Cuando despierto, por la boca de la cueva se cuela ya la luz helada y temblorosa del amanecer. La lumbre está apagada, consumida bajo sus propias brasas, y la humedad traspasa mi manta y mi capote.
– ¿Estás despierto?
Es Ramiro. Descubro el brillo de sus ojos frente a mí, en la oscuridad, y me acuerdo del búho que cantó en la noche.
– Sí. ¿Qué hora es?
– Las siete. Está amaneciendo.
Torpemente, me recuesto en el montón de lana y hojas sobre el que he estado durmiendo. Tengo las manos duras, hinchadas por el frío, sin fuerzas casi para sujetar la botella que Ramiro me alarga en la oscuridad.
– Toma, bebe. Te ayudará a espantar el frío.
Busco el respaldo helado de la roca y destapo la botella. El aguardiente abre un surco de fuego por mi garganta. El aguardiente es un río de hierro que estalla con furor contra las bóvedas del sueño buscando en mi memoria la memoria dolorida de la noche.
Pero esta amarga llama de su aliento es la única que podemos encender mientras la luz del día ilumine las montañas y el humo de una hoguera pueda verse desde el valle.
– Hay movimiento -dice Ramiro mirándome beber.
Lo ha dicho en voz muy baja, con los ojos pintados por un destello extraño: ese brillo fugaz, cortado e indescifrable que siempre asoma a ellos cuando el peligro ronda en torno nuestro.
– ¿Qué pasa?
– No sé. Pero han llegado dos camionetas con refuerzos.
– ¿Cuándo?
– De madrugada. Mira, ven.
Dejo la botella en el suelo, sobre las mantas, y me arrastro detrás de Ramiro hasta la boca del pasadizo.
El valle de Cereceda se abre al pie de la peña como mi cielo invertido, como una inmensa olla de la que sube bacía nosotros un vapor denso y helado. La niebla es tan compacta, tan cuajada, que hace imposible ya distinguir el contorno de los bosques y el perfil de las montañas. Todo se funde lentamente en un mismo color y en una misma masa, en una lámina deshilachada y gris que sólo se desgarra en las agujas de los chopos, junto al río, y en los tejados rojos de Pontedo y de La Llánava.
– ¿Ves algo?
Ramiro trata inútilmente de abrirse paso en la niebla con los prismáticos:
– Nada. La niebla está subiendo muy de prisa. Hace un momento, se veía el cuartel perfectamente. Y las dos camionetas en el patio.
De pronto, casi a un tiempo, una misma sospecha nos asalta. Puedo leerla en los ojos de Ramiro, repentinamente agigantados y encendidos, del mismo modo que él quizá esté ahora leyéndola en los míos: las camionetas deben seguir ahí, en el cuartel cubierto por la niebla. Pero ¿y los guardias que en ellas han llegado?
Ramiro corre hacia el final del pasadizo en busca de Gildo y de su hermano. Éstos, envueltos entre las mantas, junto a la lumbre, se despiertan sobresaltados. No entienden todavía el motivo de nuestra alarma.
Pero, sin perder tiempo, cogen sus metralletas y nos siguen.
Afuera, en el piornal, la niebla es una gasa temblorosa y apretada. Corta la luz y difumina, delante de nosotros, las ramas que se abren, crujiendo, a nuestro paso.
Veo las botas de Ramiro aplastarse entre la hierba en dirección a la collada, trepar por la ladera de la peña delante de mis ojos, del vapor jadeante que nace de mi boca. Siento los pasos de Juan detrás de mí, pegados a mis botas. Y adivino las botas de Gildo cerrando la columna y el poso de la niebla. No podemos ver nada. Ningún sonido llega anunciando desde lejos la batalla. Pero todos sabemos que la presencia de esas dos extrañas camionetas ahí abajo marca el presagio incierto de la muerte. Y que esta hora, la del amanecer, cuando la escasa luz permite todavía la avanzada sigilosa entre las urces y el sueño vence a veces la tensa vigilancia del huido, es la elegida siempre por los guardias para subir al monte tras sus pasos.
En lo alto de la peña, nos tumbamos en el suelo, bajo los brezos, de espaldas unos a otros. La niebla nos sepulta con un bramido blanco.
Esta niebla en la que tal vez se funde ya el aliento cercano de los guardias.
Fue una alarma infundada. Una más. Una de tantas.
Cuando bajó la niebla volvimos a la cueva.
Las camionetas se fueron por la tarde.
Nadie pudo hacerle desistir de su intención. Ni siquiera Ramiro. Juan era el único que nunca había bajado.
– Madre me está esperando. Traeré comida y mantas.
– Bajaré yo contigo.
– No. Voy a bajar yo solo. Vosotros ya habéis ido varias veces. Esta noche me toca a mí arriesgarme.
Juan cogió la metralleta y la pistola de su hermano. Metió un puñado de cartuchos en el bolso y se alejó entre las urces camino de La Llánava.
Nosotros le seguimos con la mirada hasta que perdimos su rastro en el horizonte de la collada.
– Ángel.
Es Ramiro. Otra vez.
– ¿Qué?
– ¿Duermes?
– No tengo sueño.
– ¿Qué hora será?
– No sé. Las dos. Las dos y media.
– Tarda mucho, ¿no te parece?
Ramiro se queda en silencio, mirando la hoguera. Mirando la hoguera y esperando de mí una respuesta que no llega.
Hacia el amanecer, llega la voz del viento. Se enrosca en el capote que cubre la boca de la cueva, asoma su cabeza transparente al interior para mirarnos y, luego, se aleja nuevamente monte abajo.
