Juan sale del barracón con el caldero y Gildo, limpiando nuevamente la navaja, comienza a separar la piel del animal.
– Es buena -dice-. Puede valer para hacer una pelliza.
Pero no le ha dado tiempo a terminar. Juan ha irrumpido en el barracón y se abalanza corriendo hacia una de las ventanas.
– ¡Hay alguien allá arriba! ¡Me ha visto! Ramiro, Gildo y yo corremos a su lado.
– ¿Estás seguro?
– Seguro. Miradle: en lo alto de la loma. Ramiro busca con los prismáticos la silueta que se recorta en el horizonte.
– Es un chaval -dice.
– ¿Qué estará haciendo ahí arriba?
– ¡Y yo qué sé!
Ramiro rastrea todo el monte, delante de nosotros, buscando otras personas. Luego, retorna nuevamente al punto de partida.
– Está bajando hacia aquí -dice-. Viene solo.
En dos minutos, se ha plantado junto a la explanada.
Ahora podemos verle bien. Es un muchacho de catorce o quince años, poco menor que Juan. Lleva una soga en la mano y parece estar buscando algo. Se ha detenido entre las retamas, cerca de los lavaderos, y mira con curiosidad y desconfianza hacia el barracón, sin atreverse quizá a acercarse más.
– Nos ha visto. No hay duda.
– Ángel, sal tú y aléjale de aquí -me dice Ramiro, agachado a mi lado, bajo la ventana-. Pero sin que sospeche nada.
Dejo la metralleta en el suelo, me limpio con un pañuelo la sangre de las manos y me encamino despacio hacia la puerta.
En la explanada, la luz ya crecida del amanecer se abalanza, helada, sobre mí.
El muchacho me observa, inmóvil entre las retamas. Tarda un rato en decidirse a preguntarme:
– ¡Eh, oiga! ¿Ha visto usted una cabra por aquí?
Yo aparento descubrirle en ese instante.
– No. No he visto nada. ¿Se te perdió?
– Sí. Anoche ya no volvió con el rebaño.
– ¿De dónde eres?
– De Vegavieja.
Parezco infundirle cierta confianza, porque el muchacho ha abandonado su lugar entre las retamas y comienza a acercarse a la explanada. Si no hago nada por evitarlo, llegará hasta el barracón.
– Ya se ha quedado más veces en el monte -viene diciendo-. Pero, ahora, está preñada y mi padre tiene miedo de que se esconda por ahí, a parir sola, y la cojan los lobos o una nevada…
De pronto, sus ojos se han clavado en el caldero lleno de vísceras ensangrentadas que Juan abandonó junto al reguero. El muchacho retrocede. Comienza a correr monte arriba entre las retamas sin darme tiempo a reaccionar. Se vuelve cada poco para asegurarse de que no le sigo.
Ya cerca de la loma, me grita, amenazante y asustado al mismo tiempo:
– ¡Ha sido usted! ¡Ha sido usted quien la ha robado!
Y se pierde corriendo entre las nubes.
– Vámonos de aquí -dice Ramiro saliendo a la explanada-. Antes de una hora, esto estará infestado de soldados.
Hacia el mediodía reventaron las nubes. No soportaban ya tanto silencio.
Primero se ablandaron como frutas maduras, después se aplastaron unas contra otras y, por fin, abrieron sus barrigas inflamadas derramando sobre la tierra una sustancia negra y amarga.
Monte abajo, las retamas inclinaron, sumisas, sus cabezas al paso de la lluvia.
– Ahí les tenéis.
Estamos tumbados boca abajo sobre la arista del cabezo que corona, como una cresta rota, la cumbre vertical del monte Yormas. Desde aquí, con la ayuda de los prismáticos, podemos dominar un paisaje mucho más grandioso y bello de lo que los ojos por sí solos podrían soportar: la mole ingrávida de Peña Negra, sobre la verde sima del valle de los Osos y las colladas de La Friera y Vegavieja: las agujas cortadas del Usiello, detrás de Peña Barga, hacia el oeste: los puertos de Tejeda y La Morana: el cueto de Morana: los neveros de la Sierra de la Sangre donde hilvanan su memoria el lago Negro y el río Susarón: el perfil plateado y familiar del monte Illarga, borrado por la lluvia y la distancia. Y, abajo, a nuestros pies, como erupciones minúsculas de una tierra maldita y olvidada, las grises escombreras de la mina y la raya de la loma que bordea la explanada por el sur y que recorta ahora las siluetas de unos hombres que avanzan desplegados, las armas empuñadas, como en una gigantesca cacería.
– Menos mal que salimos a tiempo de esa ratonera.
Es la voz de Ramiro, aplastado a mi lado contra la arista de la roca, casi sobre el vacío.
El viento aúlla como un lobo esparciendo la lluvia en todas las direcciones. Las nubes están tan bajas que casi se apoyan sobre nosotros.
Los guardias y los soldados, desplegados al borde de la explanada, entre las retamas, han rodeado las escombreras y han tomado posiciones en torno a los depósitos de los lavaderos y el barracón.
Después, durante algunos minutos, han observado las instalaciones de la mina, bajo la lluvia, antes de que una voz gritara entre las retamas:
– ¡Salgan con las manos en alto! ¡No tienen escapatoria!
Pero, del interior del barracón, sólo llega la respuesta inquietante del silencio.
