Pero Almíbar ya había partido y, tal y como Once dijo, Nunca Más Volvió.
Mucho sorprendió a la Corte entera, a la Asamblea de Nobles y a la ciudad en pleno -pues cosas tan insólitas y extrañas suelen propagarse con rapidez-, que en momentos tan graves, la eficiente, serena y sabia Ardid prescindiera de cuantas obligaciones y problemas la acuciaran, ante una noticia tan insignificante como la muerte del insignificante y medio olvidado Príncipe Almíbar. Pues todas aquellas cosas quedaron postergadas, por acompañar en su último viaje a aquel que, antaño, tanto gustase de ellos.
Sólo después de que esto sucedió, volvió a ser la Ardid que todos conocían. Y en la fría mañana que sucedió a tan triste día, ella y su fiel Dolinda, y el fiel Hechicero -que sollozaba sin rebozo-, seguidos bajo tierra por el golpeteo de un conocido martillo que resonaba en sus oídos como el más triste lamento, se dirigieron -acompañados de escaso cortejo- al Cementerio Real, y allí, junto a la tumba de su hermano el Rey, fue enterrado con respeto, amor y veneración por la afligida Reina Ardid, aquel que por ella había perdido su humilde y mágico corazón. Sobre la tumba de Volodioso se alzaba su colosal estatua en piedra, que parecía hundirse día a día, más y más, en la húmeda y grasienta tierra. Sus fieles Pájaros Sin Nombre -renovándose sin cesar- se posaban en sus hombros, en su cabeza, en su brazo alzado. Y cuando la última paletada de tierra cubrió a Almíbar, acudieron presurosos hacia él, con lo que Ardid partió de allí con aquella imagen como único consuelo: «Almíbar no está solo: ellos le harán visitas, sin duda. Los pájaros de Volodioso vendrán y marcharán, y volverán y partirán también para él: e irán renovándose, y sucediéndose… en tanto la tierra no resulte demasiado ingrata para ellos».
Y guardó en secreto lugar la mano de marfil, y la daga con su leyenda: «Un corazón leal merece seguir latiendo». Allí, o en alguna otra parte -nadie, ni siquiera Once, sabía estas cosas-, se cumpliría su promesa. Pero únicamente los pájaros hubieran podido asegurarlo.
XVIII. LAS ESPADAS Y LOS HOMBRES
De regreso a Olar, y tras aquella triste ceremonia, Ardid tuvo las primeras nuevas directamente llegadas de su hijo. Y leyó en su misiva, una y mil veces, hasta entender su significado, algo que la llenó de horror. Pues, como primera medida a los desmanes de sus hermanos gemelos Bancio y Cancio -y por si el asunto del Príncipe de los Desfiladeros servía de pretexto a tal revuelta-, Gudú ordenaba que, sin dilación, se diera muerte al pequeño Contrahecho.
Aún estaba a su lado Dolinda, y aún enjugaba ésta sus lágrimas por el viejo amigo que, en horas tan tristes como al parecer olvidadas, habíales dado luz y esperanza. Ardid la miraba y no acertaba a decirle nada. Y tal era la expresión de los ojos de la Reina, y tal la palidez de su rostro, que Dolinda reparó en ello, y dijo:
– ¿Qué ocurre, Señora? ¿Alguna nueva desgracia viene a anidarse a tantas como en pocas horas hemos recibido?
– Así es -dijo Ardid. Y desfallecida, se dejó caer sobre un asiento. Contempló entonces, frente a ella, el pequeño escabel donde el pequeño Gudú solía sentarse para hablar con ella. Y al verlo -a veces, tan nimias cosas, pensó, pueden desencadenar los actos más dispares-, un llanto furioso se adueñó de su voluntad. Y tomando la misiva de su hijo la rompió en mil pedazos y la arrojó al fuego. Enjugándose las lágrimas, dijo a la desconcertada Dolinda:
– En verdad, Dolinda, que por primera vez desobedeceré al Rey; pero te juro, por mi vida y por la suya, que no habré de arrepentirme jamás por ello. Escúchame bien: toma al niño Contrahecho que tienes como hijo, y con gran sigilo y secreto llévalo a través del pasadizo que conoces tan bien como yo, hasta mi cámara… Y luego, muéstrate llorosa y enlutada, como si lo hubieras perdido.
Al ver el espanto con que Dolinda acogía sus palabras, añadió, con tono que demostrase la gran confianza que en ella depositara:
– No temas: aunque Gudú ordene su muerte, con mi vida he de defender a este niño de todo mal. Si en verdad quieres salvarlo, habrás de hacer cuanto te digo, y mostrarte ante todo el mundo -incluso ante tu esposo- como si tal cosa hubiese sucedido.
Dolinda lloró, sin disimulo, y realmente horrorizada. Pero entendía que su Señora tenía sobradas razones para ordenar la prisa en tales cosas, y se apresuró a cumplirlas, aunque su corazón rebosara llanto y horror. Y también por vez primera el odio nació -si bien aún tímido- en aquel corazón que otrora amara al pequeño Gudú casi tan tiernamente como ahora amaba al pequeño y desgraciado Contrahecho.
Fue aquél un largo invierno: tan largo y cruel como la memoria de las gentes no recordaba. Pues el frío, la inquietud y el temor se unían a aquella larga y rara epidemia que parecía brotar del Lago y se extendía por todos los corazones: la Tristeza. En formas variadas, pero pertinaces y empedernidas, asoló el Reino -o al menos gran parte del Reino- y, especialmente, la pacífica, esplendorosa y, hasta el momento, floreciente ciudad de Olar.
