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Y así continuaron largo rato, en el tira y afloja de hipócritas consideraciones y zalemas, cuando la única verdad de sus intenciones estaba a la vista, en la feroz y ceñuda actitud de la mayoría de los miembros de la Asamblea: gentes en su mayoría de parca palabra y ambiciosa y dura cerviz, que sólo su provecho -y no el de Olar- esperaban de tales conversaciones. Sólo algún ingenuo o bienintencionado asistía a estas reuniones, y eran los únicos que no decían nada, o eran obligados a callar.

Aplazóse la decisión de la Asamblea, aun por tres veces; y en el transcurso de estas tres reuniones, varios incidentes cambiaron el curso de los acontecimientos.

Tan simple como ferozmente el aplazamiento de su decisión se sucedió al ciclo de primaveras, veranos, otoños e inviernos. Y éstos, de tan rápida y despreocupada forma -los nobles no alcanzaban a reunir huestes suficientes para enfrentarse en una rebelión de tal calibre contra Gudú-, que así pasaron cuatro años más: esto es, ocho desde la partida de Gudú, hasta el día en que sometió totalmente a los rebeldes, y anunció su regreso.

Si bien en su aspecto externo las cosas sucedieron de forma lenta, indecisa y poco brillante, no así discurrieron en la intimidad más estricta de Ardid y de otros muchos.

La Reina no dejó ni un solo día de visitar, secretamente, a sus niños, en la Torre Azul. Y allí, conversaba largamente con Once -el eterno visitante al que el tiempo privó de ser adulto- y sus nietos. Sin reparar en que los años también habían transformado a parte de estas criaturas. Pues Contrahecho ya hacía tiempo que no participaba en aquellos juegos, y había llegado a suplicarle le tomase a su servicio, como paje y bufón. Pero tal era la desolación del muchacho, al demandarlo, que sólo podía compararse a la de Raiga, al suplicarle que no lo alejase de ellos, y que con ellos se quedase. La Reina, en principio, desoía sus súplicas. Pero Contrahecho estaba tan triste que, como era el único que en las actuales circunstancias no peligraba -pues su vida había sido ya olvidada-, a menudo acostumbraba a bajar con ella al viejo jardín que Ardid cuidaba con todo esmero. Así, ambos solían contemplar el Árbol de los Juegos, que en aquellos días muy alto y esplendoroso se mostraba.

Llegó el último otoño -último en la espera del regreso del Rey-, y notó Ardid que, de nuevo, aquel Árbol de su jardín, tan lleno de recuerdos y significados, aparecía mustio y tan marchito como el resto de sus flores.

– ¿Qué ocurre con el Árbol de los juegos, Contrahecho? -dijo la Reina, desolada. Y alzando las manos recogió unas últimas hojas que, como polvo de oro, se deshicieron entre sus de dos. Y con asombro, que gran dolor contenía, oyó decir al muchacho lo mismo que antaño le respondiera Gudulina.

– ¿Qué Árbol, Señora? No sé a cuál os referís; no veo ningún Árbol.

Entonces la Reina le miró, con nueva mirada, y comprobó que no era un niño, sino un joven de tristes ojos y poco agraciada figura.

– Nada -dijo, al fin, con gran pesar-, nada, Contrahecho; cosas que a veces traen los vientos del pasado a una mujer madura… Pero aquel otoño descubrió otras cosas a Ardid, cosas en las que, por rutina y costumbre, no había reparado antes. Cuando llegaba a la buhardilla, ya no oía risas, ni correrías ni resplandeciente música y murmullos de viento entre hojas doradas. Ahora se daba cuenta de que una oscura tristeza saltaba de rincón a rincón, y que los cofres de Tontina aparecían cerrados, enmohecidos y polvorientos. Retornaba con verdadera pesadumbre a la buhardilla, y los muchachitos no la esperaban. Y siendo, así, una noche, la sorprendió un gran silencio: y tan sólo descubrió a Raiga, dormida en un rincón, y en otro, a Contrahecho, sumido en graves pensamientos, y a nadie más. Al entrar y proyectar sobre ellos la luz de su antorcha, Raiga despertó sobresaltada, y también Contrahecho, que tendido ante la puerta estaba, entre los viejos cofres y tapices, ya tan deslucidos. Y Ardid dijo:

– ¿Qué es esto? ¿Dónde está Raigo, y por dónde anda Once?

– 

¿Qué decís, Señora? -murmuró, soñolienta, Raiga-. Raigo se fue, como todas las noches… y tened por seguro que si no fuera por lo mucho que me lo habéis prohibido, y por el miedo que me da saltar por la ventana hasta el abedul, yo le seguiría… Oh, Señora, qué tediosa es esta vida, aquí, en esta sucia estancia, siempre encerrados…

– ¿Cómo es posible que Raigo haya contradicho mis órdenes? ¿Y cómo es posible que Once no se lo haya impedido?

– ¿Once? -se extrañó Raiga-. No sé quién es, Señora. -Contrahecho -dijo con verdadera angustia Ardid-, ¿adónde fue Once?

Pero se detuvo ante la atónita mirada de los dos muchachos.

Raiga y Raigo -calculó rápidamente Ardid- cumplían ya quince años, y Contrahecho veintitrés. Y así, dejóse caer desolada sobre uno de los polvorientos cofres. Y sentía un gran frío en el corazón.

– Es cierto, queridos míos -dijo al fin-, la rutina del tiempo, las preocupaciones y el egoísmo, no me han dejado ver nada… pero creo que no sois, en modo alguno, unos niños.

– Oh, no, desde luego -dijo Raiga, mirando significativamente a Contrahecho, que se ruborizó-. No somos niños.

