– Claro que lo entiendo, Ángel. Claro que lo entiendo -aunque intenta disimularlo, la voz de Ramiro no puede ocultar su nerviosismo-. Se han llevado a tu padre al cuartel. ¿Y qué? Le harán unas cuantas preguntas y volverán a soltarle.
– Es igual -repito, decidido-. Quiero saber lo que ha pasado y voy a esperar.
Ramiro duda un instante antes de decir:
– Bien, Ángel. Tú sabrás lo que haces. Yo no puedo obligarte a lo contrario. Pero ten en cuenta que, si te cogen, no te darán una sola oportunidad. Ya has oído a tu hermana lo que hicieron con Benito y estaba mucho menos comprometido que nosotros.
Y, luego ya, caminando hacia el postigo:
– No salgas del pajar hasta que llegue. Si registraron esta tarde todo el pueblo, no van a registrarlo ahora otra vez.
Ramiro entorna suavemente la vieja puerta de madera y observa unos instantes el exterior por la rendija.
– Te esperaremos en la collada -dice.
Y, de un salto, desaparece por el huerto donde su hermano y Gildo esperan vigilando.
Cuando Ramiro se va, cierro por dentro el postigo con la tranca. Luego, busco una horca y hago un hoyo profundo en el centro del pajar. Me tumbo en el fondo, bajo el capote, y con la misma horca atraigo un inmenso alud de hierba sobre mí.
La oscuridad, aquí, es ya completamente irrespirable. Pero ni aunque cosieran el pajar de extremo a extremo con palos y guadañas podrían encontrarme.
Hacia las dos de la mañana, el crujido de los goznes de un portón me sobresalta. Es un crujido ronco, amortiguado por la paja, en el corral.
Escucho, inmóvil, conteniendo la respiración. Pero no se oye nada, absolutamente nada. Ni voces o pasos en la calleja, delante de la casa, ni el rugido del motor de un automóvil que se alejara de regreso hacia el cuartel. Sólo el crujido ronco de los goznes del portón, en el corral, la enorme cerradura al ser pasada y las lejanas campanadas de las dos, deshilachadas por el cierzo.
Aún espero, sin embargo, cerca de una hora antes de salir del agujero. La oscuridad era tan densa debajo de la hierba que, ahora, puedo ya orientarme fácilmente entre las sombras del pajar.
Por el angosto boquerón asciende de la cuadra un vapor hondo y caliente, un aroma profundo a estiércol y heno viejo que, ahora, no sé por qué, resucita en mi memoria recuerdos muy lejanos: los juegos con mi hermana en los rincones clandestinos del establo y el caldero de leche recién ordeñada que un niño rubio transporta entre la niebla de los años.
El corral está lleno de luna. Lo observo con precaución antes de cruzarlo. Bruna, la perra, surge de entre las sombras y comienza a acercarse lentamente blandiendo entre los dientes un gruñido de amenaza. Tarda en reconocerme: está ya casi ciega y yo hacía más de un año que no entraba en esta casa. Cuando me reconoce, la perra corre hacia mí y se me encarama al pecho saltando de alegría. Pero no ladra. En mi propio silencio, quizá intuye el peligro. Me sigue hasta la puerta y allí se queda quieta y muda, vigilando.
Un lejano destello en sus ojos casi ciegos me dice -pobre Bruna - que está dispuesta a defender mi vida con la suya.
Mi padre está sentado en la cama, bajo las mantas, con la espalda apoyada contra los barrotes de hierro de la cabecera.
Me recibe con una mirada indescifrable.
– ¿Qué ha pasado, padre? ¿Qué ha pasado?
– ¿Qué haces aquí? -pregunta él a su vez, sin contestarme.
– He venido para verle. ¿Cómo está?
Pero mi padre ni siquiera me ha escuchado. Se levanta de la cama y atraviesa la habitación. De un baúl, entre la ropa, saca un delgado fajo de billetes.
– ¿Qué me da? -le digo, tratando de rechazarlo. Debe de ser todo lo que tiene, todo el dinero que ha logrado reunir en una larga vida de trabajo.
– Cógelo y calla -impone él, en tono seco, como si yo fuera un niño todavía y me entregara este dinero para nacerle algún recado en Cereceda-. Escúchame bien, Ángel. Tenéis que marchar lejos cuanto antes, pasar a la otra zona, si podéis. Están buscándoos. No. No saben que estáis aquí -continúa él leyendo en mi mirada la sorpresa-. Buscan a todos los que estabais en Asturias. Saben que muchos habéis vuelto otra vez huyendo a través de las montañas. Y, en los últimos días, han cogido ya a unos cuantos: a Goro, a Benito, el del carrero, a dos o tres de Ancebos. Tienen todos los caminos y pueblos vigilados.
Al fondo de la habitación, una barra de plata helada se cuela por la rendija de la contraventana. Atraviesa la oscuridad iluminando débilmente el rostro de mi padre. Está delgado, muy delgado, envejecido. Y, en sus ojos, un poso de impotencia se mezcla con la rabia que intenta contener entre los labios.
– Te acuerdas de la mina del monte Yormas, ¿verdad? Aquella mina abandonada donde nos refugiamos de la lluvia una vez que fuimos a por leña, hace ya años. Escondeos allí de momento. Hasta ver qué pasa. Juana o yo os dejaremos comida cada tres o cuatro días en la collada.
Y, luego, mirándome fijamente:
– Pero no os entreguéis. Pase lo que pase, no os entreguéis, ¿me oyes? Os matarían al día siguiente en cualquier cuneta como han hecho con tantos.