Favorables a Gudú fueron varias cosas. Primero -y no la más insignificante, por cierto-: el hecho de que tanto sus hermanos Bancio y Cancio como el inocente y justiciero Lisio -de quien, por otra parte, no tenía noticias- ignorasen que por aquellos días había invadido y dominado parte de las estepas que se extendían tras los Desfiladeros hasta el Gran Río. Como primera medida, Gudú había ordenado avanzar por aquel lado a Yahek y a la mitad de sus más adiestradas tropas, mientras él, por el otro, atacaría a los insurrectos. Gozaba de antemano con aquella perspectiva; pues suponía que desde Occidente y Oriente no sería difícil aplastar a quienes -aun pertrechados en sus inaccesibles Desfiladeros- no podrían resistir por mucho tiempo el asedio que les aguardaba: el hambre, el frío del invierno y la escasez de armas y hombres no iban a favorecer su victoria.
Lisio apenas contaba dieciséis años. Pero si los casi diecisiete años de Gudú no podían medirse con otros de su edad, tampoco así los de Lisio: a través de distintos caminos, estaban hechos de pasta muy semejante. Pues si bien en iguales circunstancias, de Lisio no podría decirse que hubiera sido semejante a Gudú, quizá Gudú habría sido igual a Lisio. Si el azar lo hubiera permitido, acaso el uno y el otro hubieran hallado, en cada uno, el único y verdadero amigo, compañero y hermano -la sangre poco tiene que hacer en estas cosas, pese a la común creencia de esta tierra.
Y así, cuando Gudú avanzaba con sus tropas hacia los Desfiladeros, Lisio, desde la más alta cumbre de las Rocas Gigantes, oteaba la tierra y las sendas por donde su gran enemigo se acercaba. Y tales eran su odio, su deseo y su fuerza, que incluso había olvidado las causas personales que le habían conducido hasta allí. Pues si en un principio el incentivo fue un dolorido y atropellado amor por sus hermanos, innata conciencia de avasallada dignidad, sed de justicia y otras aún misteriosas razones que se anunciaban en su mente, algo se sobreponía a todas ellas. Sus anhelos no se centraban ya únicamente en el rostro angustiado de Lure, ni en las palabras de su abuelo, ni tan sólo en la esperanza de redimir a todos los Desdichados. De improviso, sólo un objetivo le espoleaba: dar muerte a Gudú. Y acaso -quién podría asegurarlo-, si Gudú hubiera mostrado benevolencia y perdón, y aun inusitada generosidad hacia los que fueron su primordial razón de lucha, igualmente el odio persistiría en él, e igualmente le mataría si en su mano estuviera. Y repetía, con su deseo, sin saberlo, lo que su abuelo dijo en cierta ocasión a Predilecto: «Si tú fueras Rey generoso, nosotros también te odiaríamos; y por todos los medios trataríamos de borrarte de la faz del mundo». Pues incluso para el último Rey -tal y como un Rey podía ser o significar para Lisio y todos los Lisios de la tierra-, sólo había una posibilidad: y ésta era su total y absoluta desaparición. Él se convertiría así en Rey de un Reino más complejo, más intrincado, más difícil. Un Rey con mil cabezas, un Rey con mil coronas, crueldades, generosidades y dominios. Mientras escrutaba el horizonte y oía el sordo golpe de su corazón, Lisio era también Rey, un Rey infinitamente más verdadero de lo que pudieran ser jamás Bancio y Cancio -y todos los Bancios y Cancios de la tierra-, si lograran alcanzar un trono que, en su creencia, les perteneciese por ser hijos, como eran, de un Rey reconocido. Y en tanto el día se alejaba, la noche, grande y negra, invadía nuevamente la tierra de Lisio y de Gudú.
Lisio tenía razones con que alimentar su esperanza: conseguir la revuelta de los Desfiladeros fue mucho más fácil de lo que pudiera imaginar. Tras el primer mensaje, prendió la chispa: una chispa semejante a la que un día supo encender Gudú en su propio Castillo. Y como el hambre y la desesperación, junto al relajamiento de quienes les guardaban a la fuerza, eran pasto propicio; y no fue despreciable la tarea que efectuaron los gemelos bastardos del Rey Volodioso, muy hábiles en sembrar discordias, odio y, especialmente, codicia; así, los primeros en sucumbir a tan doradas como traidoras promesas fueron los capitanes de aquellos soldados que, unos a la fuerza, otros por pura inercia, permanecían en el hasta entonces, infane Desfiladero. Y sólo a ellos -que no a Lisio ni a los infelices que se consumían en las minas- mostráronse los hermanos tal y como eran: prometieron a aquellos soldados un sinfín de beneficios, tanto materiales como gloriosos, y excitaron su codicia.
Mientras los Desdichados soñaban con la libertad y el fin de su dura existencia -y lo cierto es que con muy poco se hubieran conformado-, los soldados corrompidos por Bancio y Cancio esperaban otras cosas: no estaba lejos de su mente reducir nuevamente a aquellos desgraciados a su actual o peor condición. La riqueza que controlaban y pasaba por sus manos había encendido en varias ocasiones su ambición. Si no fuera por las temibles y legendarias estepas que, desde siglos, se les antojaban peores que el infierno, y por el miedo que -unido a su vieja ignorancia y apática sumisión- el nombre de Gudú les suscitaba, tiempo haría, tal vez, que más de uno de ellos hubiera llevado a cabo una fuga, provisto de nutrido botín. Rumiando de tarde en tarde supuestas e imposibles riquezas, se nutrían sus sueños de soldados campesinos.