No un día, ni dos, se prolongó aquella nevada, sino cuatro. Y durante su transcurso, podría decirse sin exagerar, los copos no cesaron de caer ni el viento de soplar con tal furia, que ni las rocas parecía pudieran resistir su embate, ni el fuego, ni apenas los hombres. Tal cantidad de nieve llegó a acumularse en las colinas y en las cumbres que guardaban la entrada del Desfiladero, que Lisio y su gente empezaron a temer que aquellos inesperados elementos no iban a serles tan favorables como en un principio creyeron. Para colmo de sus males, un alud vino a precipitarse sobre los hombres concentrados al pie de una de las entradas. Causó muerte y gran desconsuelo, junto a considerables pérdidas. Y aún después la nieve seguía cayendo y el vendaval arrastrando cuanto hallaba. El viento traía hasta ellos el aullido de los lobos, estremeciéndoles: en el breve silencio que se abría, de tarde en tarde, aquel aullido llenaba sus corazones de terror paralizando casi sus latidos. Porque no se trataba únicamente de aullidos hambrientos: en aquellos prolongados lamentos, inundados de ira, les llegaba la furia, el desamparo y la desesperanza de sus propias vidas. Era el lobo, el lobo que merodeaba en torno a los lejanos días de su infancia, era el lobo que se acercaba a las cabañas, a los poblados, en la noche de los niños. El grito largo, tenebroso, del miedo que nunca pudieron arrojar de su memoria ni de sus sueños.
Unos y otros -los que en el Desfiladero se disponían a defender y atacar, y los que desde el campamento se disponían a atacar y vencer- llegaron a perderse de vista. Y también cesaron todos los ruidos. Un silencio blanco, espeso y creciente, parecía bajar del cielo y brotar del suelo, y tan grande era su desconcierto que, aunque no acalló los deseos de venganza o de lucha, vino a sumirles en una sorprendente inmovilidad, en una larga y extraña espera. Como si todo, la ira, la astucia, la venganza se hubieran helado, quietas e intemporales, en el gran frío, en la gran indiferencia de la tierra.
Mientras pasaba aquella espera en los Desfiladeros, también el frío y el invierno, e incluso una ligera nevada, cayeron sobre la ciudad de Olar. Se tiñeron de blanco las almenas de la muralla y del Castillo. Y mientras veía caer los copos de nieve, la Reina Ardid meditaba y agudizaba todos sus sentidos, en espera de noticias. A medida que veía cubrirse de blanco lo que fuera su Jardín, recordó que sólo lo retenía florecido en su memoria. Y la invadió una lenta tristeza, o quizá nostalgia, y como no acertaba a definir de qué, creyó que sentía acaso de algo que aún no había conocido.
El tercer día de nieve la sorprendió mirándose en aquel espejo que Almíbar le regalara un día, ya lejano -o, al menos, muy lejano parecía, e inmóvil en el recinto de su memoria-. Descubrió así, de pronto, que lo que fue una corona de leonado fulgor, rubia y espléndida cabellera, también aparecía ahora nevada.
Y comprendió que jamás primavera alguna derretiría aquella nieve: ni el sol conseguiría dorarla de nuevo. Estuvo quieta, contemplándose durante mucho rato. Y luego, no ordenó a Dolinda que preparara polvo de oro para disimular las primeras nieves de su sien, ni encargó tocados de terciopelo para ocultarlas, sino que, lentamente, peinó con dulzura y cuidado sus cabellos, los trenzó y los acarició. Y se dijo que, tal vez, le traían un raro y extraño consuelo. Como si en ellos pudiera enterrar su vago dolor, su vaga pena; y se tratara, al fin, del último destello de una larga y despaciosa despedida.
A partir de aquel instante, volvió más sus ojos a las cosas que antaño considerara minucias, ocupaciones de orden secundario: vigilar, por ejemplo, el sueño de su Maestro; preocuparse del pequeño Príncipe Contrahecho que, escondido en la ya medio abandonada mazmorra del Hechicero, correteaba y reía entre las redomas y los atanores como si se tratara de un niño afortunado. Y suspiraba, día a día, sin tregua, por la súbita desaparición del Trasgo. Pues desde el día en que le reprochó tan duramente su parte de culpa en la muerte de Almíbar, no había vuelto a asomar su roja cabeza, ni por el hueco de la chimenea ni por parte alguna. Inútilmente Ardid le llamaba durante las largas noches invernales, en tonos que iban desde la súplica al enfado, desde el cariñoso requerimiento a la burla mordaz o la amenaza. Ni siquiera la pequeña ánfora de vino que colocaba todos los días junto a las brasas, logró que apareciera. Esto la tenía tan inquieta y apesadumbrada que, en el Castillo, todos notaron el inexplicable velo que ahora cubría los poco antes tan brillantes y escrutadores ojos de la Reina Ardid.
– ¿Por qué no viene, Maestro? -preguntaba al anciano Hechicero, mirando hacia los rescoldos del hogar.
– No lo sé -respondía él suavemente-. De veras, niña, que no lo sé…
Y Ardid notaba que, por vez primera, su anciano Maestro no le decía toda la verdad.
Entretanto, Gudulina lloraba la ausencia de Gudú. Y era inútil cuanto hacía su suegra para consolarla. Le decía que Gudú no era un ser al que pudiera dominarse, ni siquiera convencer de algo fácilmente. La joven Reina Gudulina se hallaba hasta tal punto prendada de Gudú, y de manera tan enfermiza, que ni el anuncio de un hijo lograba arrancarla de su postración y tristeza.
