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Y cuando regresó al Castillo, y entró en su alcoba, miróse detenidamente al espejo. Una gran tristeza la bañaba y un recóndito fuego ascendió a su mirada, mientras se decía que, en verdad, sus ojos eran hermosos, sus labios frescos, y su talle tan grácil y tan flexible como el de una muchacha de veinte años. Y no tuvo reparo en admitir que, si bien había rebasado ya los cuarenta años, no era en ningún modo mujer vieja: antes bien, cosa rara, muchas mujeres de edad más tierna y lozana, no podían rival¡zar con ella en hermosura, agilidad y donaire. Y con tan encontrados sentimientos se durmió: pero su sueño navegó por extraños paisajes, a través de los cuales, de vez en vez, aparecía el rostro rubicundo de Leonia, que atronaba el aire con la estridencia de su risa más burlona.

Tal y como decidió Ardid, el joven Amor llegó al Castillo, tras convencer a la Asamblea -y esto no fue difícil para ella- de sus grandes valores y virtudes. Y desde el punto y hora en que llegó, lo instaló en la abandonada Torre del tejado azul; y allí ordenó amueblar su estancia, y proveerle de cuanto precisase o deseara. Pero es cierto que también rehuyó su presencia, con un rigor que ella misma se reprochaba íntimamente. «¿Por qué temo verle? -se decía-. Él es un joven poco mayor que Gudú, y yo una Reina abuela, acribillada por las preocupaciones. No sé qué es lo que puedo temer de él, en verdad.» Pero lo sabía, lo sabía tan bien como conocía la clase de brillo que, al mirarla, descubrió en los ojos del joven sabio, y su secreta alegría al suponer iba a morar muy cerca de ella. Y recordaba las palabras del Trasgo: «Su sueño está lleno de burlonas chispas de oro, y vos estáis en sus sueños». «Bah, lo que ocurre es que sabe que estoy muy inclinada a la ciencia; y eso es tan raro en una mujer, que a la fuerza debe impresionarle.» Así, intentaba acallar lo que, a gritos, decíale su pensamiento, y acaso, también un poco, su corazón.

Las flores habían muerto, o aguardaban ocultas en la profundidad de la tierra, en espera de la primavera. Pero ella espiaba el jardín, y se alegraba de comprobar que el Árbol de los juegos aún estaba allí, y crecía, y en modo alguno se marchitaba. Antes al contrario, sus hojas brillaban de tal forma que, en la noche, diríase que en vez de árbol, era una encendida lámpara, como en tiempos ya casi olvidados, en que una singular corte de niños, muñecos y pequeños animales inocentes revoloteaban y reían a su alrededor. Y así, de noche solía salir descalza, bajar al jardín y acercarse al Árbol, y mirarlo, mirarlo como se pueden mirar las imágenes de un sueño. Al fin, cierta noche, estando bajo las hojas de oro, creyó percibir nuevamente el rumor de aquella extraña canción, o murmullo, aquella que aprendió a amar, de los tiempos en que Once y Tontina jugaban bajo sus ramas, y todo el Castillo parecía atravesado por un viento resplandeciente, o música, o -de pronto así le parecía- llanto. Pero de todas formas, tan dulce era, que sólo una palabra acudió a sus labios: y ésta era el ridículo nombre del recién nombrado Preceptor de Raigo. Subió prestamente a acostarse, y deseaba olvidar cuanto había visto, recordado o soñado. «Ya pasaron los tiempos de la más joven Reina, inútilmente enamorada de su viejo esposo… Ya pasaron los tiempos de la astuta y melosa amante de Almíbar, cautiva en la Torre Norte… Ya pasaron los tiempos de la vieja y ladina Leonia… Sí, la Isla se ha perdido, Ardid, y las islas errantes, como la juventud, no regresan.»

El invierno transcurrió sin aparentes novedades. Aparentes, porque oscuras tramas se larvaban en los laberintos secretos de muchas conciencias. Los nobles hallábanse cada vez más descontentos por la actitud del Rey, y su desprecio hacia la Corte de Olar, que habíase renovado tanto -dado que muchos habían muerto, y otros jóvenes habían tomado su lugar, y los más habían abandonado sus puestos para seguir a Gudú-, que llegó un día en que Ardid comenzó a sentirse entre extraños: y aún más se lo hacía notar la desaparición del Trasgo, el último de sus viejos amigos.

También en los subterráneos de la conciencia de Ardid estallaban de día en día temores y sospechas. La soledad del invierno y la inquietud de una amenaza de rebelión por parte de los nobles, que esperaban mejoras tras las últimas campañas del Rey, y en su lugar sólo vieron aumentadas sus obligaciones -aparte de verse privados de lo más florido de su juventud masculina-, hacían renacer a su alrededor las murmuraciones sobre el origen de su ascendencia al Trono. En tales cosas, Ardid percibió la intriga que se larvaba en torno. Y a pesar de todo, estas cosas tenían para ella menor importancia que otra circunstancia, el miedo que la invadía cada vez que intentaba aproximarse a la vieja Torre del tejado azul, donde los niños y su maestro habitaban. Y así, había dejado de visitar la secreta buhardilla, y alejándose de sus mismos nietos -por no ver a Amor- y rodeada de rostros que nada añadían a los recuerdos de su corazón, la soledad la cercaba estrechamente. A veces, la invadía un pueril gozo, y salía a la nieve y recorría el viejo jardín, espiando los indicios de la aún lejana primavera. Luego, súbitamente, la tristeza regresaba y, como una planta tronchada, con los cabellos cubiertos de una débil nevada y los ojos llenos de lágrimas, retornaba a su cámara.