– Y el Príncipe Raigo arde en deseos de unirse a su padre, el Rey -dijo entonces el antiguo bufón-. Señora, comprended sus aspiraciones, es muy lícito que así lo sienta, pues no es propio de un joven Príncipe y futuro Rey permanecer oculto como un viejo baúl inservible, entre tantos trastos y antiguallas que nadie quiere.

Estas últimas palabras causaron un agudo dolor en Ardid. «Trastos viejos y antiguallas que nadie quiere… -pensó-. Igual que yo, si no lo remedio.» Y conociendo el peligro que el imprudente Raigo corría, se sintió invadida de terror. Pero precisamente en aquel momento, alguien tiró de un extraño cordel que no había visto. Con las coberturas de sus lechos, los muchachos habían confeccionado una cuerda por la que deslizarse desde la ventana. Dieron desde arriba un tirón, y Contrahecho y Raiga, sujetándolo con todas sus fuerzas, lograron ayudar, al que abajo esperaba, a trepar de nuevo a la habitación.

Al ver a su abuela, el joven Raigo quedó confuso y atemorizado. Bajó la cabeza, y miró al suelo; pero en su adusto ceño, en sus párpados obstinadamente bajos, leyó Ardid la indomable voluntad de su estirpe. De suerte que abandonó toda esperanza de retenerlo.

– Querido -dijo al fin-, comprendo muy bien tus sentimientos. Pero has de saber una cosa, y esto es que no por capricho os he guardado encerrados aquí. Si no fuera por ello, tiempo ha que estaríais muertos.

Y reveló a los muchachitos la verdad de su situación, sin omitir detalle alguno.

Los cuatro se sentaron, al fin, muy juntos; y sus rodillas se tocaban, y como los tres muchachos abandonaron sus manos en el regazo de la Reina, ésta sintió que suavemente el frío huía de su corazón; y halló el entusiasmo y esperanza suficientes para decirles:

– Aunque mi torpeza de vieja mujer no lo notase como es debido, muchos años han pasado ya desde aquel día… y ahora, siendo como sois jóvenes muy crecidos, nadie os reconocerá si, como pajes o doncella, os llevo conmigo simulando que sois nuevos plebeyos a mi servicio. Así, aguardaremos la decisión de los nobles: y acaso, hallaremos alguna solución entre todos a tan difícil situación.

Los tres besaron sus manos. Y esperanzados por una nueva luz de libertad uno, y de ambición otro, Raigo y Contrahecho durmieron aquella noche por última vez en la buhardilla. Y al día siguiente, disfrazados de sirvientes, la Reina los llevó a sus habitaciones. Y cerró para siempre aquella torrecita de extraña caperuza azul.

Plácidamente, en apariencia -pero sembrado de inquietud interna-, transcurrió el otoño para Ardid, con sus nuevos pajes y su nueva doncella, cada día más recluida en sus estancias. Pero más difícil era contener a Raigo, que se mostraba cada vez más rebelde y deseoso de escapar de aquel encierro y ocultación.

– Iré en pos de mi padre, Señora -decía-, y me presentaré a él: para que vea en mí a su Heredero, en lugar de esos lobos esteparios a quienes ni tan sólo ha reconocido.

– Paciencia, Raigo, no olvides que tu padre se fió siempre de mi consejo. Aguarda a que él regrese, y entonces las cosas cambiarán.

Pero Raigo -como su abuela, como su padre, como tantos y tantos muchachos de su estirpe, de todas las estirpes y razas del mundo- solía escapar de las habitaciones de la Reina, y montando en un caballo que un anciano caballerizo mayor, viejo y devoto servidor de la Reina -él y algunos más se hubieran dejado matar por ella- siempre le tenía a punto, junto a una capa y capucha con que ocultarse, huía al bosque y, aun de lejos, rondaba la Corte Negra: lugar que, a partes iguales, odiaba y deseaba con toda la fuerza de su impetuosa naturaleza.

Por contra, Raiga era tan sumisa y dulce, como corta de entendederas, y sentía tanto cariño por Contrahecho como este por ella. Apenas se separaban, y día llegó en que Ardid notó que los dos muchachitos estaban, en verdad, enamorados. Y tuvo certeza de ello una noche en que, reunidos los tres junto a la lumbre -Raigo cada día se apartaba más de ellos, y vagaba como un mendigo por los bosques, o permanecía ceñudo en un rincón-, contaban raras historias extraídas del viejo -y ya medio corroído- Libro de los Linajes. Así, contábales la Historia del Príncipe Blanco transformado en horrible bestia, y de cómo, enamorado de la dulce Princesa, con toda su alma, día llegó en que, por un beso de esta, recuperó su verdadera forma, tan bella que a todos maravilló. Y como la vista empezaba a flaquearle, se retardaba Ardid en descifrar la complicada caligrafía del libro. Esto, unido a los agujeros que en aquellas páginas habían hecho los mordiscos de las ratas y la impiedad del tiempo, hacía que se detuviera en muchos pasajes. Y con sorpresa vio que ambos jóvenes, las manos juntas, recitaban a dúo aquello que ella ya no podía ver. Y cuando, sorprendida, alzó la vista, vio que sus rostros estaban bañados de tan dorado y hermoso resplandor, que buscó el origen de aquella luz: y allí estaba, sobre la chimenea, pues las cenizas de oro se habían vuelto de oro candente, y tan luminosas, que atravesaban sus rayos la plata de la vasija, como si se tratase de una copa de fino vidrio. Y por contra, la copa del tiempo parecía detenida, como atenta al suceso. Entonces, Ardid colocó su mano sobre las de los dos muchachos, y dijo, con gran ternura:

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