Antes de salir, me vuelvo todavía para mirar a la mujer, que continúa llorando en el escaño, ahora ya con mansedumbre. Me gustaría decirle que nada va a sucederles. Me gustaría decirle que tampoco nosotros tenemos la culpa de lo que nos pasa. Pero sé que de nada serviría.
Durante dos largas noches, hemos caminado sin descanso a través de las montañas en busca de la tierra que hace un año abandonamos.
Por el día, dormimos escondidos entre los matorrales. Y, al anochecer, cuando las sombras comenzaron a extenderse por el cielo, hambrientos y cansados, nos pusimos en camino nuevamente.
Atrás, dormidos en las simas de los valles poseídos por la luna, fueron quedando pueblos y aldeas, rediles y caseríos: luces apenas, desmayadas en la noche, sobre los cauces tajados de los ríos o al abrigo desolado y vertical de las montañas.
Hasta que el cielo y los senderos y los bosques comenzaron poco a poco a hacerse familiares. Hasta que, al fin, pasadas ya las negras crestas de Morana, bajo la lámina de arándanos y estrellas de la noche de octubre, aparecieron ante nosotros los tejados lejanos de La Llánava, al comienzo del ancho valle veteado de choperas que el río Susarón abre al pie del monte Illarga.
– Mira allí, Ángel. Junto al molino.
Ramiro se arrastra entre las urces para acercarme los prismáticos. En un instante, mis ojos se salpican de verdes y amarillos: prados mojados junto al río, hileras de negrillos, viejos tejados sobre los que se alzan mansamente las columnas de humo de las chimeneas de La Llánava. En un alud de imágenes -hatos de vacas y caminos perezosos, puentes, torres, corrales y callejas, figuras ya inclinadas sobre las hazas de los huertos-, la distancia me devuelve a través de los cristales los paisajes familiares que nunca había olvidado.
– En el camino -me guía Ramiro, impaciente, con la mano-. Al lado de la presa. ¿No la ves?
Sobre la bruma lenta del amanecer, entre las sebes que bordean el camino del molino, descubro al fin una mancha amarilla. Un pañuelo.
– ¡Mi hermana!
– Sí, es Juana. Debe de llevar las vacas al prado de Las Llamas.
Ahora puedo verla ya con absoluta nitidez: caminando despacio junto a la presa, con la aguijada en la mano y el pañuelo amarillo desgarrando la luz de la mañana. Recuerdo ese pañuelo. Yo mismo se lo regalé, con el primero de mis sueldos, para que se lo pusiera cuando volvía de la era sobre el carro cargado de paja y de sol lento.
– Voy a bajar -les digo, decidido.
– ¿Ahora?
– Ahora.
Ramiro recorre otra vez con los prismáticos todo el valle.
– Es muy peligroso -dice-. Puede verte alguien desde abajo.
– Con cuidado, entre los matorrales, no. Hablo con Juana para que estén preparados y, esta noche, bajamos ya los cuatro.
Gildo esconde entre las urces el capote que acabo de quitarme.
– Deja aquí la metralleta -dice Ramiro dándome su pistola-. Bajarás mejor con esto.
Los tres me ven marchar en silencio, nerviosos ante la posibilidad de que alguien me descubra. La zona está ocupada, llena de soldados, y nuestras vidas dependen ahora únicamente de que logremos pasar ignorados.
Juana se ha vuelto, asustada, al otro lado de la sebe junto a la que se había sentado.
De un salto, se incorpora y, sin volver la espalda, comienza a retroceder muy lentamente hacia el centro del prado donde las vacas pastan indiferentes y aburridas.
– ¡Juana! ¡Juana! ¡Tranquila, Juana! ¡Soy yo, Ángel!
Mi voz apenas es un gemido vegetal entre las zarzas. Pero Juana me ha oído. Se detiene de pronto como inmovilizada por un disparo.
Sus ojos son dos monedas asustadas, incrédulas, azules, clavadas en los míos.
– Siéntate. Siéntate donde estabas. De espaldas, como antes. Y mira hacia las vacas.
Ella obedece y se sienta de nuevo al otro lado de la sebe, a apenas medio metro de donde yo espero rumbado. Casi podría, si quisiera, tocarla con la mano.
– ¿Qué haces aquí? -pregunta con una mezcla de terror y de dulzura-. Te van a matar, Ángel. Te van a matar.
– ¿Cómo estáis?
– Bien -responde en voz muy baja-. Creíamos que ya no volveríamos a verte.
– Pues aquí estoy. Díselo a padre.
– ¿Has venido solo?
– No. Estoy con Ramiro y con su hermano. Y con Gildo, el de Candamo, el que se casó con Lina. Quedaron arriba, en la collada -mi hermana escucha, sin volver la cabeza, golpeando nerviosamente la hierba con la aguijada-. Escucha, Juana. Dile a padre que esta noche bajaremos a La Llánava. Que nos espere en el pajar. Prepáranos algo de comida. Y vete a ver, si puedes, a la madre de Ramiro. Necesitamos encontrar un sitio donde poder escondernos unos días.
A lo lejos, por el camino del río, se oyen ya los mugidos de otras vacas.
– Vete, Ángel, vete. Te van a matar.
Juana se ha vuelto hacia mí, con los ojos abrasados por el miedo. El amarillo de su pañuelo es una llamarada.
– Te van a matar -repite-. Te van a matar.
Cuando me alejo de ella, arrastrándome como un perro sarnoso entre las urces, sus palabras retumban todavía en mis oídos.
La luna se ha asomado, entre las nubes, y baña de plata helada las ramas de los robles. Un espeso silencio sostiene hoy la bóveda del cielo, la arcada de agua negra que se comba mansamente sobre el valle.
