Tan sólo los que eran simples soldados, de la más baja extracción y condición, ignoraban lo que a sus espaldas se urdía. Pero si en astucia y traición los Príncipes gemelos eran artífices sin igual, en valor y sentido guerrero superábales Lisio, que había frecuentado la propia escuela de Gudú, cuyas enseñanzas aprovechara tan bien. Sin él, nada hubieran logrado, y, por el momento -se decían-, con él habían de contar, y de él y los suyos servirse.
En verdad, sólo cuatro de aquellos que habitaban el Desfiladero conocían el verdadero sentido de aquella revuelta que se iniciara con tan lícitas ansias de vida y libertad: los Príncipes Soeces y dos capitanes llamados Larko y Godonio. Pues el tercer capitán, el anciano Yoro, un viejo soldado que asumía el mando supremo de aquel lugar, que en tiempos sirviera a Volodioso, y que había sido enviado a aquella suerte de destierro por Gudú cuando pudo comprobar la decadencia del que otros días fuera uno de los más heroicos soldados de su padre -pues a los ojos de Gudú, las viejas glorias, viejas y pasadas eran, y poco o nada contaban en sus planes-, permaneció fiel, viejo y nostálgico. Y fácil presa fueron, él y sus pocos adictos, de Cancio y Bancio: de suerte que, tras breve resistencia, fueron vencidos, y murieron. Y nadie -ni siquiera Gudú- valoró, ni tan sólo imaginó, su final: un triste e inútil sacrificio. Nadie les recordó en Olar, nadie se cuidó de conocer sus tumbas, excepto los sombríos gnomos del Desfiladero, que, a veces, acudían por los subterráneos a contemplar lo que la especie humana hacía con sus semejantes, y el valor que tal especie concedía, por contra, a las ínfimas piedrecillas y metales de las minas, restos -abandonados y desechados por ellos- de los resplandecientes tesoros que en tan profundo lugar tallaban y pulían, allí donde la naturaleza humana no hubiera conseguido penetrar jamás.
Después de las matanzas, los gnomos llevaban los huesos humanos de aquí para allá, según entorpecían el camino que horadaban; y si alguna vez, en la oscuridad de la tierra, aquellos huesos relucían, pensaban que si no fuera por pertenecer a tan mezquina especie, serían materia cincelable. Sólo un joven trasgo, de apenas cuatrocientos años, atinó a guardar una falange del que fue glorioso soldado Yoro. Pues como joven que era, creía que en ocasiones aquel huesecillo desprendía un calor extraño parecido al resplandor que tienen algunos ojos cuando no se ha cumplido, por supuesto, la llamada edad de la razón. Pero es de suponer que, con los siglos, llegaría a olvidarlo y tenerlo como capricho juvenil de escasa importancia; llegaría a tirarlo, tal y como tiran los hombres viejos juguetes de su infancia, piezas de escaso o nulo interés.
El día de su partida de Olar, tras enviar emisarios a Yahek para que, bordeando los Desfiladeros, le diesen cuenta de su plan y órdenes -avanzar por el lado de las estepas de forma que, entre ambos, cercasen a los insurrectos y les rindiesen-, Gudú tuvo ante sus ojos los primeros indicios de la rebelión: aldeas incenciadas o destruidas, humo, cenizas y cadáveres que las alimañas se apresuraban a devorar. Habían bajado lobos de las montañas, empujados por el frío y atraídos por el conocido fragor con que su instinto, tiempo y tiempo anterior a su nacimiento, avisábales de festín. Y al igual que los ojos de los lobos relucían a la entrada de los bosques, llegaban también los buitres, los cuervos y las raposas, y todo rapaz, en fin, que sospechase podría sacar algún provecho de tanta desolación. Y también los humildes pájaros del frío, las pequeñas criaturas que huyen entre la hierba y los curiosos, inocentes y menudos habitantes de los campos, acudían a contemplar -junto a gnomos y trasgos-, por distracción, estupor o pura curiosidad, cuanto llegaban a cometer tan extrañas como incongruentes criaturas. Y en tanto avanzaba el frío y el invierno se ensanchaba sobre la tierra, y alcanzaba desde las cumbres el llano, así avanzaba Gudú por un lado y Yahek por el otro. Lisio había aprendido las artimañas que valieron a Gudú su victoria en la última contienda sobre los Desfiladeros. Sólo con prudencia y arrojo podría enfrentarse a tan poderoso enemigo. Organizó su gente y la dispuso en el Desfiladero, de forma que pudieran dominar al enemigo -como venía sucediendo hasta la llegada de Gudú-. Deseaba convertir de nuevo aquel lugar en la inexpugnable fortaleza que siempre fue. Pero Lisio no era el Rey Gudú, que enardecía y aterrorizaba a partes iguales, entre órdenes severas y promesas de botín; ni Gudú era el Rey Volodioso, tan buen guerrero y hombre audaz como escaso en ideas renovadoras. Y tampoco contaba Lisio, en su ardiente deseo de venganza y libertad, con el poderoso enemigo invierno ni -en caso necesario- con la posibilidad de una retirada hacia las estepas o los bosques. Pues la perspectiva de una larga y al final derrotada defensiva, cercada la fortaleza por el hambre y el rigor del clima, no figuraba en su mente de muchacho inexperto y excesivamente confiado.
Por otra parte, las romas entendederas de Bancio y Cancio, si bien duchas en la urdimbre de traiciones y falsedades, no despuntaban en tácticas o argucias guerreras, como tampoco eran, a su vez, partidarios del valor ni de cualquier clase de lucha abierta.
