– Antes de la primavera -anunció el Rey a Randal- se habrá acabado la resistencia de los sitiados; habrán agotado ya sus víveres y ni tan sólo les quedará leña para calentarse, pues los bosques se hallan fuera del Desfiladero, y la paciencia y resistencia tienen un límite. O muertos o en desesperada lucha -tan insensata como improbable- les sorprenderemos. No será gran tarea vencerles, y pienso que no debemos desperdiciar vidas ni armas en cuestión tan insignificante. Otras empresas debo iniciar de mayor importancia, y harta paciencia he derrochado en ésta para demorar otras cosas mucho más productivas o útiles. Pero creo que una lección como ésta, no es mal comienzo para una vida de soldado; y los Cachorros tienen derecho a ella.
Y así, con el gesto casi paternal de un hombre que por primera vez recompensa a su hijo, Gudú firmó la lista y, sin dilación, la envió a su Corte Negra.
Cuando llegaron los Cachorros elegidos, los reunió el Rey en su propia tienda. Ante sus ojos encendidos, explicó y expuso los detalles de la situación. Tras advertirles que jamás cometiesen la insensatez de refugiarse en lugar donde no tuvieran asegurada la salida, enardeció sus espíritus, al tiempo que sus paladares probaron por vez primera -como si de auténticos soldados se tratara- el vino. Pues hasta conseguir el grado de soldado, prohibíase la bebida en la Corte Negra. Así, una vez más, Gudú dio muestras de su prudencia y conocimiento de sus hombres. Y los dos Cachorros, antiguos amigos -antiguos hermanos de Lisio- ni sabían que el que tan mal conducía a sus enemigos era el propio Lisio, y ni se acordaban de su pasado, en aquel -para ellos- tan glorioso momento como estaban viviendo. Si Dios había estado siempre ausente de sus vidas y de sus pensamientos, Dios era, en tales circunstancias, solamente posible en la persona de tal hombre y tal Rey: su cien mil veces admirado Gudú. Y si alguna vez soñaron con un futuro más benigno que el que habían conocido en su corta existencia, en el presente ese sueño no tenía mejor ni más radiante encarnación que la emulación y el ciego servicio a tal Rey y tal hombre, que mostrábase Rey y hombre poco común.
De todas estas cosas, bien sabía aquel que entre senderos subterráneos resplandecía a veces -según qué noches, según qué rutas- con un huesecillo que casi parecía pulida gema. Aquel que un trasgo muy joven conservaba, entre otros tesoros más refulgentes.
Asombrosamente, el asedio duró mucho más de lo que el Rey había previsto. Si bien el invierno fue largo y el frío intenso, llegó al fin el tiempo del deshielo y aún continuaba todo como en un principio, pues ni los de fuera atacaban ni los de dentro daban muestras de intentarlo. O los sitiados contaban con más refuerzos, víveres y capacidad de aguante de los previstos, o algún plan tan sabio como imprevisible -e improbable- les mantenía en tan heroica como inimaginable resistencia. La primavera se anunciaba en el aire, en la tierra; y la batalla no tenía lugar. Ni la batalla ni signo alguno que indicara que, allí dentro, aún vivían gentes: excepto la débil humareda que en ocasiones podían percibir los finos olfatos de Cachorros y soldados.
– Paciencia -decía el Rey-, tened paciencia. La nuestra es más soportable que la de ahí dentro.
Y en verdad que lo era.
El invierno pasó, también, con más pesar que alegría en la Corte de Olar. Los días se sucedían melancólicos, monótonos. Y la preocupación invadía a las gentes. Se había apagado el bullicio en la ciudad. Los comerciantes moderaron el riesgo en sus negocios, pues, precavidamente, atinaban que en tales circunstancias la prudencia no estaba de más; y no debían exponer su dinero en operaciones que, dada la inseguridad reinante -o esto es lo que creían-, podían llevar al traste sus economías. Tampoco la Reina animaba los días con bailes y festines. Lo más florido de la población varonil -tanto en Olar como en aldeas y contornos- hacía sentir su ausencia. Monótonos y tristes pasaban los días para ancianos, mujeres y niños. Y más tristes transcurrían para quienes, en la pobreza, padecían aún más rigurosamente el peso de la austeridad que se notaba en la Corte. Ardid era buena administradora -como tenía probado-, y si bien los tributos no menguaron, sí la prodigalidad.
Finalizaba el invierno cuando una noticia vino a animar tan apagada Corte y, especialmente, su sombrío Castillo. Y ésta fue el inesperado nacimiento del primer hijo del Rey, que en las cuentas de todos se adelantó. Y ante el regocijo general, éste fue varón; de modo que la alta torre, cubierta por una caperuza azul -capricho de Volodioso- lució espada de oro indicando que el recién nacido era Príncipe, y no Princesa. Pues si Princesa hubiera sido, hubiera lucido espada de hierro -si lucir pudiera…
En señal de gran regocijo y ventura, Ardid ordenó que por dos meses se liberase de tributos a la población y contornos de Olar. Como en tales circunstancias tal prodigalidad no esperaba el pueblo, mucho les alegró ver manar de nuevo la famosa fuente de vino gratuito, según era costumbre -¿desde cuándo?…, ¿desde quién…?-. Y generosa ración de harina fue repartida, también, entre los míseros. Con todo lo cual Ardid supuso -y bien- que levantaría los decaídos ánimos y, tal vez, un resplandor de orgullo -si no de afecto- renacería en algún desventurado corazón de cuantos componían la población más sufrida y necesitada del Reino.
