– Porque os amo y admiro, Rey Gudú; y sabed que empiezo a felicitarme de haber sido vencida por un Rey como vos. Pues, con el tiempo, fui diciéndome que es preferible esta derrota al triunfo sobre jefezuelos esteparios, sin dignidad alguna. Por contra, sospecho que el haberos vencido, y contemplado vuestro cadáver, me habría llenado de tal desencanto que no hubiera logrado sobrevivir a tal decepción.
– Estas palabras son hermosas, pero no convincentes -dijo bruscamente Gudú, al tiempo que el extraño soplo crecía, y lo sentía en su nuca-. No veo más que artimañas en tan aparente como falsa docilidad.
– Señor -dijo al fin Urdska. Y sus ojos se ensombrecieron, hasta el punto de que el amanecer parecía retroceder en ellos-. También es verdad otra cosa: que vos para estas cosas sois tan ciego como indiferente.
– No sé a qué os referís, y os advierto que no soy amigo de misterios ni veladuras. Por eso, si no queréis ser decapitada en cuanto luzca el sol, decidme sin rebozo de qué se trata este galimatías.
– Espero un hijo de vos -dijo Urdska. Y suspiró de tan suave y dulce manera, que ni el bosque inundado de rocío, ni el manantial bajo el primer roce de la aurora podían comparar forma tan radiante como delicada.
– ¿Es cierto? -dijo Gudú. Y sintió un júbilo tan vivo, que casi parecía clavársele como cien dagas en su carne. Bruscamente, se arrodilló y acercó el oído a su vientre: y en verdad que aquel vientre se curvaba por vez primera, tan delicadamente, que no había duda alguna de que en aquel momento, mujer, y radiante mujer, era la Reina Urdska.
Quince cachorros, de ambas razas, habían ya pasado a bien adiestrados soldados, y treinta nuevos niños de Olar habían engrosado los Cachorros, cuando una nueva estremeció, no sólo a la Corte Negra, sino a la Corte de Olar.
Ya el verano avanzado -y fue un verano espléndido, fresco, con lluvias y tormentas, que hicieron de las colinas y bosques resplandeciente primavera- cuando llegó la noticia de una seria revuelta en los territorios del Sur. Unidos a los de los Weringios, aprovechaban lo que erróneamente suponían una etapa de debilidad en el Reino de Gudú. Y así, al tiempo que esta nueva resurgía la ira y la entusiasta violencia de la Corte Negra, dio a luz Urdska a dos niños gemelos.
El día en que Gudú se aprestaba a acudir a las tierras del Sur, recibió la noticia del doble alumbramiento y acudió presuroso a la cámara de Urdska -aunque custodiado por parte de la Guardia del Rey-, y con asombro y regocijo comprobó que Urdska, al revés de la Reina Gudulina, no sólo no se mostraba desfallecida y quejumbrosa, sino que ella misma, sin ayuda de nadie, sin el menor grito y sin aspaviento alguno, había dado a luz a sus criaturas. Y no era esto sólo: arrodillada junto a ellos -que reposaban, según la costumbre de su raza, en una piel extendida sobre el suelo-, cortaba con la ayuda de sus agudos dientes de chacal, un lienzo con que cubrir los desnudos y en verdad robustos cuerpos. Los dos gemelos gritaban con todas sus fuerzas, y movían sus piernas y brazos -de dorada y dura piel- de tal forma, que Gudú, por vez primera, se sintió atraído por seres tan minúsculos. Se inclinó sobre ellos, y rió de tal forma que el Castillo entero pareció temblar. Luego besó a Urdska en los labios y dijo:
– Eres la mujer que necesita mi Reino. Ten paciencia, y entre los dos, devoraremos la tierra.
Urdska no dijo nada, pero sonrió de forma misteriosa y dulce, y, cuando el Rey salió, miró a sus dos hijos y murmuró:
– Entre los tres vengaremos a mi raza, Kiro y Arno, hijos míos. Y así, desde ahora el nombre de mi padre y mi hermano asesinados llevaréis vosotros.
Antes de partir al Sur, Gudú visitó brevemente la ciudad; apenas para reunir a los hombres disponibles y dejar en los puestos importantes a los que juzgó más oportunos. Sólo se entrevistó con su madre, para decirle:
– Reunid a la Asamblea, y comunicadle que repudio a la Reina Gudulina y a sus hijos. Devolvedla a la Isla de Leonia, con los niños. Cuando regrese de esta estúpida guerra, tomaré a Urdska por esposa, y los hijos que ella me ha dado serán mis herederos.
– ¿Qué dices, hijo mío? -se aterró Ardid-. ¿Estás en tu sano juicio?
– Jamás lo estuve tanto. Madre, nuestra raza necesita sangre nueva, gente dura y guerrera; y una vez muerto Gudulín, en nada pueden compararse con ese par de ardillas sin nervio y poco seso. Haced lo que os digo, y no se hable más.