Además, otros planes muy distintos se cocían entre ellos y los dos capitanes insurrectos; y cada uno, tanto si era contra hermano o contra aliado, fermentaba cualquier traición, y la codicia encendía ánimos y despertaba en ellos una clase de fuegos que Lisio, en su inocencia, tomaba por coraje justiciero y valeroso impulso.
Como las desgracias y esperanzas de los que nada tienen no precisan de emisarios, la noticia de su revuelta había llegado muy pronto a los alrededores. Así, gran parte de aldeanos y campesinos, que arrastraban tan mísera o parecida existencia en las vecinas aldeas, se habían unido a los del Desfiladero. De modo que, cuando el ejército de Gudú fue avistado en la lejanía, los de dentro del recinto eran tanto o más numerosos que los que se avecinaban. Lisio habíales armado y dispuesto como mejor pudo. Contaban incluso con las abundantes piedras de aquellos parajes, que a guisa de proyectiles arrojaban al enemigo desde lo alto de las peñas. Las flechas y el pequeño arsenal que guardaban consigo los que, hasta entonces, fueran sus guardianes, reservábanlas de forma prudente y sin despilfarro.
Niños, ancianos y mujeres -las de más edad o más débiles, pues las jóvenes, si buenas eran para el trabajo, mejores se mostraban imbuidas de esperanza y valor en la lucha- fueron apostados como vigilantes. Lisio organizó entonces un sistema de señales de fuego, que tanto en la noche como el día creaba entre ellos un lenguaje de órdenes y avisos. A poco, también se les unieron algunos pastores que conducían sus rebaños en las proximidades de la montaña, doblados, como estaban, a fuerza de impuestos y tributos. Y aunque eran escasos los que tenían la desventura de habitar parajes tan desolados -lo mísero del terreno y la proximidad de las Hordas no invitaban a poblar en ellos-, muchos más de los que esperaba Lisio se unieron a él en la lucha o colaboración. A poco, las laderas de aquellas colinas que otrora sirvieran a Gudú para ocultar sus hombres a la vista de las confiadas huestes de Usurpino y Tuso, ahora hallábanse pobladas por ellos: agazapados en la enramada, se aprestaban a cumplir las órdenes de Lisio. Lástima que sólo tuvieran piedras y toscas lanzas fabricadas con sus propias manos, aunque con la destreza en manejar sus ondas alcanzaban a gran distancia el blanco, con asombrosa puntería de pastores -como gentes que en la espesura sobreviven y están avezadas a ello desde la infancia.
Entre los variados defectos que podrían achacarse al Rey Gudú, no se contaban ni la ingenuidad ni mucho menos la imprevisión o la estupidez. Y si aquellos pastores y leñadores conocían el terreno, por haber pasado allí sus vidas, no menos lo conocía Gudú, aunque a causa del profundo estudio y la contemplación de los extraños dibujitos del anciano Hechicero, aquellos mapas que tanto asombraban y confundían a Yahek y sus hombres, incapaces de comprender la utilidad que en ellos veía su joven Rey. Y su joven Rey reunía además en su persona la astucia de todos sus hermanos Soeces juntos -incluidos Tuso y Usurpino-. Valor y coraje tampoco le faltaban y, por distintas razones, le sabían muy capaz de enfrentarse a las emboscadas de Lisio y su gente. Y conociendo, como conocía, las posibilidades y dificultades que ofrecía la región, envió por delante, y en misión de gran disimulo -de forma que no se adivinara su bélica condición-, un puñado de exploradores para que le informaran de cuanto ocurría en el nido de sus enemigos. Cuando regresaron, pusiéronle al corriente de todo lo que habían visto, oído o averiguado.
Los Desfiladeros y sus ruinas ofrecían un total abandono. Sólo se oía el grito de las aves agoreras, repetido por el eco, en su oscura garganta. Gudú acampó con sus hombres a cierta distancia, y allí permaneció, al parecer sin ánimo de ataque, durante algún tiempo, como aguardando a ser atacado por los emboscados que se ocultaban en los arbustos. Aunque en verdad Gudú esperaba la lenta desmoralización de los insurrectos -arma que tan útil le fuera en la lucha anterior- y, al mismo tiempo, el avance de las tropas de Yahek desde la estepa. Transcurridos dos días y parte del tercero, antes de que uno de sus reptantes y disimulados emisarios le avisase de la proximidad de Yahek y sus hombres, una insólita y precoz nevada -pues se adelantó mucho a lo acostumbrado- vino a sorprenderles. Y tan copiosa era que, unida a una violenta ventisca, contrarió en gran manera sus planes.
En el interior del Desfiladero la inesperada nevada no fue, naturalmente, bendecida, pero hallábanse mejor preparados para enfrentarse a ella. Resguardados en sus puestos, contemplaban a distancia el resplandor de las hogueras. El campamento del Rey parecía aguardar alguna misteriosa y amenazadora contraseña, antes de iniciar su ataque.
No sólo para los proyectos de Gudú resultaba desfavorable la inusitada precipitación del invierno. Igualmente, y si cabe con más crudeza -pues de las estepas venían los fríos vientos, y desde ella avanzaba la nevada-, sorprendió a Yahek y sus hombres, de forma que el avance hacia el Desfiladero llegó a hacerse penoso, y hasta parecía imposible. De suerte que así se retrasaron notablemente, y con ello a punto estuvieron de alterar el curso de aquella pequeña escaramuza, que para el Rey y su gente apenas si revestía importancia.