En la madrugada del cuarto día -cuando la nevada se había recrudecido en las tierras del Desfiladero-, Dolinda fue confinada en sus habitaciones. Y Ardid no tuvo valor para verla y ni tan siquiera para enviarle unas palabras de consuelo.
Pero aún no había llegado la noche de aquel día, cuando su indómita naturaleza se rehízo de tales golpes. Buscó al Hechicero, y una vez estuvo en su presencia se apresuró a pedirle que conjurase de algún modo al Trasgo, como antaño, para suplicarle algo que mucho necesitaba. Hacía ya tiempo que el Maestro no practicaba ninguna clase de experimentos, ni tan sólo los más inocentes. Únicamente leía, leía, leía… y ahora, en su antigua Cámara de las Investigaciones, solo el pequeño Contrahecho correteaba y curioseaba a su antojo sin que para nada él se opusiese.
– No puedo -dijo el Maestro-. No puedo, querida niña.
– ¿Cómo que no podéis? Me niego a creer tal cosa.
– Lo he olvidado -dijo el anciano, suspirando-. Lo he olvidado casi todo.
Y como no podía sacar nada más de él, comprendió que el anciano no mentía. El Maestro -se daba cuenta, con pena y desazón- era muy viejo, mucho más viejo de lo que nadie -ni ella misma- podía calcular. Desde el patio, violentos ladridos llegaron hasta sus oídos y Ardid se estremeció, se abrigó más en su manto de piel y sintió que las llamas del hogar no bastaban para calentar sus ateridos miembros. Se aproximó más al fuego, y pensó en la soledad. En una soledad que nada tenía que ver con aquella que, en tiempos, conociera ocultándose entre las ruinas del Castillo de su padre; ni la que sufrió durante el confinamiento en la Torre Este. Ésta era una soledad distinta, nueva, espantosamente desconocida. En la Corte de Olar, y en ausencia de Gudú -pese a todo-, seguía siendo, de hecho, la única soberana. Pero de pronto se abría ante sus ojos el vacío que supondría que su anciano Maestro partiera de este mundo, como había partido Almíbar. Las lágrimas nublaron sus ojos, y sus manos temblaban mientras atizaba el fuego. De nuevo llamó, quedamente, y sin esperanza, al Trasgo.
Pero el Trasgo tampoco acudió esta vez.
Al día siguiente supo que Dolinda se había dado muerte, colgándose de su cinturón. Un cinturón de terciopelo y oro, que ella le regaló el día de sus esponsales. Ardid pidió quedárselo, y así lo hizo. Y junto a la mano marfileña de Almíbar, lo guardó en el fondo de aquel cofre que un día ya lejano cobijara también media piedra azul, horadada. Y allí quedaron estas cosas, acaso aguardando un tiempo en que, tal vez, nada significarían para nadie.
Por aquellos días, el Príncipe Contrahecho cumplía seis años y Gudú diecisiete. Por raro azar, ambos habían nacido en días semejantes, si bien con signos distintos y dispares destinos. Sólo el Tiempo, protector de Once, podría conocerlos, mientras caprichosa o intencionadamente se entretenía tejiendo al derecho y al revés.
Ardid mandó enterrar a Dolinda en lugar secreto, pues los que morían sin confesión, o por manos del verdugo, no tenían derecho a reposar en lugar sagrado. Así, fue sepultada en su propio jardín, bajo las cenizas del Árbol de los Juegos. Sólo ella, así, podía conocer la tumba, y llorar, y soñar, junto a la blanca piedra que con sus propias manos colocó, para no olvidarla jamás.
La nevada cesó en tierras de los Desfiladeros, antes que en las estepas. Y cuando la nieve dejó de caer, se aplacó el viento. Entonces, Gudú ordenó a sus hombres atacar -si bien en falsa maniobra- la boca del Desfiladero. De esta forma, el aluvión de piedras y teas ardiendo que recibieron, les avisó de los puntos donde se hacían fuertes las improvisadas tropas de Lisio y sus Desdichados. Retiró Gudú a sus hombres, y les ordenó permanecer nuevamente a la espera.
Esta vez, aquella espera inquietó seriamente a Lisio. Sabía que si bien Gudú había sufrido algunas pérdidas, no eran para él importantes, mientras que para ellos constituía un derroche inútil, tanto en hombres y armas -o lo que por tal usaban- como por el hecho de descubrir sus posiciones al enemigo. Mandó variar éstas, aunque poco podía esperar de ello. Sin embargo, en el interior del Desfiladero, los ánimos no decaían. Aquellas gentes ignorantes tomaron por primer triunfo lo que tan sólo había sido mero tanteo por parte de Gudú. Y lo celebraron con tal regocijo, que Lisio, contemplándoles, sintió crecer su odio, mezclado con una gran congoja: ahora, Lure se había convertido de joven y linda hermana, tal como la vio por última vez, en una escuálida y avejentada criatura. Muchos de sus amigos habían muerto, y otros estaban tan desfigurados y depauperados, que su sola vista le encendían un dolor y una ira incontenibles.
