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Los días fueron sucediéndose lentamente, pues lentos parecen los días en que las heridas se restañan y las piedras vuelven a elevarse unas sobre otras. Huyó el invierno, junto a los lobos, otra vez perseguidos: pues la paz entre los hombres es su mayor enemigo. Y así, barriéronse las cenizas, y la primavera aventó el hollín de los incendios; y la ciudad, los campos, y la silueta del Castillo de Olar fueron despertando y perfilándose nuevamente -si bien despaciosamente, entre grandes privaciones- bajo el indiferente cielo.

Cuando el Castillo de Olar había reconstruido a medias su Ala Sur, llegaron los chubascos de la primavera; el Ala Norte, que había sufrido los más duros ataques, permanecía aún en ruinas. Pero el Reino despertaba, bajo el calor del sol, y el Rey, a medias recuperado de su extraña herida, demostraba una vez más que su energía no se doblegaba fácilmente.

– Señor -se impacientaba Raigo-, ¿cuándo regresamos a las estepas?

– Aguarda al verano -decía el Rey. Y ocupábase con ahínco en reconstruir la ciudad, y sobre todo, en rehacer su maltrecho ejército.

De nuevo flamearon sus enseñas en las torres, y, poco a poco, aparecieron los primeros vendedores en la Plaza del Mercado. Los campos comenzaban a florecer, y alguna cosecha salvada de las batallas, brotaba tímidamente.

A caballo, seguido de su fiel escudero, el Rey recorría los contornos en busca de hombres, y revisando progresos y demoras de cuanto alcanzaba su mirada.

– Renacerá Olar -decía-. Antes del verano, Olar volverá a ser lo que fue.

Así lo creía: pero muchos de los que le oían pensaban que, sin la Reina Ardid, Olar jamás volvería a ser el de antes.

Cuando llegó el verano, tanto la ciudad como el Castillo de Olar, ofrecían un aspecto esperanzador. Pero la herida del Rey no sanaba. Y pese a que él nada decía, todos le veían enflaquecer y consumirse. Inútilmente visitábanle los Hermanos Pastores, y aplicaban a su herida sus emplastes secretos y practicaban sus ritos. Al fin, un día, Lar dijo:

– Esta herida no es una herida como las otras: yo no conozco su remedio.

El Rey apoyó su mano en el hombro de Lar, y mirando intensamente a su afligido Hijo de los Bosques, dijo:

– Guarda estas palabras para ti y para mí, y que nadie pueda oírlas.

– Nunca traicionaré a mi padre -dijo Lar. El Rey preguntó:

– Ahora, dime, ¿por qué es diferente esta herida?

– Esta herida está hecha de tiempo, y la urdieron contra ti las fuerzas de un amor y una venganza -dijo Lar.

– ¿Eso qué significa?

– No lo sé -dijo Lar, compungido-. Puedo leer la sangre, pero no la entiendo.

Cuando le despidió, el Rey montó en su caballo y salió completamente solo a los campos. Al llegar al Lago, le abatió una gran debilidad, y nuevamente aquel extraño frío se apoderó de él. De suerte que, aun presentándose a su alrededor el verano radiante y cálido, temblaba. Regresó al Castillo y ordenó a Gudrilkja que a nadie permitiese molestarle.

Se había instalado ahora en las que fueran habitaciones de su madre, por considerarlas aún las más resguardadas del Castillo. Sobre la cornisa de la chimenea, reposaba un objeto que, extrañamente, no fue destruido por la batalla: el reloj de arena. Y mientras así contemplaba caer las gotas de oro, una furia extraña se apoderó de él. «¿Por qué no soy tan fuerte como antes? -se dijo-. ¿Por qué una sola herida, después de tantas otras y tan peligrosas, me sume en tan triste condición?»

El hueco de la chimenea parecía exhalar un frío tan grande que se le calaba hasta los huesos y le obligó a arroparse en las pieles de su manto.

Así permaneció durante tres días. Al amanecer del cuarto, nuevas y graves noticias le sacaron del extraño temblor que le aquejaba. Urgentemente, Raigo pedía ser recibido por el Rey. Cuando se halló en su presencia, dijo:

– Señor -y había un fuego casi desesperado en sus ojos-, Rakjel vuelve a atacar: y esta vez lo hace con tal brío que temo que Ciudad Yahekia caiga en su poder, y con ella las tierras anexionadas de la estepa, si no acudimos prontamente en su ayuda.

El Rey reflexionó largamente. Al fin dijo:

– Raigo, he de meditar bien cuanto es más oportuno hacer: en estos casos la precipitación es mala consejera.

La repuesta y renovada Asamblea se asombró de aquellas palabras, que, por boca del Príncipe Raigo, y con evidente despecho, les fueron comunicadas.

A ninguno de los presentes había pasado inadvertida la tendencia del joven Príncipe por las vestiduras que, aun en tiempos tan precarios, seguía ostentando. Y aunque reconocían sus dotes de guerrero, su valor, su lealtad y la dureza de su mano, aquel aspecto de su personalidad les desconcertaba. Estaban desde tiempo y tiempo atrás acostumbrados a la frugal austeridad del Rey Gudú, y el aspecto de su hijo los llenaba de desconcierto.

– Príncipe Raigo: el Rey Gudú habla siempre con gran sabiduría y tiento. Aguardemos sus decisiones -dijeron.

Pero las decisiones del Rey tardaban tanto en manifestarse como tardaba en cerrarse su herida.

Estaba ya muy avanzado el verano cuando casualmente halló Gudú, en la que fue cámara privada de Ardid, el tablero de ajedrez del difunto Almíbar. Llamó a Gudrilkja -a quien seguiría creyendo un joven soldado- y dijo:

– Muchacho, ¿conoces este juego?

