Durante todo el día estuve observándolas. Subieron con el sol por el camino de Valgrande, se dispersaron monte arriba buscando entre los brezos el brote de la aliaga y la lavanda y, ahora, de nuevo reagrupadas, duermen bajo la luna en las praderas frescas de Fuente Amarga.
Con las primeras sombras abandoné la cueva y comencé a acercarme. Despacio. Muy despacio. Como un lobo que trata de caer por sorpresa sobre el sueño confiado de un rebaño. Pero, todavía lejos, las yeguas olfatearon mi presencia y se alejaron con un galope inquieto dejando sola a la vacada y despertando en mí de nuevo la oscura sensación de haberme convertido ya en una auténtica alimaña. Una alimaña que se arrastra bajo el peso de la noche para robar una gallina en algún corral dormido o una oveja separada de un rebaño. Una alimaña cuya proximidad asusta a hombres y animales. Una alimaña -¿o acaso podría llamarse de otro modo?- que sólo abandona su guarida cuando la luz del sol no puede dañar ya sus ojos inundados de soledad y de sangre.
Pero, hoy, esta alimaña ha bajado hasta aquí buscando leche. Solamente. Un poco nada más de la leche que inflama las ubres de esas vacas hasta casi reventarlas y que, mañana, cuando los dueños suban a ordeñarlas, ni siquiera echarán en falta.
Primero lleno el cántaro de barro que la mujer de Gildo me dejó la otra noche con aceite junto a las tapias del cementerio de Candamo y, luego, cansado del descenso tortuoso entre los brezos del barranco de Valgrande, me tumbo junto a una de las vacas, sobre la hierba húmeda, para beber directa y largamente de sus tetas como aquella culebra que, un verano ya lejano de mi infancia, entraba por las noches en la cuadra de mi casa y mamaba la leche de las vacas. Todavía recuerdo el terror de mi hermana y el mío, abrazados bajo las mantas, al escuchar los bramidos desolados de las vacas llamando a la culebra la noche en que mi padre descubrió su nido en el pajar y la mató a golpes de aguijada. Mas sé que a mí, cuando me maten, ni siquiera las vacas bramarán llamándome.
Toda la noche la danza milenaria de la hierba y el hierro, el zigzag verdinegro de la muerte ante mis pies y el resplandor solitario de la luna de Illarga. Toda la noche inclinado sobre el prado, con la guadaña en las manos y la metralleta a la espalda, para que, al amanecer, mi familia le encuentre ya segado.
Es mi manera anónima y humilde de devolverles alguna de las muchas noches que, en estos años, les he robado.
De regreso a la cueva, rayando casi el alba, el silencio me sale a recibir hasta la entrada. Ha llenado por completo el pasadizo e invade ya como una niebla sucia las grietas de la peña y las profundidades del piornal.
Antes, cuando Ramiro aún vivía, era fácil ahuyentar su presencia con sólo una mirada o una palabra. Pero, ahora, adueñado otra vez, quizá definitivamente, de este húmedo agujero donde sólo él habitó desde la noche de los tiempos, ni siquiera la voz puede ya quebrar su equilibrio, el gemido profundo que anida en el fondo del monte y de mi corazón.
Tardé mucho tiempo, sin embargo, en acostumbrarme a él. Me revolvía al principio bajo las mantas incapaz de soportar con mis únicas fuerzas todo el peso de su soledad. Me despertaba de noche sobresaltado por su aliento cercano de animal al acecho. Y muchas veces abandoné la cueva y vagué durante horas por el monte sin rumbo y sin sentido tratando de olvidar la locura de su perfección. Hasta que, poco a poco, hube de admitir que nada podría hacer por evitar su presencia y su compañía. Hasta que, poco a poco, hube de reconocer que él, el silencio, era el único amigo que me quedaba ya.
Hoy es mi mejor aliado en esta larga lucha contra la muerte. Y, como un perro, me sale a recibir, cuando regreso, hasta la entrada de la cueva.
Dejo el cántaro con la leche escondido en el piornal, cubierto con una manta para que no le golpee la luz. Como un poco de pan con cecina y me tumbo vestido, agotado, sobre el jergón.
Afuera, por las crestas de Peña Malera, el sol está ya a punto de estallar.
Despierto cuando todos, ahí abajo, están durmiendo. Es la hora de la siesta y un sol rojo y violento, como de sangre seca, se cuelga sobre el vértice del cielo levantando pirámides de oro por las eras y acorralando a la gente dentro de las casas. Ni un símbolo de vida rompe el orden de las sombras y el silencio: ni un perro por las calles, ni un sonido, ni un temblor tan siquiera de visillos en las ventanas entornadas de las habitaciones donde hombres y mujeres dormirán ahora empapando las sábanas de sudor y de sexo.
Sólo yo, tras los prismáticos, vigilando desde el monte el sueño de los pueblos. Sólo yo, tras los prismáticos, condenado a estar en guardia mientras todos duermen.
Cuando vuelvo de lavarme, traigo el cántaro que anoche dejé en el piornal. Tomo un poco de leche migada con pan viejo -mi hermana amasó la otra semana y me dejó, como siempre, dos hogazas enterradas en el rincón del huerto- y el resto la vierto en latas vacías para que cuaje y fermente. El goteo misterioso de los quesos no tardará en hacer su aparición.