Otra gran inquietud llegó a la Corte: el Rey mostraba ya sin reparo, de forma alarmante, su afición a la Reina Urdska. Y aún más: se rumoreaba que esperaba un hijo de ella. Estas cosas alarmaron en gran manera a Ardid, pero juzgó prudente, por el momento, no decir nada a su hijo. Y así, vigiló estrechamente a Raigo. Comenzó, nuevamente, a acudir a la Torre Azul -que así habían empezado a llamarla los niños, y ella misma-. Y al tiempo que esto ocurría, en la Corte Negra también una soterrada violencia fluía bajo la aparente normalidad de su vida austera.

8

Al finalizar el verano, Urdska manifestó un cambio en verdad notable en su relación con Gudú. Súbitamente, la cautiva abandonó su aire altivo y feroz, y comenzó a mostrarse sumisa hasta el punto de que día llegó en que incluso pareció su rendida amante. Este cambio de actitud no dejó de sorprender al Rey, que lo observó con atenta curiosidad, sin, por otra parte, mostrar debilidad alguna. Alternaba a Urdska con otras muchachas -hasta el número de cinco-, y de tal manera que, al parecer, no distinguía con mayor preferencia a las unas que a las otras; por el contrario, si bien Urdska había sido instalada con cierto regalo y bienestar en tan desapacible y austero lugar, no dejaba por ello de permanecer custodiada por la inflexible Guardia, y aún más, encadenada; aunque caprichosamente, Gudú hizo fabricar, con la cadena de oro de su cuello, las nuevas cadenas de Urdska.

El Rey observó con desconfianza, durante cerca de un mes, el raro cambio de la Reina esteparia. Y llegó al fin el día en que, aun ordenando, secretamente, que la vigilaran, la dejó en aparente libertad. Y así, Urdska pudo ver libres sus manos de la cadena que, aun dorada, tan humillante le resultaba. Y pudo bajar de su encierro y salir al campo, cuando ya el deshielo comenzaba tímidamente a verdear la hierba junto al río. Secretamente vigilada, en sus ires y venires, en ningún momento dio muestras de pretender huir, ni rebelar a los de su raza que -una vez probados por Gudú y su gente- habíanse incorporado al renovado y revivido ejército de la Corte Negra.

Urdska solía pedir permiso para contemplar las luchas de entrenamiento de los Cachorros, y con sus gritos y consejos -muy sabios, según todos comprobaron- les animaba; y no favorecía a los de su raza más que a los de la raza de Gudú. De forma que con todas estas cosas, el Rey empezó a sentir cómo crecía dentro de sí la curiosidad y el deseo que le impulsaba hacia ella: y de lejos -y aun a menudo escondido- la observaba cuando hacía tales cosas. Y la veía, así, alta y fibrosa, pero esbelta y bella, con sus cabellos cortos, como un muchacho, lacios y negros, brillando sobre los hombros, vestida, como solía, de joven guerrero. Y se decía que jamás podría descifrarse su edad, pues en ella reuníanse de tal forma las mejores cualidades de mujer y de muchacho, y que en suma, era como el dios o diosa, asexuado y fascinante, representante de la eterna e imposible juventud. «Tal vez brujas esteparias anidan todas juntas en sus ojos, tal vez su corazón sea el amasijo de todas las culebras de la estepa; y así y todo, ella es la única mujer digna de ser mi compañera y Reina», se dijo al fin, un día. No la amaba, es cierto, pero lo que sentía hacia ella era mucho más poderoso, más grande, y tal vez más profundo y misterioso y durable que el amor común entre hombre y mujer. Pues reverdecía en él aquella última sed de su padre -aunque él lo ignorara- cuando decía a la joven e iracunda Ardid que la Princesa de la Estepa no era una mujer, sino el largo sueño de los hombres, que nace con el veneno del poder, el triunfo y el dominio de sus semejantes.

El caso es que, tan fiera y salvaje se mostraba ante los Cachorros, dura y astuta como un auténtico guerrero como dulce y embriagadora en sus noches con él. Y así, en vez de visitarla de tarde en tarde, llegó un momento -y ya avanzaba la primavera sobre los campos- en que no supo prescindir de su compañía. Y, lentamente, fue ornándola de todo el lujo de que era capaz. Hasta que un amanecer, abandonó el lecho, preso de una inquietud muy grande, y asomándose a la ventana contempló el verde pálido de la noche agonizante; y viendo cómo se rosaba lentamente el cielo, se volvió a ella y la halló despierta, y con los negros ojos tan fijos en él, que algo apretó su garganta: y no sabía si por primera vez en su vida le rozó el sutil soplo del miedo, o del más oculto y entrañable y más delicado placer, hasta entonces conocido. Se acercó a ella, acarició sus negros y brillantes cabellos, que ya empezaban a rozar sus hombros, y díjole:

– ¿Por qué te muestras tan dulce, si en verdad soy tu enemigo, y sabes que igual que ahora me place tu compañía, mañana te haré quemar viva, si así lo estimo?

Al tiempo, rozaba con sus manos la piel dorada de Urdska -un dorado extraordinario, que ni el invierno ni la noche lograban marchitar-. Y la vio sonreír por vez primera con tal dulzura, que quedó atónito.

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