Juan no ha regresado todavía.
Ramiro vuelve del piornal y apaga el fuego.
– Está amaneciendo -dice.
Gildo y yo le miramos en silencio.
– A Juan le ha pasado algo.
Hace tiempo que me ocupo en engrasar la metralleta para olvidar mi nerviosismo.
– ¡A mi hermano le ha pasado algo! -grita de pronto Ramiro totalmente descompuesto-. ¡No os quedéis ahí sentados!
Gildo me mira sin saber qué hacer. O mejor: sabiendo, como yo, que lo único que podemos hacer hasta la noche es seguir aquí sentados esperando.
Durante todo el día, rastreamos por turnos el valle con los prismáticos: la espesura del monte, los caminos, las orillas del río, las calles de La Llánava, la solitaria línea negra del ferrocarril.
Nada. Ni rastro de Juan. Ni un solo indicio de su paso.
En el cuartel, el ritmo regular de las patrullas y las rondas parece desechar cualquier suceso extraño.
El edificio del molino se yergue, hierático y sombrío, al borde de la presa donde duermen ahora los rodeznos con los dientes hundidos en el agua. El ruido de la espuma, en la pesquera, es torrencial. Pero una calma honda, doméstica e invernal, envuelve mansamente los chopos deshojados del camino.
En la ventana del molino hay luz: un coágulo amarillo que salpica la espuma de la presa y las salgueras de la orilla.
Tomás, el molinero, está solo en la cocina. A través de los cristales puedo ver su figura desvaída, acodada en la mesa con los restos de la cena, de espaldas al fogón. Son las once de la noche y Tomás, que vive solo aquí, separado del pueblo por el río, hace tiempo hasta la hora de dormir escuchando por la radio las noticias. El frío de la noche y el miedo a algún encuentro en el camino no invitan demasiado a acercarse a la cantina.
Pero, hoy, Tomás tiene visita. ¿A estas horas? No puede ser. Tomás escucha con atención. Baja el volumen de la radio. Ahora sí. Ahora lo ha oído claramente: un golpe suave, amortiguado por la escarcha, en la ventana.
El molinero se levanta y se acerca muy despacio. Escruta, receloso, las sombras de la noche a través de los cristales.
Cuando me ve y me reconoce, la sorpresa le deja petrificado.
– ¿En el monte?
– Desde hace un mes. Le parecerá seguramente una locura.
Tomás ha corrido el cerrojo de la puerta y cerrado las contraventanas. Apaga también la radio.
No sabe que Gildo está ahí afuera vigilando.
– Lo que me parece una locura -dice- es que hayáis venido aquí. Os arriesgáis vosotros y me comprometéis a mí.
– Lo sé, Tomás. Y lo siento. De veras que lo siento. Pero necesitamos su ayuda. Por eso hemos venido.
Ramiro escucha en silencio junto a la puerta. Los ojos del molinero van intermitentemente de él a mí. Piensa seguramente que hemos venido para pedirle que nos esconda en el molino. Y la idea, es evidente, no parece gustarle demasiado. Sabe el peligro que por ello correría.
– ¿Qué queréis?
– Buscamos a mi hermano -Ramiro, al fin, ha roto su silencio-. Está en el monte con nosotros. Anoche bajó a casa a por mantas y comida y no ha vuelto todavía.
– Y quieres que yo vaya hasta tu casa para saber qué ha sucedido.
– Exacto -asiente Ramiro-. Para nosotros es muy arriesgado. Si han cogido a mi hermano, los guardias tendrán ahora todo el pueblo vigilado.
– Si lo hubieran cogido -dice Tomás, no sé si en un intento de despejar nuestros temores o de encontrar una disculpa para él mismo-, ya se hubiese sabido. Tu hermano seguramente está escondido en casa.
Ramiro y yo le miramos en silencio, sin responder. El molinero, inmóvil frente a nosotros, parece cada vez más indeciso. Sin duda tiene miedo a salir solo y acercarse hasta La Llánava en esta extraña noche cuajada de temores y presagios. En esta extraña noche atravesada por el frío.
Pero no encuentra el coraje suficiente para negarnos la ayuda que le pedimos.
– Vosotros esperadme aquí -dice, al fin, consultando el reloj y buscando su pelliza-. Yo volveré en seguida.
El reloj de la iglesia da las doce cuando le vemos regresar por el camino. Ha pasado solamente media hora.
Desde la cerca de la presa, donde Ramiro y yo nos hemos reunido ya con Gildo -ninguno de los dos podía soportar la tensa espera en la oscuridad de la cocina-, vemos venir a Tomás con las manos hundidas en los bolsos de la pelliza y el cuerpo inclinado hacia adelante para abrirse paso entre las ráfagas cortadas de la ventisca.
Se asusta cuando nos ve aparecer al borde del camino.
– No está -dice mirando a Ramiro-. Y anoche tampoco estuvo.
– ¿Que anoche tampoco estuvo?
El molinero duda un instante antes de decir:
– Así es. A menos que tu madre me haya mentido.
Una ráfaga helada ha cortado sus últimas palabras. Bruscamente, el agua de la presa enmudece en la pesquera. El cielo se torna del color del hierro viejo y, en lo alto de los chopos, la luna se deshace como un fruto podrido.
Es la señal: sobre los campos desolados, sobre las extensiones infinitas de la noche, sobre las soledades eternamente juntas del río y del camino, comienza a nevar con repentina y aprendida mansedumbre.