Y el verano pasó, y luego el otoño, la halló así: sin su padre y Maestro, sin su fiel amigo el Príncipe Almíbar, sin su viejo cómplice el Trasgo, sin Amor, cumplía los cuarenta y cuatro años.
Y en verdad que aquel otoño fue funesto, pues regresados los emisarios que llevaron al Sur a Gudulina, le llegó la nueva: una vez embarcada la Princesa, algo extraordinario ocurrió en el mar: se tornó rojo como vino, y el sol, en cambio, se ocultó horrorizado; y en una noche roja y negra, vieron cómo la Isla de Leonia se desprendía de sus secretas raíces submarinas; y las gaviotas propagaron la muerte de la Reina, en tanto la Isla, desanclada, huía irremisiblemente mar adentro, hasta perderse en el Gran Precipicio de la Vida y el Fin del Mundo. Y en sus procelosas aguas, la nave de la infeliz Gudulina -cuyos cánticos aún persistieron mucho tiempo de costa a costa, sembrando el pavor entre marineros y piratas- naufragó de tal guisa, que solamente una flor de su cabello -y por cierto que milagrosamente intacta y fresca- pudieron recuperar de tan desdichada como singular Princesa. Y así, Ardid la colocó junto a la copa que medía el tiempo, a las cenizas, y a su propia tristeza, que no hallaba lugar donde reposar en paz o, al menos, en olvido.
Y entretanto, un niño rubio jugaba, a escondidas, en la medio ruinosa Torre Azul, y una niña galopaba, como un furioso soldado, en las estepas. Pero, en el viento de los juegos uno, y en el viento de la soledad la otra, gritaban al unísono -aun sin saberlo unas mismas palabras: «¡Yo soy el Rey!».
El verdadero Rey guerreaba -pues la llamada Revuelta del Sudeste fue guerra, y guerra tan cruel, que duró cerca de ocho años-, e ignoraba a una, y creía en verdad muerto, u olvidaba, al otro. Sólo Lontananza miraba con temor a su hija, y Raiga y Contrahecho a Raigo: y ni una ni los otros entendían nada.
XXIII. OTOÑO EN EL JARDÍN DE ARDID
Kiro y Arno crecían y se educaban en el rigor de la Escuela de los Cachorros, con más severidad, si cabe, que el resto de los muchachos. Pues cuando las prácticas y lecciones de éstos acababan y podían descansar, Urdska les aguardaba en su estancia, y allí les sometía a más duras pruebas aún que las que sufrían en la famosa escuela. Aunque acababa de cumplir cuatro años -cuatro, desde la partida del Rey, su padre-, ellos, por su corpulencia y agresiva naturaleza, comenzaron a entrenarse desde los tres años. Primero, con su guerrera madre, luego con el viejo pastor Atre, que mostrábase tan fascinado por Urdska como por el mismo Gudú, y más de uno cuchicheaba su pasión secreta, tímida y salvaje, por ella. Pero por tímida que esta pasión fuera, no pasaba desapercibida a la aguda mirada de Urdska. Y así, le utilizó de tal modo, que hubiera podido dar lecciones de astucia y diplomacia -al menos en aquel terreno- a la propia Reina Ardid.
Estas dos criaturas prometían emular, si no superar, el arrojo, la fuerza y el valor, y en lo que al manejo de la espada, en seso y astucia equiparábanse, a sus mismos padre y abuelo.
Poseían tan lozano y espléndido aspecto, que encandilaban la vista de soldados y toda la gente que habitaba en la Corte Negra, desde maestros al último sirviente o cocinero. Urdska seguía estrechamente vigilada, pero su comportamiento -al menos externamente- no dejaba lugar a sospechas de mala índole. Sin embargo, la sombra de Rakjel vagaba por todas las mentes, y se anteponía a las demostraciones de que tal raza esteparia no era tan misteriosa e invencible como durante tanto tiempo se creyera.
Kiro y Arno eran robustos -a los cuatro años, parecían de seis- y muy desarrollados. Su piel dorada y dura, igual a la de su madre, contrastaba con los ojos azulados que habían heredado del Rey. Negros y crespos eran sus cabellos. Urdska, a poco que crecieron lo suficiente, los ordenó trenzar junto a sus sienes, con lo que, ante la leve e inexplicable inquietud de los soldados de la Corte Negra -sus mentes eran demasiado simples para penetrar en tales sutilezas-, les daba un aspecto en verdad temido por aquellas tierras desde siglos atrás. Algo así como el Diablo.
Rivalizaban en destreza, fuerza e ingenio guerrero. Nadie hubiera podido decir quién de los dos era más valiente, más astuto, más fuerte. Y siendo como eran hermanos, y gemelos, e igualmente educados, lo cierto es que entre ellos dos se alzaba un muro que, con los años, parecía espesarse y crecer a ojos vista. Si esto era evidente aun para las poco sutiles molleras de los soldados y, en general, para toda la gente que habitaba los vastos recintos de la Corte Negra, permanecía invisible a una sola persona: a la nada espesa, ni lenta ni cándida mollera de su propia madre. Pues madre era al fin, y madre ambiciosa. Depositaba en sus hijos todos los deseos y destinos que para ella o para su raza quería: atribuirse el dominio y poder sobre -a su entender- tan miserable suelo.
Cierto día, disputaron ambos hermanos la presa de un halcón muerto -de forma innoble, pues aún era muy tierno para cazarlo al vuelo-. Y como quedaba en duda quién de los dos le había dado muerte, los dos intentaban apoderarse de él. Se miraron ferozmente, y la ferocidad de sus azules ojos era la misma de los ojos de Gudú en el campo de batalla. Al fin, destrozaron la pieza antes de ceder en su derecho el uno ante el otro.
