, durante tiempo y tiempo- que pareció estremecer hasta los tristes árboles del invierno.
En aquel momento, Urdska vistió por última vez sus ropas de guerrero, que tan celosamente guardara para ella el anciano Kork. Así vestida, avanzó sin más compañía ni escolta que su larga sombra, enrojecida por el último sol y el resplandor del fuego. Montó su caballo y pasó sobre los últimos cadáveres, los últimos heridos y los últimos soldados que aún se batían: indiferente y brutal, pateando cuanto hallaba a su paso, sólo con un nombre en la mente y en los labios, avanzó; avanzó hacia aquel otro grito que parecía reclamarla.
Mientras los cascos de su bello y salvaje caballo pisoteaban miembros heridos, y cenizas aún ardientes, por sobre las ruinas de la muralla, siguió avanzando hacia aquel grito que oía y al que respondía. Entonces, la vieja pasión de la venganza encendió en ella una nueva luz: pues entre la humareda de antorchas de resina inflamadas que arrojaban los arqueros, creyó distinguir el estallido de un rayo más brillante que mil soles. Rayo que iluminaba en su interior la verdad más oscura que pueda abrirse paso entre la luz. Y Urdska avanzó hacia aquel grito como si se tratase del doble descubrimiento de su muerte y su vida. Y lo halló frente a ella, y entre el humo: como un sueño o un deseo pueda levantarse entre las brumas, se recortaba la silueta negra e inconfundible: Gudú Rey la esperaba.
Una vieja melodía que tarareaba la Bruja de la Estepa en su cuna, regresaba ahora, con las primeras sombras de la derrota y de la muerte: «Niña, el guerrero te aguarda, después de la batalla, niña, ve en busca del guerrero. Y sé la luz de su triunfo o el olvido de su derrota». Pero entre los dos ya sólo quedaba un guerrero: otro había muerto entre el fantasma de una Isla y de un viejo rencor. Ahora únicamente una niña solitaria -como otra niña solitaria que también quería ser Rey- avanzaba hacia el guerrero impío, el guerrero odiado. Y de pronto supo que una niña había triunfado sobre la venganza y el rencor, sobre los sueños de poder y sobre la vieja y destruida Urdska, legendaria y falsa Reina esteparia. Porque las estepas -y ella lo sabía- nunca serán un Reino, sino un vasto lugar donde las mujeres y los hombres arrastran la pesada carga de su libertad y su dolor, donde las mujeres y los hombres sólo se besan en el último instante, acaso cómplices de un mismo odio.
Pero Urdska yacía en el recuerdo, en la memoria última de la Reina de la Estepa, y con un grito que era sólo el eco retardado de la ruina, el espejo de algún triunfo, avanzó hacia la silueta del Rey. Y así, el Rey y la Reina frente a frente, dos sombras en la hoguera, espolearon sus monturas, entrecruzaron sus lanzas, y sus cuerpos rodaron juntos sobre el incendio del misterioso país que disputaban: un lugar, un espacio, un reino del que jamás ninguno de los dos había sabido atravesar la frontera: acaso el más violento y amordazado amor que pudiera existir entre un hombre y una mujer. Pero Gudú llevaba el amor encerrado en una copa de duro y transparente hechizo, y la verdadera Urdska había muerto hacía ya mucho tiempo.
Así pues, la lanza de ella alcanzó al Rey, y la de él a la Reina. Y ésta sintió, por fin, su corazón atravesado; de suerte que su cabeza cayó contra el pecho de Gudú y aún estuvo así unos instantes, antes de huir para siempre, quieta, mirándole entre su sangre: porque nadie en el mundo, ni después del mundo ni más allá del apagado polvo del mundo, podría ya cerrar sus párpados ante el infinito asombro que produce el descubrimiento del amor. Pero la lanza de Urdska, si bien atravesó el pecho de Gudú, al llegar al corazón se detuvo, y su punta se astilló, como si se tratara de una caña, como si hubiera chocado con una invisible e impenetrable corteza. Con una gran herida -que no alcanzaba su corazón-, Gudú permaneció inmóvil, moribundo, tal vez tan profundamente asombrado como ella. Pero, en su caso, el asombro era fruto de la incomprensión hacia un sentimiento que nunca entendería. Y en aquel estupor se proclamó su nueva victoria.
