No aguanto más aquí. Son ocho o nueve horas las que llevo tumbado en el zarzal, con la cara aplastada contra el suelo y sin poder cambiar prácticamente de postura. No puedo aguantar más. Voy a salir. En toda la mañana no he escuchado un solo ruido sospechoso en el hayedo y, además, aun en el caso de que los guardias hubieran rastreado mis huellas por el monte, a esta hora deben ya haberse dado por vencidos. O quizá no. Quizá cazaron a Ramiro y se han ido, satisfechos, renunciando a mi captura. No sé. Sólo sé que he de salir de aquí, abandonar este zarzal y buscar algún lugar seguro desde el que pueda ver el caserío y comprobar lo que ha ocurrido.
Lentamente, con la respiración contenida y todos los músculos en tensión para no hacer el menor ruido, comienzo a arrastrarme entre las zarzas. La hierba nueva está empapada y fría. Y el espino se agarra con rabia a mi ropa arañándome los brazos y la cara. Pero ya puedo ver, contemplar con claridad el paisaje exterior: los troncos de las hayas que descienden monte abajo como un fantasmagórico ejército de sombras. Sombras verdes, profundas, misteriosas, que pueden esconder en sus espacios otras sombras menos quietas, más nerviosas y acechantes. Durante largo rato, las escruto una por una atento a cualquier cambio, a cualquier brillo, al mínimo temblor de las gotas de agua que se escurren de las ramas. Todo parece estar tranquilo. Despacio, muy despacio, con la metralleta dispuesta a secundar mis órdenes, continúo arrastrándome sobre los codos y las piernas hasta salir por fin de entre las zarzas. Inmóvil y en silencio, vuelvo a observar las sombras brevemente para, después, deslizarme hasta el tronco más cercano y aplastarme contra él como si fuera musgo.
La luz es más intensa, más verde y vertical aquí.
Primero, enterraron las tres vacas en una enorme fosa abierta delante del cobertizo. Una de ellas todavía estaba viva. Sobre la hierba bramaba y se agitaba hasta que un guardia la remató de un tiro.
Las otras tres, y la mujer, se las llevaron atadas de la cola del caballo sobre el que habían cruzado los cuerpos de los hombres reventados a balazos.
La manta que los cubría me impidió ver si alguno de los dos era Ramiro.
Ahora, anochece ya de nuevo en las montañas. Las sombras se deslizan espesas y profundas. Se funden entre ellas tejiendo una sustancia vegetal -de helechos y de lluvia- que comienza a apoderarse lentamente del hayedo,
Pronto cantará el búho.
Durante largas horas, febril e intermitente, el búho ha cantado sin cesar por todos los hayedos, por todos los senderos, por todas las colladas de la noche. Lo ha hecho casi sin fe -sin descanso, pero sin fe-, empujado solamente por la angustia y la desesperanza.
Y durante largas horas también, por todos los hayedos, por todos los senderos, por todas las colladas de la noche un silencio tenaz, compacto, ha encontrado por única respuesta.
Ha sido al amanecer, cerca de la majada derruida del puerto de Amarza, cuando otro búho invisible ha respondido al fin a su llamada.
Casi a continuación, la figura de Ramiro aparece entre las tapias.
Sabía que, más tarde o más temprano, acabarías pasando por aquí.
Ha empezado a amanecer y una luz dulce y lechosa ilumina en su cara una sonrisa.
– Yo no estaba tan seguro de encontrarte. Vi cómo se llevaban en el caballo dos cadáveres.
El dueño del caserío y el Francés. Imagino que sería el Francés. Pasaron cerca de mí.
Y luego, sin dejar de sonreír:
– ¿Sabes? Estuve a punto de confundirte.
– ¿Con quién?
– Con el búho. Cantas ya tan bien como él.
– Sí, claro -le digo, recostándome, agotado, contra la tapia-. Y corro como el rebeco, y oigo como la liebre, y ataco con la astucia del lobo. Soy ya el mejor animal de todos estos montes.
Ramiro busca su caja de tabaco.
– Líame un cigarro -me dice-. Llevo sin poder fumar todo el día.
Ya es otoño, finales de un setiembre lento y grana que de nuevo devuelve a las montañas la milenaria soledad profunda que brevemente destruyó el verano.
Ya es otoño. Y, tras las últimas batidas de los guardias y el retorno hacia el sur de los rebaños trashumantes, todo vuelve a estar en orden y tranquilo en torno nuestro: las provisiones y la leña para el fuego acumuladas a lo largo del verano, la matanza puesta al humo al fondo de la cueva -y en algunas anónimas cocinas de Pontedo y de La Llánava-, los sonidos del valle y las montañas, la monótona rueda del sol y de la luna, los turnos de la ronda de los guardias y de nuestra interminable y aburrida vigilancia. Todo menos nosotros, cada vez más solos y desesperados, cada vez más temerosos de un invierno que se anuncia, como siempre, larguísimo y feroz y que, otra vez, volverá a convertir este húmedo agujero en un cubil infecto para bestias apestadas.
Ahí abajo, en el valle, mientras tanto, los campesinos han comenzado ya la poda de los chopos que habrá de proporcionar hoja tierna para la ceba del rebaño cuando el forraje de los huertos comience a escasear. Y, allí donde el río no ha extendido sus brazos todavía cubriendo la ribera de balsas y llamargos, un suave bamboleo vegetal denuncia en la distancia la presencia silbante del hocil.