– La Princesa Indra y su hijo Krhin, de quien era buen amigo, me enseñaron sus reglas. Pero no sé si las recordaré.

– Inténtalo -dijo el Rey.

Y, cosa inaudita en aquel hombre, en partidas de ajedrez pasaba horas y horas, aunque, la cabeza inclinada sobre el tablero, seguía reflexionando, urdiendo y maquinando, como lo hiciera antaño ante los ya descoloridos dibujos del Hechicero.

Gudú parecía recuperado, y todos lo creían así, excepto el Hermano. De todas formas, y a pesar de su herida, iba reconstruyendo poco a poco la ciudad y su entorno. Y, efectivamente, Olar despertaba. Llegaban gentes del Sur, del Norte, de lejanos puntos del mundo: parlanchines mercaderes se instalaban en la Plaza del Mercado, oficiosos sastres abrían sus tiendas, y se volvió a oír el golpe de los yunques en las herrerías.

Nuevamente reclutaron, y condujeron a las Tierras Negras, muchachos no aptos para la guerra: eran enviados a las minas, en busca de hierro y bronce, que tan necesarios les eran. Un Herrero Mayor fue de nuevo puesto al frente de la herrería de Olar. Gudú reorganizó su maltrecho ejército, e incorporó a sus huestes artesanos: guarnicioneros, fundidores, carpinteros y todo aquel que podía serle útil. Pero dejó para más adelante -una vez hubiera vencido al odiado Rakjel- la reconstrucción de su Corte Negra.

Y una vez más, partió hacia las estepas.

Raigo sintió una profunda decepción cuando Gudú, en lugar de llevarle con él, le encomendó, durante su ausencia, la regencia de Olar. En otro momento este nombramiento hubiera significado una gran alegría para él, puesto que con ello demostraba la decisión de reconocerle, oficialmente, heredero del Trono. Pero no fue así. Y no lo fue, porque hacía ya tiempo que el corazón de Raigo sufría la insoportable ponzoña de los celos.

A nadie pasaba inadvertido -y a él, menos que a nadie- la predilección que, de día en día, mostraba el Rey por aquel joven escudero -a quien todos llamaban Gudri-, de cuya compañía jamás se apartaba. Y Raigo le odiaba, le odiaba con toda la fuerza, con toda la pasión heredada, sin duda, de su origen sureño. Era inteligente, astuto y soberbio, pero todas estas cualidades sucumbían ante la amenaza palpable o meramente sospechada de ser suplantado en la consideración o amor de alguien a quien él respetase: y muerta Ardid, sólo podía respetar a su padre, ya que no amarle. Respetarle, admirarle, odiarle y sobre todo sustituirle.

A veces, mirándose en las aguas de un remanso, en lugar de ver su imagen, se veía coronado. No como hacía de niño -Raiga y Contrahecho solían tejer para él diademas de hojas silvestres, yedra e, incluso, en una ocasión, de piñas-, sino ciñendo una auténtica corona, la de Olar, aquella corona que supo aureolar de gloria Volodioso, y engrandecer aún más el Rey Gudú. Pero con ser tan grande la ambición de Raigo, cedía paso al viscoso sentimiento de los celos, y los celos, la envidia, el rencor o quién sabe si oscuro desamparo, era lo que movía al legítimo sucesor de Gudú.

Y aquellos sentimientos que arrastraba desde tiempos anteriores a él, tan suyos, que casi podían enlazarse con los del niño Volodioso, cuando vio con horror morir a su madre bajo la brutalidad del padre, llegaba hasta la soledad de otro niño, hijo ignorado. Un niño llamado Gudú, que escapaba de su encierro para atisbar por alguna rendija, eco, palabra o rayo de sol, el mundo o lo que él suponía que eran el mundo y la vida. Prisionero de sus deseos, Raigo odiaba con toda la violencia de su juventud al joven soldado Gudri, aquel que se llevaba consigo Gudú a las estepas. Menos le importaba que Gudú le considerara oficialmente su Heredero, que saberse postergado en la gran victoria de Olar sobre los esteparios.

Cuando Gudú y sus huestes avistaron la Ciudad Yahekia, sólo hallaron murallas derruidas, y el olor de la muerte, del vacío, del odio, la crueldad y la venganza.

Una vez allí, reorganizó lo que quedaba de sus hombres. No eran muchos ni demasiado entusiastas. Pero él sabía que su presencia y su palabra levantaban sus ánimos. Y aunque ahora, de nuevo lo consiguió, algo naufragaba dentro de él. Por primera vez conocía el desfallecimiento, no en sus tropas, sino en sí mismo, y quizás un impreciso desinterés por cuanto estaba haciendo, cosa antes impensable, le invadía. Lo desconocido ya no revestía el aliciente de antaño, carecía ahora de la fuerza o del brillo de la gloria. Pero no podía detenerse en estas minucias ni permitirse abandonar las únicas razones que habían dado sentido a su vida: deseo, poder y desvelamiento del más allá; alcanzar lo que no se ve, lo que nadie sabe, lo que uno mismo quizá tampoco sabe si desea alcanzar. Y entonces se dijo: «¿No será que la realización del deseo, que el conocimiento de lo que se cree imposible de desentrañar, destruye el impulso más importante de nuestra vida?». Y se preguntó si era empresa inútil cuanto había logrado; no sólo él, sino su padre y su abuelo. Puesto que el mundo se le ofrecía ahora tan vasto como inane; y el misterio de la vida, y con él, el desvelamiento o cumplimiento de cuanto anhelaba, desaparecía de ella. Y si desaparecía de su vida, desaparecía de la tierra. En esto era como su madre: donde estaba él, estaba el Reino; donde estaba el Reino, estaba el mundo. Todo lo demás carecía de importancia.

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