Y cuando Raigo lo alzó del suelo, y separó su cuerpo del cuerpo de Urdska, que permanecían aún unidos en un extraño abrazo, sus manos se tiñeron con la sangre del Rey de Olar y de la Reina de la Estepa, unidos por primera vez como no supieron o no pudieron unirse antes.
– Padre -murmuró Raigo con voz temblorosa, pues este nombre resultaba para él tan extraño como para Gudú-. Padre… ¡habéis vencido! ¡Levantaos, habéis vencido!
Pero el Rey estaba gravemente herido, y aunque la lanza de Urdska no pudo atravesar su corazón, en su pecho se abría una herida tan grande como horrible. Rápidamente los Hermanos del Bosque abandonaron sus gozosos cuchillos -que ya sólo podían despedazar a la muerte- para dedicarse a restañar aquella herida monstruosa y nunca vista antes, ni en el Rey ni en criatura alguna.
Fue transportado a la tienda, y una vez tendido en su lecho, aplicáronle de nuevo hojas de cuchillo enrojecidas al fuego, y cosieron la lanzada con sus agujas de hueso ensartadas en finas hebras de intestino de cabra. Y al fin, Gudú murmuró unas palabras, que sólo Raigo pudo oír:
– Nunca me habían herido así.
Y era verdad, aunque no únicamente en el sentido que él creía. Pero, en aquel momento, Raigo era víctima de muy contradictorias sensaciones: a la embriaguez del primer combate y la primera victoria junto a su padre, vivió la más grande lección guerrera de su inexperta y corta vida. Y, por tanto, las ruinas de Olar, y la herida del Rey, le sumían en una congoja que mucho se contradecía, tanto con su ardiente deseo de ser coronado Rey como con sus recuerdos de niño olvidado en el desván. Y al tiempo, no dejaba de decirse: «El Rey aún no me ha proclamado oficialmente su heredero; sólo se ha referido, y en privado, a un proyecto». Y aún otra cosa le desazonaba -y le hería aún más que todo cuanto a su alrededor ocurría- y que le instó a decir al Rey:
– Señor… Señor, la Reina permanece cautiva en la Torre Azul. Y dicen los soldados que esa ala del Castillo ahora empieza a arder…
Al oír aquellas palabras, aún con mucho esfuerzo, el Rey se incorporó. Ciertamente, su naturaleza era extraordinaria; pero también era verdad -aunque nadie podía saberlo excepto los curiosos silfos que, mecidos en el vaivén del viento miraban hacia el interior de la tienda- que su herida era profunda, y grande, aunque se hubiera detenido antes de rozar su corazón. La sangre había cesado, y como la cura era muy reciente, ordenó:
– Raigo, acude tú a la Torre; precédeme, pues en cuanto pueda tenerme en pie, he de felicitar una vez más a la Reina Ardid. -Y añadió algo que todos escucharon con gran emoción, y palidecieron todos los rostros, y se estremecieron todos los corazones, tanto nobles como plebeyos o paisanos, unidos por vez primera en una misma lucha y una misma victoria-: Pues ella fue, es, y quizá será siempre, la única y verdadera Reina de Olar.
Raigo no se hizo repetir la orden. Y tomando a varios hombres consigo, galopó presuroso hacia la Torre de la cúpula azul, en cuya base ya empezaban a prender las llamas. No sólo estaba allí la abuela que amaba, sino que guardaba en su desván toda su historia de niño disfrazado y soñador, todas sus noches infantiles, cuando enlazando una mano de Contrahecho y una mano de Raiga, se decían unos a otros: «Aunque crezcamos, no cambiaremos, seremos siempre iguales a ahora, seremos el Rey, la Reina, y Contrahecho, y nadie, nadie, nos separará jamás…». Y aunque ya avezado, y desengañado de tantas cosas, su corazón de diecisiete años reverdecía en alguna zona -una oculta y tierna pradera, olvidada del tiempo- para llorar ahora por aquellas palabras, aquellos niños y aquella traición; pues bien sabía que el pacto que se juraron entonces no había tenido otro asesino que ellos mismos. Y si cabalgaba con prisa hacia la Torre, tanto era por su deseo de salvar a la Reina como para, de una vez y para siempre -con la espada aún roja de sangre esteparia-, atravesar a Raiga y Contrahecho, y aniquilar el último vestigio de su infancia.