Ése será, durante varios días, el único sonido que llegue desde el valle hasta nosotros: un silbido metálico y lejano que atraviesa las copas de los chopos estremeciéndoles de dolor y de frío. Un silbido que Ramiro y yo conocemos desde niños, cuando acompañábamos a nuestros padres hasta el soto brotado de amarillos y agua muerta para cargar en el carro las ramas desgajadas.
Por eso le tememos. Porque le conocemos y sabemos que, en él, está el primer gemido de la nieve. Y porque sabemos también que, aunque el temor del hombre llena de leña y hoja los corrales, la cólera del invierno es implacable.
Al atardecer, Ramiro y yo teníamos ya dispuestos y engrasados los cebos y las trampas: los lazos de alambre para las liebres y el cepo de acero duro y dientes afilados que nos dio hace dos años Matalobos, el viejo alimañero de Tejeda, para truncar la carrera de algún corzo cuya carne, cortada en tiras y curada al humo, pueda servirnos para ahuyentar los últimos zarpazos del invierno.
Ahora, los rebaños de los pueblos no suben ya hasta el monte. Se quedan en las eras y en los barriales bajos buscando entre las mielgas el último rebrote del otoño. Así que no hay peligro de que el cepo atrape alguna oveja y descubra a los pastores nuestras huellas.
– Los corzos estarán todavía arriba, por los puertos -dice Ramiro comprobando con satisfacción el silbido del muelle y el violento castañeteo de los dientes al encontrarse-. Pero nunca se sabe.
El muelle estaba rígido por la humedad, casi oxidado. Tuve que rasparle pacientemente con un cuchillo para quitarle el moho rojo del desuso y, luego, untarle con sebo recalentado.
Los lazos para las liebres los esparcimos por la collada, entre las urces y el tomillo. El cepo lo escondimos en el piornal, bajo las hojas muertas, para poder escuchar desde la cueva su chasquido violento y acerado el día en que un inesperado visitante se quede para siempre aprisionado entre sus dientes.
– El lobo ya está en Peña Negra. Se pasó la noche entera aullando.
Ramiro ha traído una botella de aguardiente y los dos nos sentamos a la entrada de la cueva para ver, un día más, cómo anochece.
– No tardará en nevar.
Bebo un trago de la botella. El aguardiente tiene un sabor violento, a acero. Como el silbido del cepo o el horizonte de lobos sin luna que anuncia ya la llegada del invierno.
– ¿Sabes? -Ramiro ha encendido un cigarro y se recuesta contra la arista fría de la peña-. Siendo yo un chaval, antes de entrar a la mina, estuve un par de meses con Ovidio, el de la sierra, cortando madera en el valle de Valdeón, allá -y señala en la distancia con la mano-, para la parte de Riaño. Allí cazan los lobos todavía como los hombres primitivos: acorralándoles. Tocan un cuerno cuando le ven y todos, hombres, mujeres y niños, acuden a participar en la batida. Yo lo vi una vez. Nadie puede llevar armas, sólo palos y latas. La estrategia consiste en acechar al lobo y empujarle poco a poco hasta un barranco en cuyo extremo está lo que llaman el chorco: una fosa profunda y oculta con ramas. Cuando el lobo, al fin, ha entrado en el barranco, los hombres comienzan a correr detrás de él dando gritos y agitando los palos y las mujeres y los niños salen de detrás de los árboles haciendo un gran estruendo con las latas. El lobo huye, asustado, hacia adelante y cae en la trampa. Le cogen vivo y, durante varios días, le llevan por los pueblos para que la gente le insulte y le escupa antes de matarle.
Ramiro habla como si nadie le escuchara. Ramiro fuma y habla con la mirada perdida en las montañas, en la línea del cielo por la que el sol se hunde, acorralado por las sombras, en el chorco sin fondo de la noche helada.
Por la mañana, una delgada lámina de escarcha nos esperaba en la collada. Una lámina blanca que el débil sol ensangrentado de setiembre, casi tan frío como la propia escarcha, pugnaba por deshacer.
En el profundo tedio en que Ramiro y yo quedamos sumergidos cuando se va el verano y, con él, nuestras nocturnas correrías por el valle, tumbados siempre en el camastro, sin nada que decirnos, sin nada ya que hacer sino contar las horas por el lejano silbido de los trenes o venir de tarde en tarde hasta la boca de la cueva para observar con los prismáticos los movimientos de los guardias, siempre supone una especial emoción salir con el alba a comprobar las trampas. Sobre todo el primer día.
Hay que acercarse despacio entre las urces y el tomillo, buscar las huellas en la escarcha y repasar uno a uno los pequeños promontorios de tierra amontonada. En cualquiera de ellos puede surgir el ovillo gris de una liebre o la mirada aterrada de un tejón que lucha todavía por librarse de su trampa.
Pero no hay nada aún esta mañana. Sólo el silencio, enroscado como un animal ciego entre los matorrales, y un viento frío que golpea suavemente sus espaldas.
– Mala señal -dice Ramiro mirando con decepción la última trampa.
Es lo que siempre dice el primer día, haya lo que haya. Busca un momento por la escarcha unas huellas todavía inexistentes, comprueba una vez más el buen funcionamiento de los lazos y regresa a la cueva con gesto preocupado:
– Mal invierno se avecina, Ángel.