Lisio ordenó racionar los víveres y reunir en lugar seguro los pocos rebaños de cabras que aún quedaban junto a las minas. Bloqueó éstas, y en su interior depositó todo el material extraído, de forma que, llegado el día de la victoria, pudieran emplearse y repartirse en bien de toda la comunidad. Allí, en lo más hondo de su pensamiento y corazón, comenzaba a forjarse tímidamente un sueño, un sueño del que brotaba y se articulaba un país, con leyes más justas que les llevarían una nueva vida. En la noche, tras la cruel nevada, desde su puesto vigilante, vio por vez primera un cielo terso y negro donde pálidas estrellas relucían, tan lejanas y misteriosas, tan desconocidas como el corazón de los hombres. Un suave viento agitaba sus cabellos y, aunque helado, le pareció un viento bienhechor, portador de algo parecido a una benévola consigna. Iro, su inseparable perro, miraba también hacia lo alto, tendido a sus pies. Y súbitamente, le asaltó la pregunta de qué significarían tan altas y enigmáticas luces: ¿qué habría en ellas?, ¿qué ojos o qué voces, tal vez, las hacían brillar…? «Acaso -se dijo, estremecido por algo parecido a un vago presentimiento- ahí arde alguna fuerza, algún mundo, alguna clase de vida que contempla y aprueba nuestra lucha…» No sabía leer ni escribir, no sabía nada. Apenas si le habían legado leyendas, terrores, supercherías y brujerías que despreciaba. Había crecido y aprendido tan sólo en el dolor, la humillación, la pobreza y los consejos de viejas y hechiceros.
Aquella noche, y desde hacía tanto tiempo en que parecían dormir, despertaron las palabras de su abuelo. Algo, como un grito largo y oscuro, un grito que no era audible sino que nacía de sus propias entrañas, le decía que la continuidad de aquellas palabras, de padre a hijo, de hombre a hombre, habría de traerle una victoria más sólida y perdurable que la que pudiera conseguir tras la batalla del Desfiladero. Y así, empujado por un furor repentino, un extraño impulso rompió su meditada paciencia, todas las lecciones aprendidas. Mientras los hombres de Gudú permanecían acampados y aparentemente inactivos, mientras los de Yahek avanzaban penosamente a través de la nevada estepa, Lisio dio orden de atacar: primero a los hombres de las colinas, y luego, a los que acechaban la entrada al Desfiladero.
Gudú recibió su ataque con bastante aplomo, limitándose a rechazarles; y no les persiguieron hasta el interior del Pasadizo de la Muerte, sino tan sólo hasta su entrada, como eran superiores en destreza y en armamento, poco les costaba. Lisio ya sabía todo esto, aunque algo flotaba en su mente: una advertencia que no lograba entender, un raro presentimiento, un desconocido enemigo le acechaba; y empezó a invadirle la desesperanza. Por tres veces atacó a Gudú. Y cuando empezaba a planear alguna forma de salir por la parte posterior del Desfiladero y rodearles, los vigías le informaron de que les amenazaban también desde las estepas. Una sospecha se abrió paso en su ánimo, a medias esperanzado: quizá fueran las Hordas. Pero su temor se trocó en desconcierto al descubrir que de hombres de Gudú se trataba, y no de Hordas. Y por muy feroces que éstas fueran, no le hubieran llenado de tanta desesperación como comprobar que se trataba de Yahek y sus hombres.
Así, cuando a su vez ambos ejércitos acamparon en torno, cercando su inexpugnable y -de pronto lo supo- inútil fortaleza, Lisio entendió que el odiado y joven Rey sólo un arma pensaba esgrimir contra ellos: el hambre, la paciencia, el tiempo y, al fin, el fracaso de tan desesperada lucha. Esta arma, por sí sola, conseguiría agrietar aquella fortaleza: tan impenetrable para los que aguardaban fuera, como imposible de abandonar por los que resistían dentro.
Sólo la desesperación de una lucha suicida, el azar o la muerte podrían sacarles, a Lisio y a los suyos, de aquel lugar, convertido en monstruoso cepo.
Otra nevada, y otra y otra se sucedieron. Y el frío, los lobos y el hambre acabaron con las menguadas fuerzas de aquellos que inútilmente resistían el asedio. Poco a poco, en grupo o solitariamente, abandonaron sus puestos. Unos huyendo, otros ofreciéndose voluntariamente, buscando refugio, llegaban los famélicos supervivientes a las gentes de Gudú.
Y éste aguardaba en su bien pertrechado campamento. Había previsto todas las posibilidades y en esta confianza resistía el invierno, sin que menguaran el diario adiestramiento ni la moral de sus tropas. Y así llegó el día que juzgó oportuno y adecuado para sus planes. Sus hombres, en hilera y a caballo, de altozano en altozano, esperaban órdenes. Debían conducir al más escogido y mejor adiestrado grupo de los impacientes Cachorros que aún en la Corte Negra aguardaban la promesa del Rey: contemplar de cerca por vez primera el fragor de un combate y, si el Rey lo juzgaba oportuno, tomar parte de una clara e indudable victoria. Aunque Gudú no la consideraba en sí misma importante, sí podía servir de lección viva y práctica a sus adiestradas y bien elegidas criaturas.
Por tanto, aprovechando la calma de unos días que los expertos pastores -vigías a su servicio- anunciaron menos rigurosos y exentos de posible nevada, Gudú compuso una lista de Cachorros selectos. Y entre los diez muchachos elegidos, dos había -aunque él no lo sabía- que fueron antaño compañeros, y más que compañeros, casi hermanos, del desdichado Lisio.