Ardid permanecía en un rincón oscuro, de cara a la pared. Recordaba los tiempos del castillo de su padre, cuando sus hermanos, aún niños, jinetes en potrillos, galopaban por las colinas y los senderos que bordeaban las viñas y sembrados. Ah, pero qué lejano era todo aquello, más lejano que las historias de los antepasados, más que todas las historias de todos los muertos de la tierra. Y sentía Ardid cómo la humedad del invierno resbalaba piedras abajo de los muros, y se detenía en las junturas: lágrimas verdi-negras que perlaban el musgo.
Mucho rato estuvo así. Y la noche invadió la tierra y borró su sombra, y todas las sombras. Sólo entonces, lentamente, en la oscuridad, la Reina Ardid deslizó sus manos sobre los relieves del muro, como un ciego que intenta reconocer un rostro. A poco, en la húmeda pared, creyó vislumbrar resplandores, oír ecos, rumores y pisadas. Aunque muy desvaídas al principio, más claras después, iba reconociéndolos: retazos de una o mil historias desaparecidas.
Lentamente, la Reina Ardid despertaba del profundo sueño, que quizás, había sido toda su vida. Ahora, lúcida y claramente, como en los primeros tiempos en que aprendió a leer de manos de su amado Maestro, y a desentrañar lo que creía la sabiduría de la tierra, iba descifrando aquellas historias. Y por primera vez en su vida, en medio de la noche, comenzó a oír y a entender el lenguaje de los muros. Las historias de todos los niños de su estirpe: los niños que querían ser Rey, los que jamás lo desearon, los que siempre lo fueron. Y así, se agachaba aquí y allá, o se alzaba de puntillas, y aplicaba el oído a la humedad y al musgo, y escuchaba. Y oía, oía y veía, poco a poco -al tiempo que las antiguas huellas se marcaban en las losas del suelo, como si en lugar de piedras, se tratara de arena-. Espectros de pisadas infantiles, ecos de correrías despertaban en la Torre, y quizás en el mundo entero. Y vio nuevamente las viejas noches que cruzaban el cielo de su vida, más allá de la Torre. Las noches en el desván bajo la cúpula azul, y las noches, convertidas en dominio de la Reina bruja -acaso de la niña Ardid de ojos de ardilla-. Y regresaba la pequeña Ardid, se acercaba, saltando sobre las ruinas, al viento del Sur las trencitas, y gritaba y gritaba, y esgrimía en su mano derecha una piedra azul y horadada, por cuyo orificio el mundo era muy diferente. «Ardid, pequeña Ardid -la llamó entonces, tímidamente-, ¿qué hiciste de tus amigos el Trasgo, el Maestro?» Pero no recibió respuesta, ni de ella ni de las demás criaturas. Pues si bien los veía y oía, ellos no la veían ni la oían: y seguían comunicándose secretos unos a otros -inalcanzables, crueles e inocentes-, y dejándola al margen del mundo en que habitaban -o habían habitado- en otro tiempo y espacio. Luego, poco a poco, distinguió a un niño de negro y revuelto cabello, de ojos de hielo azul -ojos que nadie haría brillar de llanto, ni de amor- que clavaba en ella su impía y glacial mirada, más dura que la roca. Y mostraba en la palma de su mano un corazón menudo, rojo y palpitante como un ave malherida, encerrado en una copa igualmente dura y transparente: una doble copa, donde, uno a uno, inexorablemente, caían sobre el tembloroso corazón los dorados granos de arena, y se clavaban en él, y lo perforaban -como el agua había perforado la piedra azul de la pequeña Ardid.