– En verdad, que no os creí tan imprudente. ¿Un capricho tan nefasto os hace dejar indefensa a una vieja Reina, en manos del descontento, que no os oculto, cada vez mayor de los nobles, y ahora, de las posibles iras de Leonia?… No, no creo que hayáis perdido el seso hasta ese punto. Sabed que Leonia manda en toda la piratería: y que la lanzará contra vos, y contra mí, apenas le devuelva a su hija y nietos…
– Madre, me tenéis por más lerdo de lo que creía. Sabed que, en primer lugar, y por mucho que en ello os esforcéis, jamás lograré veros (ni yo, ni nadie que yo sepa) como una vieja y débil e indefensa mujer… ¿Me creéis tan estúpido como para no haber meditado sobre tales amenazas? Sabéis que en el Castillo, y con apariencia de sirvientes, he armado y muy bien preparado un valioso ejército; gentes que sólo esperan vuestras órdenes para atacar y defender -si es preciso- a esa cuadrilla de viejos inútiles, pues lo más florido de su juventud está conmigo, y conmigo viene. Y no sólo eso: en la Corte Negra reside -aunque secretamente- otro grupo no menos fiero, astuto y bien entrenado, destinado al mismo fin. Sólo tendréis que enviar una de estas dos palomas -y le mostró una jaula donde dos aves de plumaje gris azulado la miraron casi ferozmente-, y una de ellas llevará prontamente vuestro mensaje de socorro. Y la otra, enviádmela a mí, si os veis en apurado trance.
– Está bien, así lo haré -dijo Ardid.
Y dejándola sumida en la inquietud y la tristeza, Gudú partió al frente de sus hombres, hacia aquel Sur que ella amaba, y ya sólo era un sueño sin esperanza en su memoria.
Por primera vez, Ardid temió enfrentarse a la Asamblea para comunicarle tan peregrina novedad. Pero fue menos penoso de lo que creía, al menos en apariencia. Pues si bien los nobles recibieron tales órdenes -o aparentes notificaciones- con profundo disgusto (una Reina y unos príncipes esteparios les producían escalofríos), lo cierto es que el país se hallaba en serio peligro: Orwain, el nuevo jefe Guerrillero de los Weringios, era, según noticias, casi tan temible, o más, que las Hordas Esteparias: el nuevo caudillo de las humilladas y despojadas tierras del Sur era un antiguo pastor que mucho les daba que pensar, especialmente si se había unido a los Weringios. Y aquello no era una revuelta: era una largamente larvada guerra que habían fomentado muchos años de paciencia, sumisión y semi-esclavitud. Oponerse a Gudú, en aquellos momentos, no era aconsejable para los de Olar. Así, en reunión secreta -y prescindiendo por vez primera de Ardid-, los nobles, capitaneados por el propio Barón, creyeron oportuno reunir por su cuenta un ejército clandestino.
Sorprendida y aliviada -si bien recelosa- quedó la Reina cuando, tras la deliberación de los nobles, le fue comunicado lo que ella consideraba descabellado propósito.
Con el corazón entristecido, fue a visitar a su nuera. Según dijeron sus doncellas, Gudulina imaginaba vivir allí con Gudú, y hacia Gudú dirigía sus palabras y mimos; y ante su imaginaria presencia, probábase afeites y vestidos -tan ajados ya, que algunos mostraban jirones por todas partes, pues, entre el tiempo transcurrido y el descuido que allí reinaba, de vez en vez Gudulina era presa de furiosos ataques durante los cuales desgarraba y rompía, con inusitada bravura en cuerpo tan delicado y frágil, cuanto se hallaba a su alcance.
«Sangre de piratas», murmuró Ardid. Así, se sentó a su lado con mucho sosiego y, tomando sus manos, y contemplando aquella sonrisa -en verdad estúpida-, díjole:
– Querida niña, vamos a emprender un hermoso viaje. Allí te aguarda Gudú, y tu felicidad no tendrá límites…
– Sí, sí -gritó gozosa Gudulina. Y rápidamente ordenó empaquetar sus vestidos y afeites, y cuanto poseía o creía poseer; mustios despojos de un antiguo esplendor.
Pero la Reina Ardid no era mujer que se doblegara fácilmente ante las desdichas. Procuró dar a entender que, en principio, se hallaba conforme con la devolución de Gudulina a su madre, la Reina Leonia. Pero sólo este pensamiento hacía que el vello de su piel se erizara. Sabía a Leonia muy capaz de lanzarle toda la piratería encima. Pero no era sólo esto lo que más temía: lo que hacía desfallecer su fuerza, la fuerza de su corazón y de su orgullo, era la posible privación de su tutela sobre Raigo y Raiga. No estaba dispuesta a arrostrar otra clase de desventura, ya que, en los tiempos presentes, ellos constituían el refugio de sus ansias, esperanzas y, tal vez, de su corazón solitario.
Mandó preparar, pues, una nutrida aunque triste comitiva. Y al Capitán de la escolta le entregó una misiva donde daba cuenta a Leonia de la desdichada suerte de Gudulina -si bien callando lo referente a los dos pequeños Raigo y Raiga.
La comitiva partió, y era para Ardid desgarrador oír cómo Gudulina cantaba alegremente, adornándose los cabellos con las primeras flores de la primavera: y en verdad que volvía a parecer bonita. Así, las doncellas y camareras lloraban viéndola partir, y la misma Ardid tuvo que esforzarse en no demostrar públicamente su pesar y compasión. En el último instante la abrazó y besó, diciéndole:
– Piensa, Gudulina, que la vida es muy larga y muy hermosa, y muy llena de sorpresas…