Como se rumoreaba la intención del Rey de convertirlos en legítimos herederos del Trono, y elevar a Urdska a Reina, empezó a cundir entre soldados la apuesta de acertar quién de entre los dos gemelos Kiro y Arno sería, al fin, Rey. Pues, si con tal ímpetu disputaban un infeliz halcón, con mayor saña se disputarían un Trono tan codiciado como poderoso.
En éstas, habían llegado sin cesar las nuevas de Gudú: venció varias veces a los territorios sureños, pero los surestes se habían levantado de nuevo en su ayuda. Y así, entre los unos y los otros, la guerra se alargaba, la victoria no se alcanzaba aún y, pese a su superioridad y la imparable forma en que Gudú iba aniquilándoles, lo cierto es que no parecían dispuestos a ceder fácilmente. Habían llamado en su defensa, por la parte costera, a los piratas, en memoria de la desdichada hija y los nietos de Leonia, que todos creían muertos. Y aunque sólo ayudaron débilmente, lo cierto es que muchas preocupaciones causaban a Gudú y sus huestes; y mucho se demoraba la paz.
Llegado el undécimo cumpleaños de los gemelos Raigo y Raiga, un emisario especial llegó a Olar con las siguientes nuevas y órdenes del Rey: habiendo, al fin, dominado la mayor parte de las regiones revueltas, y en vía, como esperaba, de una pronta paz, ordenaba, deseaba, que se celebraran sus esponsales con Urdska -como en otros tiempos ocurrió con la Princesa Tontina- y, por tanto, fuesen reconocidos legalmente sus hijos, Kiro y Arno, en la espera de ver, con el tiempo, cuál de ellos mostraba mejores cualidades como candidato al trono de Olar.
Éste fue, quizás, el suceso más cruel y el momento más peligroso de la vida de la Reina Ardid, tal vez aún más crucial que el de la vida de Urdska. El descontento de los nobles era tan evidente como evidente era que los años no habían pasado en vano por ella. Ya había más plata que oro en sus cabellos, ya sus ojos no relucían sino por una íntima tristeza, ya sus labios habían perdido casi su otrora conocida y contagiosa sonrisa. Y si aún se revestía de toda su majestad y fuerza -su astucia no se había apostado como su cuerpo-, las convicciones que la sustentaban hasta entonces, ahora entraban de lleno en el reino de la duda. Ardid flaqueaba en sus decisiones, y una voz en su interior, o tal vez en la cornisa de aquella chimenea poblada de ausencias, de vasijas donde el tiempo se vertía sin piedad, de cenizas de sentimientos, murmuraba «Ardid, Ardid… ¿qué has hecho de tu juventud?».
La reunión con la Asamblea fue esta vez penosa, y Ardid no salió de ella triunfante. El Barón había crecido con la edad, si no en vigor -como a la vista estaba-, sí en encono y malevolencia. Dijo:
– Señora, mucho hemos reflexionado sobre los últimos acontecimientos que más afligen que glorifican al Reino. Debo deciros que la Asamblea considera en muy alto grado las dotes de guerrero y valiente que adornan al Rey nuestro Señor, pero creemos que su pasión por dominar tierras (que dicho sea de paso, empezamos a sospechar no van a redundar en beneficio de Olar) ha cautivado a lo mejor de nuestra juventud; y privándonos de hombres jóvenes, que ya sólo a la guerra y la rapiña aspiran, este Reino languidece en la más espantosa y triste atonía. Sabemos de otros países donde, quizá con menos dominio, poder y aun riqueza, florecen la ciencia, el arte, y en suma, la paz y la prosperidad… tal como fue nuestro Olar, y no olvidamos, durante vuestro reinado, en tiempos en que vuestro hijo era aún niño. Tampoco olvidamos la firmeza y sabiduría con que conducisteis no sólo la administración, sino el espíritu de nuestro país; y por todo ello os amamos y admiramos. Pero precisamente por tratarse del peligro que esa Reina extranjera suscita en vos misma y en nosotros, creemos poco aconsejable que se dé tal paso…, y menos en lo referente al nombramiento de esos herederos. Pues, si mal no recordamos, el Rey tuvo otro hijo de su más sensato matrimonio: el Príncipe Raigo. Decidnos, ¿qué fue de él? Muchos aseguran que ambos niños naufragaron con su madre en el proceloso mar de Leonia; pero también hay quienes dicen (marineros, gente costera, ya sabéis…) que ningún niño acompañaba a nuestra llorada y desdichada Reina Gudulina el día de su muerte.
Ardid se mostró entonces abatida, con el rostro sombrío y en silencio. En realidad estaba urdiendo rápidamente la mejor respuesta, o, al menos, la más conveniente en tales circunstancias. Y al fin dijo:
– Me sorprende que sesudos varones, a quienes considero mi apoyo y son mi máxima esperanza, se muestren tan suspicaces como prestamistas o usureros, o vulgares mercaderes; crédulos como campesinas ante la palabrería de marineros y costeros… El Príncipe Raigo, junto a la Princesa Raiga (y me permito recordaros vuestra indiferencia hacia ellos en aquellos días; sin tener para nada en cuenta mi dolor de abuela), fueron devueltos, por vuestra decisión, a la Reina Leonia, junto a su infortunada y llorada madre Gudulina… Noble Barón, nobles Caballeros: ved que la historia larga y amarga de mis desengaños tiene aún muchos capítulos por escribir…