Al final de los robledales, cerca de la collada, nace un camino. La senda del rebaño se arrastra monte abajo entre cercados de piedra y claros de tomillo. Busca el bramido del río que baja, por la izquierda, con un vaivén lejano de espadañas.
Más allá, al otro lado del puente, los tejados de La Llánava cortan del cielo enormes trozos de pulpa negra.
No hay nadie por las calles. Ni siquiera los perros, acorralados por el cierzo contra la placidez caliente de las cuadras, parecen ventear nuestra llegada.
– Por la tablada -Ramiro encabeza la marcha, con la pistola en la mano-. El puente puede ser peligroso.
Abajo, entre las salgueras y los juncos de la orilla, el bramido del río crece hasta estrellarse contra las bóvedas del puente, contra las viejas piedras roídas por el tiempo y la humedad.
– Pasa tú primero, Ángel -dice Ramiro-. Y vigila desde la otra orilla.
Las piedras de la tablada por la que el agua se desvía hacia el molino resbalan bajo mis botas como peces dormidos. Como la piel de aquellas truchas que pescábamos de niños, en las atardecidas mansas del verano, mientras la gente del pueblo nos miraba desde el puente.
Ya estoy en la otra orilla. La hierba, aquí, junto a los huertos, está ya muy crecida, brotada de ortigas negras que se desangran bajo mis pies.
Inmóvil, con la respiración contenida, escruto unos instantes las sombras de los huertos más cercanos, el silbido del cierzo entre los avellanos y los árboles frutales. Hago una señal y, en seguida, Gildo aparece al otro extremo de la tablada. Viene despacio, muy despacio, tanteando a cada paso el perfil resbaladizo de las piedras. Su sombra brilla sobre la piel del agua como el reflejo de un árbol enraizado en el medio del río.
De pronto, he escuchado los pasos que se acercan hacia el puente. Un remolino de hierba se abalanza hacia mí y grumos de tierra amarga se meten en mi boca. Levanto la cabeza entre la empalizada vegetal que intenta sujetarme contra el suelo. Busco la metralleta. Busco la oscura silueta de Gildo, inmóvil ya, como una sombra, en la tablada. Ahí delante, el río ha enmudecido de repente como si hubiera muerto.
Los pasos que se acercaban se escuchan ya con claridad. Por el pretil del puente, al contraluz del cielo, pasan dos sombras: un hombre y un caballo. Pasan. Se alejan ya. Se pierden en la noche con un sordo redoble de pezuñas.
En la tablada, el río y Gildo recobran nuevamente el movimiento.
En el pajar, la oscuridad es absoluta: hiere casi en los ojos. Sólo se escucha el crujido seco y oloroso de la hierba y el resuello adormecido de las vacas, debajo, en el establo.
La lámina de plata negra de la noche desaparece tras el postigo.
– ¿Padre?
– Estoy aquí, Ángel. Junto al boquerón.
No es la voz de mi padre. Es la voz de mi hermana, al fondo del pajar.
La hierba trepa apelmazada hacia las vigas del techo. Siento la mano helada que me busca en la oscuridad.
– No tengas miedo, Juana. No tengas miedo.
– ¿Quién está ahí contigo?
– Tranquila, Juana. Es Ramiro. ¿Y padre? ¿Por qué no ha venido?
– No está. Se lo llevaron esta tarde.
Mi hermana ha roto a llorar, casi sin fuerzas, caída sobre mí. Siento el temblor ardiente de su pecho sobre el mío, la caricia salobre y amarga de sus lágrimas.
– ¿Quién? ¿Los guardias?
– Sí. Se lo llevaron al cuartel. Vete, Ángel. Vete en seguida o te matarán.
Un crujido de paja aplastada a mi lado; unos pasos: Ramiro.
– Hola, Juana.
Pero ella no puede responderle, ahogadas en mi capote sus lágrimas y su boca.
– Se han llevado a mi padre -le digo a Ramiro.
– ¿A tu padre? ¿Saben que estás aquí?
Mi hermana se desprende de mi hombro.
– No. No lo saben -dice, conteniendo las lágrimas-. Vienen cada poco. Registran las casas y se llevan a alguno. A los que tienen familiares en el frente.
– ¿Avisaste a mi madre? -pregunta Ramiro.
– No pude. Vinieron los guardias. Vinieron y estuvieron registrando todo el pueblo, casa por casa.
– No te preocupes, Juana. No te preocupes -le digo, tratando de tranquilizarla-. Ya verás como a padre no le pasa nada. En seguida volverá. Y a la madre de Ramiro ya la avisarás mañana. Ahora lo que tienes que hacer es volver a la cama. Los guardias pueden volver con padre en cualquier momento.
– ¿Y vosotros?
– No te preocupes por nosotros, Juana. En el monte no nos encontrarán.
Mi hermana ha dejado de llorar. Sólo su respiración entrecortada delata su presencia en la oscuridad.
Antes de marchar, nos dice todavía:
– Anoche mataron a Benito, el del carrero. Tened cuidado, Ángel. Tened mucho cuidado.
Cuando mi hermana se pierde al fondo del boquerón que comunica por dentro el pajar con el establo, busco a Ramiro en la oscuridad. Él me llama ya desde el postigo:
– Vamos, Ángel. ¿Qué estás haciendo?
– Voy a esperar.
Él retrocede sobre sus pasos. Lo noto por el crujido seco de la hierba.
– ¿Qué dices? ¿Te has vuelto loco?
– Se han llevado a mi padre. ¿No lo entiendes?