Pero no sólo Gudulina era víctima de aquella especie de maligna enfermedad. La Tristeza ascendía desde la capa de hielo que cubría el Lago, y trepaba y se filtraba en la ciudad y en el Castillo por ranuras, resquicios y ventanas o puertas. Todos la sentían, y muchos dejaban que se apoderase de ellos, y más que nadie, las mujeres: pues Gudú habíase llevado a casi todos los hombres de Olar, y los que no estaban con él, se aprestaban y adiestraban en la Corte Negra a las órdenes del Barón.
Y más que ninguna otra mujer, se hallaba la infeliz Dolinda presa por la maligna dolencia. Al tiempo que se dejaba apoderar por la Tristeza y permitía que en su carne y sangre se cebara, mientras el color de sus mejillas y el oscuro azul de sus ojos se apagaban, algo aún más fuerte y más dañino iba devorando su corazón. Su naciente odio hacia el Rey crecía ahora, y de tal forma, que hasta el sueño y las ganas de vivir la abandonaban de día en día. A veces, llegábase a Ardid tan desolada y enfebrecida, que la Reina no reconocía en aquella extraña criatura, dominada por un fuego que no llegaba a entender ni adivinar, a la antaño alegre, sumisa y un tanto vana Dolinda, quien pedía, no ya, como al principio, a través de lastimosas súplicas, sino con violenta y sorda desesperación, la dejase contemplar, siquiera por el hueco de la mohosa cerradura, al pequeño Príncipe Contrahecho. Ardid juzgaba peligroso, y aun perjudicial, satisfacer su deseo, y se negaba a ello. Entonces recibía tal mirada de la antaño sumisa Dolinda, que un estremecimiento recorría sus venas, y acababa accediendo a su petición. De modo que la Dama pasaba su tiempo espiando por las rendijas al niño que llegó a creer hijo suyo: y casi llegó a perder la razón. Llegaron a Ardid noticias de su desvarío, pues doncellas y pajes lo comentaban sin rebozo. Supo así que Dolinda se mostraba pródiga en extremo con ellos. Había repartido dinero, vestidos y aun alguna joya, para que la ayudasen a ver a su pequeño. Su esposo, ya medio inválido, al enterarse de sus dispendios, sufrió un ataque de ira de tal magnitud, que murió al amanecer.
Aquella muerte provocó gran impresión en la Corte: no porque extrañara su fallecimiento, sino por las circunstancias en que se produjo. Una sutil malquerencia y desazón invadió la Corte, y una sombra se deslizaba por cámaras y corredores. Dolinda había sido tolerada a regañadientes, y a veces adulada por la predilección que le mostraba Ardid. Pero ahora su presencia era evitada y menospreciada, e incluso llegó a ser blanco de mal disimulada hostilidad. En vano Ardid intentó justificar las extrañas ocurrencias que de día en día mostraba la viuda. Empezó a vestir pobremente, y ordenó a sus doncellas y pajes, y hasta a los más humildes sirvientes, compartir con ella sus comidas. E incluso ella bajó a las dependencias de los criados, y con ellos comía y vivía. Si bien estas cosas no llegaron a comprobarse, se decían y comentaban. Ardid no atinaba a poner fin a tales desmanes.
Pero el día en que Dolinda manifestó que estaba dispuesta a repartir sus tierras y bienes entre sus servidores -que en verdad no eran suyas, sino de su difunto esposo-, la voz de los nobles se levantó airada. Y a consecuencia de la violenta ira de que fue objeto, murió también, en un breve espasmo, el viejo Barón Presidente de la Asamblea de Nobles.
Estas dos muertes acabaron por soliviantar la ya muy resentida y desazonada, así como despoblada de varón -medianamente vigoroso al menos-, Corte de Olar. Se reunió la Asamblea, y solicitó a la Reina Ardid y a la Reina Gudulina su asistencia. Debían elegir nuevo Presidente. No pudo negarse Ardid, y aunque mucho le costó convencer a la apática y llorosa Gudulina -que sólo se ocupaba en enviar largas misivas a su esposo, repletas de amor y pasión-, finalmente se avino a cumplir el requisito y acompañar a su suegra. Y en tan memorable día, Ardid hubo de frenar el dolor de su corazón al verse obligada -junto a su aprobación por el nombramiento del nuevo Presidente de la Asamblea, el Barón Linko, primo del difunto esposo de Dolinda, también anciano, pero de aspecto más saludable que su pariente- a consentir la decisión unánime de castigar a Dolinda con la desposesión de su herencia, y la reclusión en sus habitaciones, como en tiempos ella misma había sido castigada por Volodioso.
La actitud de la Asamblea no dejaba lugar a dudas, y Ardid comprendió aquel día que no sólo había nevado en sus cabellos y en Olar, sino que también el invierno se había filtrado en su energía, en su astucia y en su voluntad. De suerte que hubo de acceder, bien a su pesar, y no halló fuerzas ni argumentos necesarios para oponerse a aquel castigo que mucho le dolía. Y aun fue alarde de su poder persuasivo que pudo salvar a Dolinda de ser considerada y juzgada como bruja o endemoniada, y dar con sus huesos en la hoguera -como algunos querían-. Con gran pena, pues, hubo de firmar y sellar con su aprobación aquella triste decisión.