– ¿Qué ha pasado en el cuartel? -le vuelvo a preguntar, ya desde la puerta.
– Nada.
Mi padre me ve marchar, inmóvil en la penumbra, con los ojos atravesados por la barra de plata helada que se cuela por la contraventana.
A mi espalda, mientras me alejo monte arriba por el sendero del rebaño, el reloj de la torre de La Llánava desgrana cuatro lentas campanadas. Cuatro uvas de hierro dolorido que revientan en la noche derramando sobre mi corazón una sustancia fría, mineral y amarga.
Rasga la luz con su hoja de sangre la oscuridad inmensa de las entrañas de la tierra. El haz de la linterna se mezcla con el agua, que fluye, negra y fría, del techo y las paredes, hasta perderse, al fondo, entre un fantasmagórico paisaje de raíles oxidados, de maderas podridas, de bocas indescifrables que se abren interminablemente a izquierda y a derecha de la galería.
El calor es húmedo, asfixiante. Fermenta sobre sí mismo como un animal corrompido. Se pudre. Impregna con su olor penetrante las maderas y el agua y el aire y el silencio.
Luego, se arrastra galería adelante buscando una salida que no encuentra.
– Es como si estuviéramos muertos. Como si, fuera de aquí, no hubiera nada.
Ramiro abandona por un momento su inmovilidad para mirarme. Está tumbado sobre el tablero que anoche bajó de la bocamina para aislarse del agua que permanentemente corre por la galería. Se pasa así los días, inmóvil, en silencio, con la mirada perdida en los desvencijados travesaños que cruzan el techo.
– Te acostumbrarás -me dice-. El hombre se acostumbra a todo.
– Menos a que le entierren vivo.
– Mira éstos.
Gildo y Juan, envueltos en sus capotes, duermen cerca de nosotros, apenas dos bultos negros en la oscuridad. Gildo tiene la cabeza apoyada en un madero y la metralleta cruzada sobre el cuerpo. Su enorme corpulencia contrasta grandemente con la delgada y escuálida figura del hermano de Ramiro, casi infantil aún en su inconclusa y, ya, violenta adolescencia. Juan no ha cumplido los dieciocho años todavía y Gildo tiene más de treinta. Casi podrían ser padre e hijo, aunque ahora duerman hombro con hombro, amenazados por un mismo temor.
– En la mina de Ferreras -dice Ramiro con la mirada de nuevo ya perdida en el techo de la galería- había mulas para tirar de las vagonetas. Nacían y morían allí dentro. Tenían las cuadras en la primera rampa de la mina y jamás salían a la superficie. Por una parte, era mejor. Así nunca llegaban a saber que estaban ciegas y no podían resistir la luz del sol.
– Y nosotros -le digo- acabaremos como ellas si seguimos aquí encerrados mucho tiempo.
Ramiro vuelve a mirarme. De sus labios cuelga una extraña sonrisa. Una sonrisa amarga, lejana, inexpresiva. Una sonrisa que borra la humedad como si fuera polvo.
– ¿Sabes cuántos años trabajé yo en la mina? -me dice-. Doce. Desde los quince hasta los veintisiete, hasta que estalló la guerra. Y no me quedé ciego.
Gildo se revuelve en su sitio. Cambia de postura bajo el capote, respira ruidosamente y continúa durmiendo.
Ramiro y Gildo se han marchado a casa de éste, en Candamo, a buscar algo de comida, mantas y pilas para la linterna, que se quedó definitivamente sin luz esta mañana. Gildo aún no había ido a ver a Lina, su mujer, y al niño que nació cuando él ya estaba en las trincheras de Tejeda. Desde la noche misma en que llegamos, esperaba impaciente este momento.
Juan y yo, cuando se van, comemos un poco de pan, lo último que quedaba de las dos hogazas que mi padre nos subió hasta la collada la otra noche. La carne tuvimos que tirarla: la humedad la había corrompido. Así que tenemos que conformarnos con un poco de pan enmohecido y duro hasta que Gildo y Ramiro regresen de Candamo.
Luego, nos tumbamos otra vez a ver pasar el tiempo.
Ahora, ahí arriba, debe de estar anocheciendo. Quizá el sol retrocede lentamente ante el empuje de las nubes hinchadas de noviembre. Quizá el viento busca consuelo a su soledad entre las urces y los robles. Quizá ahora mismo algún pastor está cruzando sobre el lomo inescrutable de la mina.
Aquí abajo, sin embargo, siempre es noche. No hay sol, ni nubes, ni viento, ni horizontes. Dentro de la mina, no existe el tiempo. Se pierden la memoria y la consciencia, el relato interminable de las horas y los días.
Dentro de la mina, sólo existe la noche.
Ya no hay sol; pero la luz indestructible de la tarde golpea nuestros ojos con violencia. Se resisten a absorber tanta luz. Tanta luz.
En la explanada de la bocamina, tableros, hierros retorcidos, vagonetas roídas por el óxido, escombros, se pudren mansamente bajo la tarde fría que se aleja. El agua que supuran las entrañas de la mina se encharca en la espiral de su propio abandono formando un sucio manantial, un reguero maloliente que se desliza despacio entre las escombreras.
Dentro del barracón que en tiempos debió de ser puesto de mando y oficina, sólo la soledad y el abandono habitan ya. Por todas partes, restos de pizarra, cristales rotos y yerbas amarillas que se abren paso entre las tablas como si una peste súbita hubiera asolado este lugar hace ya siglos.
A lo lejos, detrás del monte Yormas, el sol se desmorona en una charca sucia.