Después, a falta de tabaco y como tantas veces, lío un cigarro con hojas de patata secadas junto al fuego y me siento a la entrada de la cueva a limpiar las armas mientras vigilo.
El valle ha comenzado a despertar y una sucesión interminable de mugidos y portones entreabiertos extiende de nuevo por los pueblos el latido profundo que brevemente interrumpió la siesta. Yuntas de vacas, carros y personas vienen y van por los caminos, acarrean cereal en los sembrados, se afanan en las eras. Todos parecen cegados por el sol y el brillo incandescente del centeno. Todos parecen aún adormecidos por el recuerdo reciente de la siesta y el murmullo áspero y seco de los trillos.
Pero, de vez en cuando, hacen un alto en su trabajo para limpiarse el sudor y el polvo de la paja y, casi sin querer, como en un gesto aprendido, miran al monte buscando entre las urces y los robles mi presencia distante, vigilante y muda.
Ni un solo instante se olvidan de mí. Nueve años ya persiguiéndome noche y día y continúan mi búsqueda sin cejar un solo instante. No lo harán hasta que me vean tirado en un camino con la boca y los ojos llenos de ortigas.
Esta mañana, cuando volví a la cueva, patrullaban el camino y las calles de La Llánava. Ahora van hacia Ferreras siguiendo la vía.
Cae la tarde, un día más se deshace como escarcha hacia las crestas de Peña Negra, pero los guardias siguen sin olvidarse de mí un solo instante.
La luna se ha enredado entre las ramas de los chopos y su lejano resplandor apenas logra iluminar la espiral lenta del baile ni la huida de las parejas que se alejan silenciosas buscando la soledad.
Cerca de mí, junto al camino, un enjambre de niños bulliciosos se arremolina frente al maletón de cuero en el que Braulio, el buhonero ambulante de Tejeda, ofrece su mundo mágico de pólvora y caramelos. Y, más allá, en pequeños grupos, hombres y mujeres ya mayores, con los zapatos y los trajes de domingo, contemplan el baile de los jóvenes con una mezcla indefinida de nostalgia y envidia.
Después de tanto tiempo sin poder estar así, mezclado entre la gente, como uno más, sin nada que aparentemente me separe, sin nada que delate entre las sombras de los chopos mi auténtica identidad, una dulce sensación embriaga poco a poco mis sentidos hasta hacerme olvidar por un instante el silencio de la cueva o la desolación inmensa de las noches vagando sin rumbo por el monte. Como si no fuera yo quien ha bajado hasta la fiesta de La Llera atraído como un niño por ese acordeón que muerde el viento. Como si no fuera yo quien ha llegado aquí empujado por los recuerdos y la soledad.
Una dulce sensación que me envuelve como niebla y que como niebla también se difumina y se deshace al contacto de mi mano en la pistola. Ese tacto frío y gris, en el bolsillo, que se encarga otra vez de recordarme lo que ahora de verdad yo soy aquí: un lobo en medio de un rebaño, una presencia extraña y desconocida.
No son sus ojos los que me han mirado, sino dos brasas negras.
Altos ya la luna y el cansancio de la noche, con la gente comenzando poco a poco a dispersarse hacia sus casas, los ojos de Martina han rasgado las sombras ce la noche hasta clavarse, al fin, en los míos.
Yo hacía tiempo, sin embargo, que la había descubierto girando entre una nube de rostros imprecisos. Rostros borrosos, deformados por la luz de la bombilla, en los que sin embargo no me fue difícil descubrir el recuerdo lejano de antiguos alumnos y vecinos. Todos marcados ya por la huella de los años y el olvido. Todos inalcanzables para mí, al otro lado del destino. Todos ajenos por completo a mi presencia junto a ellos, incapaces de imaginar siquiera -como los guardias que contemplan aburridos el baile junto a los músicos- que yo pudiera atreverme a venir hoy aquí.
Sólo Martina me ha reconocido. Sólo ella ha sabido descubrir entre las sombras de los chopos al hombre que hace ahora ya diez años bailaba en este mismo prado abrazando su cintura. Aquel hombre que llegó un día al pueblo de maestro, que le habló de amor y de hijos, y al que el oscuro torbellino de la guerra alejó para siempre de su vida.
Se ha quedado un instante mirándome, inmóvil, con los ojos ardiendo en los míos.
Después, sin que nadie lo note, ha seguido bailando, en silencio, abrazada con fuerza al marido.
Hasta las fuentes de Peña Negra la música del acordeón me ha perseguido.
Hasta las fuentes de Peña Negra los ojos de Martina han seguido ardiendo en los míos.
Me ocultaron la verdad hasta el último instante. Silenciaron su angustia para ocultar la mía hasta que, ya irreversible, mi hermana colgó en la ventana su pañuelo amarillo y Pedro, su marido, subió de noche al monte para encontrarse conmigo en el redil de la collada.
Ni siquiera ellos conocen la situación exacta de la cueva.
Le esperé casi una hora escondido entre estas tapias que el verano y el rebaño abandonaron hace sólo una semana. Le esperé hundido en la penumbra de un rincón, escuchando en tensión los sonidos del monte mientras trataba de adivinar la razón de esta alarma repentina, para, al fin, cuando la puerta se abre con un crujido viejo y la mirada de Pedro me encuentra en la oscuridad, conocerla a bocajarro: agotado, aplastado por los años, cansado de sufrir, mi padre está muriéndose ahí abajo.