Poco después anunció que el bautizo del heredero sería festejado como convenía. Y también entonces las damas, e incluso algún provecto varón, sintieron el calor de una efímera, aunque muy dulce, ilusión. Así, el recién nacido fue festejado como merecía y bautizado en el Monasterio de los Abundios con el nombre -en verdad poco original- de Gudulín.
A excepción de la madre y la abuela -y por supuesto del anciano Maestro-, quien mostró más entusiasmo por el recién nacido fue el infeliz Príncipe Contrahecho. Suponiendo que el tiempo había borrado de las mentes a tan efímera como desgraciada criatura, la Reina consultó con el Hechicero la posibilidad de convertir al pequeño Contrahecho en paje, o sirviente, destinado a acompañar y distraer al recién nacido -cuando éste fuera capaz de apreciar tal cosa-. Y así, le vistió de forma que semejaba un bufoncillo, y fingiéndole regalo de la Reina Leonia, empezó a mostrarlo junto a la nodriza del Príncipe, y así le presentó a la propia Reina Gudulina, tan ensimismada en la contemplación de su hijo -cuya presencia parecía sorprenderla casi tanto como la obsesionaba el recuerdo de Gudú-, que apenas le dirigió una mirada. Ardid respiró aliviada, pues, se dijo, aquélla era la única forma de conseguir que Contrahecho tuviera medianamente asegurada su amenazada existencia. El recuerdo de Dolinda, de los días y años que pasaron juntas en la Torre llegaba a Ardid cada vez que contemplaba aquel niño.
Como era criatura de gran bondad y dulzura, se mostró muy contento con su nuevo vestido. Y hacía sonar insistentemente sus cascabeles de oro ante la cuna de Gudulín. Día llegó, al fin, en que el recién nacido dio muestras de notar su sonido y, con gran regocijo de los que tal cosa presenciaron, dirigió su mirada hacia él. Si esto fue puro azar o no, el hecho se consideró como bueno, y el pequeño Contrahecho quedó asignado a la compañía y regocijo de tan tierna criatura.
Cuando estas cosas sucedieron, el tiempo había pasado más a prisa de lo que la propia Reina creyera. Pues estaba ya entrado mayo y las flores y la hierba lucían en todo su esplendor. Gudulín cumplía dos meses, y su padre no había dado fin todavía a lo que, en principio, considerara revuelta sin importancia -y de rápida solución-. «Dios mío -pensó-: el verano está en puertas.»
Recibía noticias de los Desfiladeros, y muchos conocían la angustiosa situación de los que allí se resistían. Pero sólo en aquel momento, tanto ella como la Corte y la ciudad -y el Reino en suma- atinaron a sorprenderse de la increíble resistencia de Bancio y Cancio -de quienes, por otra parte, nada se sabía-. Esto fomentó tan encontradas opiniones, que hubo de reunirse la Asamblea de Nobles. Demandaban a Gudú una explicación a tan larga como extraña resistencia, y a tan rara como misteriosa desaparición de los hermanos Soeces. «¿Habrán muerto?», se preguntaban. Incluso llegó a esparcirse el bulo de que fueron vistos, cabalgando, por la cercana arboleda: pero sólo apresaron, en su lugar, a dos vagabundos y un leñador que, para su desventura, tenían cabellos tan rojos como los príncipes insurrectos. Ninguna otra cosa llegó a aclararse. Gudú envió recado a la Asamblea diciendo que, si él y su gente daban prueba de paciencia, cuánto más debían darla quienes padecían más regalada espera. Con lo que, nuevamente, languideció la Corte, y languidecieron los comentarios.
Pero algo conmovió mucho más a la Reina Ardid que el nacimiento de su nieto. Y esto fue que, estando ella junto a Gudulín y Contrahecho, mientras Gudulina espiaba pisadas o rumores que la avisaran del regreso de Gudú, y el anciano Hechicero dormitaba, un conocido martilleo retumbó en el hueco de la chimenea. Sólo Ardid pudo oírlo, es cierto, pero tal fue su sobresalto que no pudo dominarse y, saltando de la silla, se aproximó a la apagada chimenea. Con la mano en el corazón, arreboladas las mejillas, aguardó, aguardó… hasta que, al fin, una roja cabeza se hizo visible en el hueco negro. Entonces, Ardid notó que las lágrimas empañaban sus ojos. Se arrodilló junto al hogar y permaneció así, quieta, muda, dejando que las lágrimas resbalaran por su mejillas, y sin atinar a decir nada. Una niña descalza corría de nuevo entre los viñedos, una vengativa e ¡nocente criatura que no había muerto, pero… Y cuando, al fin, apareció el Trasgo, fue como si su ausencia no hubiera tenido lugar, como si el día o la noche anterior hubiera participado de la ya desaparecida camarilla íntima. Dio un raro volatín en el aire y dijo, con severidad que no ocultaba su recóndita alegría:
– ¿Ves cómo lo encontré? ¡Sí, querida niña!, no vuelvas a jugarme una mala pasada, porque no sé si caería en la tentación de convertirte en sapo… ¿Cómo pudiste creer que no lo encontraría? Sabes que me gusta el vino y que no quiero que desaparezca de mi vista. Así que guarda tus bromas para el pobre viejo que ahí dormita, y no vuelvas a esconderme al Príncipe Gudú, si no quieres que me enfade de verdad.