Por fin, tras una nueva espera, varios guardias surgen de las retamas y corren por la explanada a parapetarse tras las vagonetas y los depósitos de los lavaderos. Algunos alcanzan la zanja del desagüe y se arrojan sobre el barro, a sólo veinte metros del barracón.
Ahora, ahí debajo, se oyen voces ininteligibles, gritos amortiguados por el aguacero. Un guardia ha abandonado su puesto provisional detrás de una vagoneta y corre en solitario, agachado, hacia el barracón, cubierto por el fuego graneado de los que se quedaron tumbados en la zanja. Se aplasta contra la pared, al lado de la puerta, y mira nervioso en dirección a las retamas esperando órdenes. El silencio es tan tenso que incluso la lluvia ha enmudecido para esperar el desenlace.
Pasan unos segundos interminables antes de que el guardia se decida. Da una patada a la puerta y encañona la estancia vacía.
– Los galones tendrán que esperar -murmura Ramiro, a mi lado, con una sonrisa.
Pero algo llama ahora mi atención en la explanada: todos han abandonado ya sus refugios entre las retamas y varios guardias se dirigen hacia la boca de la mina encañonando a dos hombres esposados. Les obligan a entrar delante, en cabeza, para que les sirvan de parapeto en el caso de que alguien abra fuego desde dentro.
El resto de los guardias y los soldados se quedan esperando en la explanada, husmeando en los alrededores del barracón y de los lavaderos.
La espera no es muy larga, sin embargo. A los pocos minutos, dos disparos desgarran el vientre de la montaña. Las detonaciones son secas, profundas, como explosiones de dinamita bajo la tierra. Conmueven un instante el equilibrio perfecto de la lluvia y el silencio.
Cuando la partida se reagrupa en la explanada y comienza a alejarse nuevamente hacia Tejeda, los dos prisioneros va no van en ella.
La carne crepita sobre el fuego, al fondo de la cueva, mientras, afuera, el viento de noviembre arrastra hojas lejanas por el monte.
Un humo denso y acre invade el pasadizo, se agolpa contra el capote que, en la boca de la cueva, impide, desplegado, que el resplandor del fuego pueda verse desde fuera. Es agradable, después de un día entero soportando la humedad y el frío que supuran las entrañas de la tierra, sentir el olor profundo del asado, el monótono crujido de las llamas que acarician con sus lenguas de roble la carne que se encoge con un largo lamento.
– Bueno. Esto ya está.
Gildo ha clavado su navaja en la hebra palpitante y apretada y la retira del fuego para trocearla sobre una piedra plana.
Nosotros le miramos sin demasiado interés. Juan se ha tumbado sobre unas cuantas mantas lejos de la lumbre y Ramiro, recostado frente a mí contra la oscura pared del pasadizo, parece dormitar sumido en un profundo tedio. Apenas ha cambiado de postura y de expresión en todo el día. O mejor: apenas ha cambiado de postura y de expresión desde que estamos enterrados -una semana se cumplirá mañana- en este húmedo agujero, prolongación tortuosa de la oquedad cegada por el barro y las retamas que, en tiempos, debió de ser refugio de pastores y que nosotros vaciamos y excavamos durante cinco largas noches de trabajo, completamente a oscuras y con la única ayuda de un cuchillo y una pala, cuando llegamos aquí huyendo de la mina abandonada. La cueva, pese a la protección de los chapones que trajimos del viejo barracón para cubrir por dentro el techo y las paredes, es húmeda y helada, apta quizá sólo para la supervivencia de alimañas. Pero está oculta de miradas tras la hojarasca espesa de un piornal, colgada como un nido de águilas en las aristas escarpadas de Peña Illarga, y nadie, ni siquiera los más viejos pastores de los pueblos del contorno, podría recordarla ya. Y, sobre todo, desde la estrecha abertura de su boca, podemos dominar con los prismáticos el valle entero del río Susarón, con los tejados de Pontedo y de La Llánava, la carretera que viene de Ferreras, la línea negra del ferrocarril y las paredes cenicientas del cuartel de Cereceda.
– ¿Qué os pasa? -pregunta Gildo-. ¿No vais a comer nada?
Un silencio indiferente le contesta. Ramiro y Juan ni siquiera abren los ojos para mirarle.
Yo tampoco tengo hambre. Desde que estamos aquí, apenas he vuelto a sentir el grito negro de la bestia que, en el fondo de mi estómago, bramaba desolada tantas veces en los últimos meses de la guerra y, sobre todo, durante los cinco días que pasamos sin comer huyendo a través de las montañas y en medio de la lluvia de otra bestia más concreta, más humana y sanguinaria, que perseguía implacable nuestros pasos. Es como si la humedad y el frío de la cueva se me metieran en los huesos y en el alma manteniéndome tumbado día y noche al lado de la lumbre, sin ganas de comer, ni de hablar, ni de asomarme siquiera a la boca de la entrada para observar el cielo encapotado y duro que, en sus aristas, tiene ya el aliento de la nieve y, en él, nuestra condena: antes de la primavera no podremos escapar de aquí.
– Allá vosotros -dice Gildo blandiendo en su navaja un trozo de carne asada-. Pero os advierto que esto es lo último que quedaba de la oveja.
Y comienza a comer vorazmente, dejando que la grasa le manche las manos hinchadas por el frío y la ya espesa y crecida barba.
Hacia las tres de la mañana, ha cantado el búho en el hueco de algún roble cercano. Debe de ser rojo y negro como la hoguera que agoniza dentro de la cueva. Y sus ojos resplandecientes en la noche como dos brasas.