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Por los últimos huertos, cerca ya del cementerio, la ventisca arrecia. Desciende por el monte con un aullido doblando las cabezas de los árboles como animales sagrados que se inclinan ante el dios que pasa.

En sólo unos minutos -los que hemos empleado en llegar desde el molino hasta aquí arriba-, la nieve ha comenzado a dejar su impronta blanca en el camino. Un camino de tierra, cercado, que atraviesa los huertos y los prados ribereños y remonta torpemente la cuesta del cementerio antes de convertirse, ya en el monte, en senda tortuosa de rebaños.

Ha sido justo aquí, al salir a monte abierto, cuando nos ha sorprendido a bocajarro la descarga: una cortina de fuego que se enciende de repente junto a las viejas tapias del cementerio.

Cuando recobro el movimiento, estoy tumbado boca abajo en medio del camino. Casi al azar, cegado por la nieve, sintiendo en torno a mí las lenguas aceradas de las balas, busco el amparo de las urces donde Gildo empuña ya con rabia y decisión su metralleta.

– ¡Disparad! ¡Disparad! -Es la voz de Ramiro, a mis espaldas-. ¡Nos van a machacar!

La noche ha reventado como un barril de pólvora. Se ha convertido en un devastador y helado torbellino. La nieve, el viento, el tableteo de las armas, los gritos de los guardias, se funden bajo la noche dibujando una lámina borrosa e indescifrable. El ruido es sobrehumano. Por todas partes, las balas buscan nuestros cuerpos, rebotan contra la tierra con un aullido interminable.

– ¡Hay que salir de aquí! -grita Gildo, a mi lado, sin dejar de disparar-. ¡Hay que salir de aquí!

– ¡Aguantad! ¡Aguantad!

Aplastado contra el camino, Ramiro busca en el cinto una granada de mano. Arranca la espoleta con los dientes y la lanza con todas sus fuerzas hacia las sombras invisibles de los guardias.

El estampido es atronador. Acalla durante unos segundos las voces de los guardias y el tableteo nervioso de sus armas. Unos segundos largos, interminables, que nosotros aprovechamos para correr desesperadamente monte arriba, en medio de la noche y la ventisca.

– ¡Disparad! ¡Vamos, cubridme!

Ramiro empuña ya la otra granada. Y, antes de que los guardias puedan reaccionar, una segunda explosión les obliga a permanecer agachados tras las tapias.

Y, otra vez, correr, correr monte arriba con todas nuestras fuerzas, correr entre las urces y las ráfagas de nieve, correr buscando la raíz más profunda de la noche, la salvación cercana de esas rocas que marcan, en lo alto de la loma, la frontera de la muerte y de la vida.

De pronto, un golpe en la rodilla. Un golpe seco, inesperado. Y un escozor azul que asciende por mi pierna llameando.

– ¡Esperadme! ¡Esperadme! ¡Me han dado!

– ¡Corre! ¡No te pares! ¡No te pares!

Me arrojo al suelo, entre los matorrales, y me arrastro como puedo hasta la roca. Gildo está ya arriba, disparando.

Ramiro llega a mi lado:

– ¿Dónde? ¿Dónde te han dado?

– Aquí, en la rodilla.

El escozor es cada vez más fuerte, más profundo. Intento contener el borbotón caliente con la mano.

– Toma. Átate este pañuelo.

Ramiro coge mi metralleta y trepa a lo alto de las rocas, junto a Gildo.

– Quieto. No dispares -le dice-. Aquí no subirán.

Al cabo de unos minutos, una ráfaga corta y desesperanzada pone fin al tiroteo.

La noche se resiste a aceptar el silencio. Tan intenso. Pero, en seguida, el aullido gris de la ventisca reaparece entre las urces para llenar el vacío que la pólvora ha dejado. A lo lejos, algunas luces dispersas comienzan a encenderse en las ventanas de La Llánava.

Poco a poco, los guardias comienzan a salir de entre las tapias. Se acercan al camino con recelo y temor al principio. Convencidos después de que ya estamos al otro lado de la loma, perdidos en la noche, lejos de su alcance. Son solamente cuatro. Durante largo rato, rastrean con linternas la senda del rebaño, los matorrales apretados de las urces, el perfil sinuoso de las rocas, delante de nosotros.

Ramiro tenía razón: al final, las linternas se estrellan contra el cielo, por encima de las rocas, sin que los guardias se atrevan a subir en nuestra búsqueda.

En la collada de Illarga, la nieve alcanza ya un palmo de altura. La ventisca ha amainado y, ahora, una calma densa y fría se extiende mansamente sobre el monte.

Apoyado en el hombro de Gildo, hundiéndome en la nieve a cada paso, sin un solo descanso, sin ni siquiera un alto mínimo para mirar atrás y contemplar la larga estela de silencio que vamos dejando entre nosotros y las botas de los guardias, sólo percibo ya el escozor amargo que roe mi rodilla como un insecto. Las peñas se agigantan delante de mis ojos. Los copos y las urces se funden y deshacen, borrosos e insensibles, contra mis manos y mi rostro.

Siento que voy a desmayarme. Siento brotar en mi cerebro un lago negro y profundo.

– Parad -suplico-. No puedo más.

Gildo se detiene y me deja caer sobre la nieve. Quita el pañuelo ensangrentado para mirar la herida.

– Vamos, Ángel. Aguanta. Ya falta poco.

Gildo lava el pañuelo entre la nieve y lo vuelve a apretar en mi rodilla. La humedad paraliza el zumbido del insecto. Pero, a cambio, un relámpago de hielo atraviesa mi espalda como un látigo.

Ramiro borra con una rama el reguero de sangre que ha quedado entre la nieve. Me pregunta:

– ¿Puedes seguir?

– Sí -respondo, sin saber todavía si seré capaz de levantarme.

Pero no puedo. No siento ya ningún miembro del cuerpo.

Entre los dos, me levantan del suelo. Gildo me coge a cuestas y comienza, torpemente, a caminar.

Cerca de la cueva, Gildo me deja caer otra vez sobre la nieve y empuña su metralleta.

Ramiro se adelanta. Se interna entre los piornos y comprueba las marcas de seguridad con la linterna: esas señales apenas perceptibles -una rama cruzada, una lata, una cuerda- que dejamos a la entrada de la cueva para saber si alguien ha estado aquí en nuestra ausencia.

– ¿Juan?

La voz de Ramiro rasga como un cuchillo las entrañas heladas de la peña.

– ¿Juan? ¿Estás ahí?

Pero nadie contesta.

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